Gerardo Pulido ha formulado hasta aquí una obra experimental en el sentido menos pretensioso y más efectivo del término. A través de un insistente ejercicio de taller, cercano también a una práctica de laboratorio o de cocina donde el comportamiento de los ingredientes, las mezclas y los tiempos son determinantes, ha dado carácter y consistencia a un tipo de simulacro de superficie muy alejado del ilusionismo pictórico tradicional. Un simulacro extremadamente atento al modo de aparecer de las formas elementales, que suele por eso mismo seguir la pista a rasgos naturales conspicuos como los que registran las vetas de la madera o ciertas rocas milenarias. Observando e imitando esas formas, de un modo virtuoso no exento de humor, Pulido produce obras que vuelven a poner en perspectiva la condición intrínsecamente material y técnica del arte bajo la luz del siglo XXI y en un contexto cultural en el que retorna de modo polémico la voz, la imagen y la cultura material de culturas ancestrales. Negándose a renunciar al contacto directo con materias que se transforman, fluyen, pesan, se estiran, se quiebran, brillan o absorben la luz —en definitiva, tienen una opacidad corpórea imposible de palpar desde una lógica descorporizada— de hecho ha dado valor de actualidad a la condición no inmediatamente conceptual del arte y ha tomado una posición relevante al interior de lo que podría considerarse una constelación productiva de las artes visuales en Chile, reconocible en fabricaciones de diversos artistas que parecen responder a las inercias del ojo educado por la indiferencia de la imagen digital con fabricaciones de alta complejidad manual en fieltro, plasticina, hilo y materias vegetales u orgánicas. Su dinámica de taller, igualmente atenta a los avances del diseño industrial como a los oficios antiguos, restituye un principio tan premoderno como reivindicado a ultranza por el modernismo de la Bauhaus o escuelas afines, como lo es la destreza manual del artífice. Una opción que revela su espesor histórico cuando el artista busca recursos en las artes decorativas y en los objetos utilitarios o rituales sumidos en la prehistoria de la cultura artística, para descubrir allí una inteligencia visual que relumbra de manera inédita al contraste con los productos de las nuevas tecnologías.
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El trabajo que Pulido presenta actualmente en el MAVI, series que en las que confluyen varios de los caminos que ha recorrido en los últimos años, pone en perspectiva lo que parece ser su interés más reciente, centrado en una suerte de espacialización de la pintura, lo que supone un diálogo entre el carácter engañosamente bidimensional de ésta con las propiedades tridimensionales del volumen. Este diálogo medial, cultivado durante siglos por los artífices de objetos utilitarios o cultuales de la más diversa procedencia, resulta restituido en el trabajo reciente de Pulido de un modo que oscila entre la reinvención lúdica y la cita intra-artística, atenta, por eso mismo también, a las experiencias constructivas del modernismo europeo y latinoamericano, en un arco que va desde el constructivismo ruso o la Bauhaus al arte concreto brasileño y Madí.
“Pictogramas” habla de una búsqueda por formular una pintura en —o del— espacio, no sólo porque gran parte de la actividad pictórica, compositiva y cromática ocurre sobre cosas (para reescribir aquí la aguda observación que hizo el artista Rodrigo Canala revisando la obra de su amigo)[1], sino porque el espacio mismo de la sala, entendido como marco de obra, ha sido tomado como soporte de inscripción, como también las recubiertas estructuras de alambre aportadas para la ocasión por el ingenio del mismo Canala, las cuales hacen amago de mantenernos al margen del contacto físico con los trabajos.
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Esta espacialización o ampliación escultórica de la pintura de Pulido, y el interés inmerso en su obra por abrirse a la inteligencia retórica y visual de los oficios, encuentran por otra parte algún nivel de referencia en la estructura del retablo medieval. No solo por la condición casi arquitectónica de ese objeto que sirvió por siglos a la proyección estética del espacio de culto católico, sino por el conjunto de prácticas manuales —ejecutadas por carpinteros, talladores, pintores, estofadores y doradores que participaron originalmente en su definición material— contribuyendo a hacer de él una suerte de espacio espectacular (“máquinas ilusorias” fueron llamados también los retablos), con la capacidad de imperar de manera extensa sobre el cuerpo del observador. La presencia relevante de la pintura en el retablo y su estructura de madera u otros materiales, conformada por módulos con cierta autonomía, a veces plegable, oscilante entre el volumen y lo superficial, son licenciosamente interpretados en las versiones ligeras, casi aerodinámicas de Pulido. Sus retablos extreman la modularidad de aquel objeto arraigado en la tradición artística pictórica del arte antes del arte, según Hans Belting, vaciándolo de contenido y llevándolo al mínimo de su densidad material, para suspender su esqueleto en el aire, precariamente sobre finos tubos de aluminio, en un fascinado gesto de recepción de sus claves materiales y técnicas, antes que de sus motivos o funciones culturales.
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Todo lo que se pliega y despliega, y que tiene así un modo de existir entre lo plano y lo corporeizado, parece sustentar, en su variedad, al conjunto de obras presentes en el MAVI, cuestión reforzada por un tributo explícito, en la serie llamada “Cartas”, a los magistrales “Bichos” de la artista brasileña Ligia Clark. Si bien las cartas de Pulido se pliegan y despliegan con un único movimiento programado, al modo de un pop up que coloniza el espacio de la escultura, el diálogo con Clark se verifica por la apelación a un ojo táctil y agente, capaz de interactuar con los diversos planos formales y eventos cromáticos del objeto, para descomponer y recomponer su estructura abierta y lábil en un ejercicio sensual y emancipador.
El efecto expandido de la pintura de Pulido se hace sentir también —sutil homenaje a Brancusi— en la incorporación del plinto a la obra pictórica tridimensional, como parte del gesto constructivo que inscribe simultáneamente a sus trabajos en el campo óptico, cromático y gravitatorio. Tanto los plintos realizados con módulos de madera de balsa adheridos entre sí con pasta muro (en “Cartas”), como los de cartón corrugado que recubrió con capa pictórica marmórea (en “Pictogramas 3D”) proyectan una gravidez que por sí mismos no tienen, chanceando al ojo, como lo hacen también las estructuras de contención realizadas por Canala, que se hace cómplice aquí de la propensión de Pulido al trompe l’oeil.
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Entre las señas y fuentes de inspiración de este trabajo pueden considerarse también las diversas explosiones y desmontajes que vivió en el transcurso del siglo XX ese aparato mueble sucesor del retablo, dotado de una estructura cósica y espacial, conocido como cuadro de caballete. La pintura esculpida de Pulido, tan atenta al plano rasgado de Lucio Fontana como a la esculturización del cuadro formulada por Rauschenberg (o a su desmontaje material emprendido por tantos artistas de avanzada, desde los mismos Madí hasta los Supports-surfaces) no solo resiste la forma convencional de este objeto fundamental del arte occidental, sino que lo revienta una vez más, ensamblando materiales ligeros e “innobles” que responden paródicamente a su estructura colgante y museal. Desde objetos manufacturados de uso reconocible, como una raqueta de tenis cuya forma de bastidor ha sido exigida hasta la desconfiguración, a materiales de reciclaje como latas vacías o tubos de papel higiénico pueden hallarse ensamblados en el cuerpo de estos trabajos, hechos en su mayor parte con cartón y madera de balsa, pero también con palos de maqueta, mica, cinta de enmascarar, tarugos y pasta muro. Los imaginarios de la fabricación casera, el diseño lúdico y la aerodinámica de volantín, rondan así varias de estas cartas, tablas, pictogramas, retablos e incluso la versión móvil de lo que parece ser una pintura abstracta, estratégicamente retrotraída en la opacidad del gris, cuya fragilidad denuncia el modo en que el conjunto de los trabajos oscila entre el cuadro desarmado —desvencijado, devenido prototipo de un modelo inviable— y la escultura aligerada, gramatizada y elevada a trazo pictórico para la composición del espacio.
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Junto a diversos patrones decorativos que citan la inteligencia abstractiva del diseño precolombino y mesoamericano, formas conseguidas con acrílico, óleo o aerosol que imitan al mármol o la madera, o bien la apariencia puntiforme del granito (realizada irónicamente en estas obras gracias al spray industrial granite effect) dan a la pintura especializada de Pulido la forma de intrincados y exigidos ejercicios de color. La intensidad del juego de volúmenes, garabateos gráficos, patrones y campos cromáticos se intensifica en el conjunto porque, no contento con su espacialización, Pulido los lleva además de regreso al plano, como ocurre en “Pictogramas 2D”, donde una nueva expansión de su estructura es auspiciada sobre superficie, por herramientas tecnológicas que quedan así circunscritas a una cadena de acción detonada por la mano.
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Un objeto presente en la muestra del MAVI actúa sin duda como un nudo entre las diversas series, siendo también una suerte de elemento duro de roer desde el régimen de la expectación. Se trata de la obra “Altar” (“el mono”, “el coso”, dirá Pulido), monstruo visual que se mueve entre el monumento mesoamericano en miniatura, la maqueta retrospectiva de la expansión improvisada en la ciudad latinoamericana y un laberíntico practicable teatral. Este objeto, especialmente interesante porque a pesar de su peso visual y aparente masa marmórea o granítica está construido totalmente de cartón, encierra algunas claves, a mi juicio, referidas a la convergencia de fuentes y tradiciones que Pulido ha puesto a interactuar en su fábrica febril. En un gesto que parodia el ensamblado y pastiche de formas culturales y la afición al revestimiento que anida en la arquitectura y el mobiliario comercial, este objeto da una cierta gravedad a la estética más bien ligera y aérea del conjunto. En “Altar”, la obra aparentemente lúdica que vemos en MAVI, muestra una dimensión oscura que pudiera ser, en algún sentido que no termina de revelarse, su maqueta fundamental.
[1] La autora se refiere al texto Pinturas sobre algo de Rodrigo Canala, en el catálogo de la exposición individual “Nudos y venas” de G. Pulido, Galería Patricia Ready, Santiago de Chile, 2013. N.del E.
Imagen 1: Detalle de Pilares con serpiente (a J.D.), esmalte al agua y barniz sobre pilar (además de pintura en aerosol y pintura acrílica sobre muro y techo), medidas variables, 2017.
Imagen 2: Vista general de exposición Pictogramas, sala 2 del MAVI; adelante: protecciones-obra de Rodrigo Canala: Corral #1, alambre galvanizado, pintura, amarras metálicas, dimensiones variables, 2017.
Imagen 3: Vista general de exposición Pictogramas, sala 1 del MAVI, Stgo.
Imagen 4: Detalle de Pictogramas #1-4 (a E.P. y V.P.), pintura acrílica, palos de maqueta, cartón, caja de cigarros, vaso plástico, entre otros materiales; base de cartón corrugado pintada con acrílico y barniz, medidas variables, 2016-2015.
Imagen 5: De la serie Pictogramas 2D (a T.R.), impresión fotográfica en papel mate de algodón, edición 1/3, 110 x 110 cms c/u, 2017-2016.
Imagen 6: Vista general de exposición Pictogramas, sala 1 del MAVI, Stgo.
Registros fotográficos de Sebastián Mejía
La exposición ocupará las salas 1 y 2 del MAVI, entre el 18 de noviembre de 2017 y el 14 de enero de 2018.