Por Julia Azaretto
Hoy tenemos un tesorito para los amantes de la traducción literaria. Julia Azaretto, argentina radicada en Francia y traductora de Pedro Mairal y Jacques Rebotier, nos regala hoy una muestra de sus traducciones de Pierre-Albert Jourdan más un precioso testimonio de su sentir como traductora y de las claves y criterios que utilizó para traducir a este poeta.
Suelo bromear cuando digo que en la traducción hay para mí un impulso de adolescente. El de la persona que fuimos alguna vez, aquella que tenía bastante tiempo libre y entonces descubría música, escritores, algún que otro cuadro, película, y se entusiasmaba y quería que el resto también se entusiasmase con ese disco de Floyd, que no sabés cómo te vuela la cabeza, o con ese cuento increíble de Poe, el del gato amurallado qué impresión.
Se trata de un movimiento hacia el otro para difundir lo que a uno le da placer sólo por placer. Ya ven, la traducción es fundamentalmente hedonista. Al menos para mí.
Recuerdo a Pura López Colomé. Durante una entrevista que tuve el gusto de hacerle en el año 2008. México, su país, había sido el invitado de honor de la feria del libro parisina, y ella como poeta formaba parte de la comitiva de escritores mexicanos que desembarcaron en los pasillos de la Porte de Versailles. Estábamos hablando de Juan de la Cruz y de repente me dijo: “¿Sabes? yo aprendí a rezar con un soneto”. Me quedé helada. Hubo un corto-circuito en mi cerebro. Hoy, pienso: yo a rezar aprendí con un padrenuestro pero a traducir con Pierre-Albert Jourdan.
Con esto quiero enunciar al menos dos ideas. La primera: Pierre-Albert Jourdan es el culpable de que hoy yo me dedique tan campante a la traducción de poesía. La segunda: al traducir Fragmentos procuré experimentar cuanta teoría de la traducción se me cruzara. Y en esa época, eran varias.
Todavía conservo las traducciones de Fragmentos releídas, corregidas, tachadas, apuntadas, comentadas a la luz de las ideas bermanianas. Por ejemplo, esa idea de hospitalidad lingüística a la que no podía ser indiferente. Pero luego resulta que leí a Henri Meschonnic y que en términos dialécticos, para mí, superaba a Antoine Berman. Fue entonces que decidí volver a releer el libro de Jourdan iluminada por don Henri. Con los años, se los aseguro, me he vuelto más pragmática. Un poco nomás.
De Antoine Berman rescato como valiosísima su idea de la traducción de una obra como proyecto literario. Como de todas maneras traducir es transformar, transformemos, pero con un proyecto de traducción armado en función de unos criterios objetivables, consensuables, aunque más no fuere desde la interpretación propia.
Pierre-Albert Jourdan es un poeta francés del siglo XX. Escribió poemas, prosas poéticas, diarios y fragmentos, en particular al final de su vida. Lo que él hace con el fragmento es bastante particular. Con los años fue moldeando una voz. A tal punto que al leer sus fragmentos es como si lo oyéramos hablarnos —o hablarse. El componente oral de sus textos es innegable. Si a Jourdan le interesa el fragmento como forma, acaso tenga que ver con una posición estética y con una percepción de la realidad que de alguna manera está emparentada con esta forma. Ojo, no se trata aquí de aforismos, tan cabales y encerrados en sí mismos. Ni de máximas, de ésas bien clásicas de un moralista del siglo XVII, que aspiran a transmitirle al lector una lección de vida. Los fragmentos de Jourdan son como retazos, esquirlas, astillas, o lascas. El fragmento a Jourdan le interesa como muestra de lo inacabado, como aproximación o intento. Es decir, en su sentido más literal y valga la redundancia, como fragmento de un todo perdido.
Y acaso ahí resida el desafío y la dificultad de traducir sus textos. Para él la escritura tiene una función terapéutica. Así como algunos griegos filosofaban para tener una vida mejor, algunos escriben (o traducen) para quizás metamorfosearse.
De La lengua de las humaredas (Buenos Aires, Gog y Magog, 2008), publicada en París por José Corti en 1961, al diario que escribió en 1981, mientras lo consumía un cáncer de pulmón, la forma fragmentaria fue evolucionando hasta alcanzar una expresión adaptada a su experiencia sensible del mundo. En sus fragmentos hay aromas de romero, tomillo, ruibarbo, hay jacintos, hay luz y lagartijas, hay hierbas aromáticas, cerezos en flor, almendros, olivos, nubes, luces sobre el monte Ventoux (sí, sí, el mismo de Petrarca), agua, no mucha, más bien una quemadura de sol en la piedra. Hay colores, hay animales, hay hombres. Hay lecturas –muchas– compartidas con el lector como aquel adolescente que mencionaba yo al principio. La lista es extensa, muy variada, tanto como la sensualidad que se desprende de la obra poética de Pierre-Albert Jourdan. Es un hombre que goza del mundo pero que también tiene sus heridas, y una de ellas es el desfasaje —propio del lenguaje— entre su experiencia sensible y la posibilidad de recrearla con la palabra.
Mi proyecto de traducción de estos textos estuvo relacionado desde el principio con las ganas de enraizarlos en una tradición rioplatense. Más arriba hablaba de oralidad. Probablemente me resultaba extraño usar un “tú” que para mi oído argentino está asociado o bien a otros países hispanohablantes, o bien a una tradición poética muy alejada del propósito de Jourdan. Y como uno traduce ni más ni menos que lo que lee, me resultaba difícil escribir ese “tú” en español, ya que en español yo no oigo un “tú” sino un “vos”. De ahí la elección del voseo. Pero lo más arduo tiene que ver con su decir. Su tono. Jourdan tiene una manera muy particular de dirigirse a sí mismo y al lector. Irónico, serio, mordaz, lírico, ingrávido, exaltado, provocador, afectuoso. Por eso me parece que para realizar la tarea del traductor, y aquí va mi tercera idea, un oído abierto y una mano capaz de escribir en diferentes tonalidades resultaban herramientas harto más importantes que cualquier teoría de la traducción.
La lengua de las humaredas (traducción)
La tormenta viene a morder la piedra; después de la quemadura de sol. ¿Cómo no confiar en la alternancia? La rama de pino nos lo murmura que nos da a la vez el gusto del silencio y la susurrante elevación de espacio.
Fragmentos 1961-1976 (traducción)
Nombrar esta alegría sería perderla.
La mirada transcribe; la mano, en cambio, aja los perfumes.
Sos el árbol de la ausencia, olivo, sos la amargura de su fruto.
Y a vos ¿dónde albergarte? Es la guerra. Te declaro la guerra. Creo en la virtud de la provocación.
La flecha en su trayecto no enumera las heridas.
Unas gotitas de lluvia, gotitas espaciadas, campanas ínfimas que invitan al repliegue, que desaparecen porque lo que viene después no las atañe. (Tan dispuestas, al pasar, a borrar este trabajo de tinta, ¡tan ávidas de otra lectura!)
Empezá la jornada tachando, eliminando toda pesadumbre, empezá con el chillido metálico de la corneja, esa agitación en los pinos. Suprimí el grito, las alas y la mancha extensa de un verde oscuro. Empezá, es decir, examiná a ese sospechoso que está acá, sentado en una piedra, listo para divagar al sol. Vos, acá, como vestigio de la tormenta y el lento trabajo de esclarecimiento, de recalentamiento. Sopesá el equipaje, ¡es bien liviano! Casi podrías echar a andar.
Concordás tan bien con esta tierra que te gustaría consagrar cada brizna de hierba. Acá estás, en cuclillas, con. ¿De dónde viene este acuerdo? ¿Acaso no es memoria?
No me escuchen, pero crean en el impulso que los convertiría en vagabundos, crean en ese delirio.
El monumento a la inutilidad: enriquecerlo cada día.
Acaricio un plantín de tomillo. Estupor de la palabra fuera de su eficacia mercantil. Aprender a hablar con el cuerpo, tantear el piso a ciegas. Hundirse. Hago un curso de hierba. Aprendo que los gritos son inútiles, que la poderosa distancia es necesaria, que otro sí se enraíza pero divide el mundo sin piedad.
La Langue des fumées
L’orage vient mordre la pierre ; après la brûlure de soleil. Comment ne pas se fier à l’alternance ? La branche de pin nous le murmure qui nous donne à la fois le goût du silence et la bruissante envolée d’espace.
Fragments 1961-1976
Nommer cette joie serait l’égarer.
Le regard transcrit ; la main, elle, froisse les parfums.
Tu es l’arbre de cette absence, olivier, tu es l’amertume de son fruit.
Toi, où te loger ? C’est la guerre. Je te déclare la guerre. Je crois à la vertu de la provocation.
La flèche dans son trajet ne dénombre pas les blessures.
De petites gouttes de pluie, petites goutes espacées, cloches infimes qui invitent au repliement, qui disparaissent parce que la suite ne les concerne pas. (Si promptes, au passage, à effacer ce travail d’encre, si avides d’une autre lecture !)
Commence ta journée par raturer, par enlever toute lourdeur, commence avec ce cri rauque de la corneille, ce remue-ménage dans les pins. Supprime ce cri, ces ailes, cette large tache d’un vert sombre. Commence, c’est-a-dire examine ce suspect qui est là, assis sur une pierre, prêt à divaguer au soleil. Toi, ici, comme un reste d’orage et le lent travail d’éclairement, de réchauffement. Soupèse ce bagage, il est bien léger ! Tu pourrais presque prendre la route.
Tu es si bien accordé à cette terre, tu voudrais sacrer chaque brin d’herbe. Tu es accroupi là, avec. D’ou vient cet accord ? N’est-il pas mémoire ?
Ne m’écoutez pas, mais croyez à cette poussée qui vous ferait vagabond, croyez à cette démence.
Le monument à l’inutilité : l’enrichir chaque jour.
Je caresse un plant de thym. Hébétude de la parole hors son efficacité marchande. Apprendre à parler avec le corps, tâter le sol en aveugle. S’enfoncer. Je fais un stage d’herbe. J’apprends que les cris sont inutiles, que le puissant recul est nécessaire, qu’un autre oui y prend racine mais qu’il partage le monde sans pitié.
edith
7 febrero, 2020 @ 0:10
Muy bueno Julia.