Hay obras que se resisten al silencio, a pesar de las lógicas que mueven el mercado editorial (a veces diametralmente opuestas a las de la literatura misma) y que terminan haciendo desaparecer títulos a su capricho. Títulos que aún tendrían mucho por decir. Este es el caso de la novela Dile que no estoy de Alejandra Costamagna que fue publicada por primera vez en 2007 y que por iniciativa de la editorial Estruendomudo ha encontrado el espacio para un nuevo impulso.
Esta historia de un padre y su hijo se construye a partir de un entramado de saltos temporales en que se van configurando pausadamente los vínculos entre los personajes y se van prefigurando las historias que ocultan: Lautaro y su (no) relación con el padre, Miguel, que siempre tiene que irse. Lautaro y su recuerdo de la madre muerta. Lautaro y las mujeres: Daniela y Claudina. Lautaro y la persistente búsqueda de sentido, si acaso existe.
Una novela que se construye en un vaivén entre el silencio —lo que no puede decir y lo que no quiere escuchar el personaje principal Lautaro— y lo que sí se puede expresar (¿sentimiento o sentimentalismo?) a través de sus dedos rebotando en las teclas negras y blancas del piano, ya sea en un bar, un supermercado, en el conservatorio, o en un hotel.
A medida que avanza el relato va adquiriendo densidad en forma de tensión, y las relaciones se complejizan hasta caer con todo su peso sobre Lautaro, quien pareciera derrotado antes de tiempo, como previendo lo que va a suceder. La cámara que lo enfoca (a veces en un primerísimo plano, otras de soslayo) nunca lo pierde de vista. La voz narrativa lo acompaña e incluso le presta su voz para decir lo que calla. Esa voz narrativa a veces se confunde con el propio personaje y ya no sabemos quién habla, y no sabemos quién sabe más, si Lautaro o el narrador, o acaso son el mismo. Siempre con una sutil ironía, con una aguda observación y un imaginario tan particular como coherente.
Y el gesto de esa voz narrativa, —en mi lectura, subversiva— es la que me parece de una inestimable actualidad. Pues esa voz se apropia de Lautaro y nos muestra la complejidad de este niño que se va a haciendo hombre, a la vez que va perdiendo el rumbo. Una sensibilidad minuciosamente elaborada recreando un mundo masculino verosímil y envolvente.
Digo subversiva, pues resulta central discutir hoy acerca de la llamada literatura de mujeres “atendiendo a una supuesta correspondencia natural entre el género de quien escribe y el texto creado” como plantea Rosario Castellanos. Y que ciertos temas nos serían propios (pensando en una revisión histórica asociada a la intimidad del diario de vida o impresiones de la propia subjetividad femenina). Sin embargo, ese discurso pareciera corresponder más bien a la naturalización de ciertos límites que el canon ha fijado para la literatura producida por mujeres.
Es en este sentido que la novela de Alejandra Costamagna cobra vital interés, pues su voz narrativa se apropia de este personaje masculino, configurando una visión de mundo consistente. Y no pienso solamente en el personaje de Lautaro, sino también en ese entrañable Ciudadano en Retiro, esa bella y triste novela publicada el ´98.
Porque la escritura de Costamagna se libera de etiquetas y rótulos, configurándose en una literatura sin apellidos. Pero me es imposible leer esta obra como un objeto aislado. Muchas veces en el vértigo de las novedades editoriales se pierde de vista la relación y diálogo que toda obra supone con la tradición. Se exalta, a veces apresuradamente, lo nuevo y se tiende a reconocer la trayectoria cuando se es demasiado viejo, y a veces injustamente, de manera póstuma.
Pero Costamagna viene construyendo una obra sólida, de una escritura cuidada, con una apuesta estética bien articulada y afín a lo que podríamos llamar un proyecto mayor. Y me parece este el momento de hacer ese justo reconocimiento.
Porque Costamagna recoge el guante de imprescindibles escritoras de nuestra historia. Pienso en Marta Brunet y su mirada aguda, de un estilo tan propio y sugerente, en donde muchas veces el foco está puesto en personajes masculinos desarrollados de forma magistral como en el relato “Dos hombres frente a un muro” o en “Juancho”, cuyo personaje observa desde un rincón a la madre que está siendo velada en el centro del living de la casa. Ese personaje también es Lautaro, viendo a su madre en ese mismo lugar, callado, sin lograr articular palabra. Ambos personajes, lejanos en época, pero cercanos en el dolor y el desamparo. O Magdalena Petit, quien en el ‘51 publicara “Un hombre en el universo”, una obra inclasificable según Valente, por su hibridez genérica, en donde en tono filosófico, ensayístico y literario desarrolla las confesiones de un desorientado como reza el subtítulo.
Por supuesto, la crítica, mayoritariamente ejercida por hombres, no tardó en ver en ellas rasgos de masculinidad, como queriendo apropiarse de sus imaginarios, pero que no es más que un burdo halago. De esta manera Raúl Silva Castro ve en Brunet “varonilidad en su talento” y Alone se refiere a Petit como escritor y recalca “–no decimos escritora porque sería reducir su órbita-.”
Tal vez lo mismo dirían de la escritura de Costamagna. Pero hoy diremos que también es literatura de mujer, si es que hay siquiera que afirmarlo. Y con esa voz y esa construcción impecable del mundo masculino se une a otras tremendas escritoras que hacen suyo este imaginario. Pienso en Clarice Lispector, en novelas como La hora de la estrella y Un soplo de vida. Pulsaciones, o en Sara Gallardo con Eisejuaz y Pantalones azules, o en El cuaderno vacío de Josefina Vicens, o en la más reciente Selva Almada con El viento que arrasa y Ladrilleros. Todas tremendas novelas, por cierto.
Para Gálvez-Breton es justamente “la apropiación de esta voz narrativa masculina […] el primer paso hacia la desautorización del lenguaje masculino”.
Porque no hay mayor subversión que la que se hace con el lenguaje, y el lenguaje es algo que Costamagna trabaja a la perfección, en frases elaboradas y ese aire de tensa resignación y sutil ironía desplegada en cada párrafo.
Entonces volvemos a la frase que da título a la novela, Dile que no estoy, esa frase que repite una y otra vez el personaje Lautaro para negarse a hablar con su padre que lo llama incesantemente por teléfono. Dile que no estoy, dice, y le pasa la voz a una mujer, Claudina, para que sea ella la portadora del mensaje. Porque él va perdiendo el habla mientras le da vueltas en la cabeza ese silencio voluntario al que se sometió su madre antes de morir. Dejar de decir para dejar de vivir.
No pudo llegar en mejor momento esta reedición, pienso, una novela con guiños clásicos, pero atípica a la vez, una apropiación del género, con infinitas capas que se superponen, con personajes conmovedores, y de una sensibilidad exquisita.
Es tiempo de releerla y celebrar el rescate de este libro, porque estamos ante la presencia de buena literatura. Literatura a secas.