Si me permiten, quisiera abrir la conversación con Constanza Jarpa a propósito de la muestra que hoy día inaugura, La quietud en movimiento, leyendo un breve texto que, incluso si no lo consideran breve, lo es enormemente en relación a los muchos años que llevamos con Constanza hablando sobre nuestras obsesiones, cultivando también en base a ellas la más linda de las amistades, de esas que se bastan a sí mismas para subsistir. De modo que es mucho, pero realmente mucho lo que podría decir hoy día y poco, en cambio, lo que voy a decir. Tanto menos de lo que la misma Constanza me ha dicho desde que comenzó a contarme lo que tenía en mente exponer este año, acá en el Instituto de Arte de la PUCV. Tanto fue lo que me habló, tanto lo que hablamos que ahora veo cada una de las obras que cuelgan de las cuatro paredes de la sala Emilfork con una sensación de dejavú, como si hubiese podido verlas de un modo distinto a como se ven en la realidad, aunque tampoco, exactamente, como se verían en un sueño. Las había visto en mi mente, de un modo parecido, quizás, al que imagino las estaba viendo ella, o al menos eso puedo inferir ahora que las veo realmente y tengo, como decía, una sensación de dejavú.
Sería injusta, en todo caso, si dijera que esa sensación se debe únicamente a las palabras y conversaciones que sostuvimos con Constanza sobre lo que ella había hecho o estaba haciendo o pensaba hacer. Y es que además de palabras, que las hubo como siempre, lo que hubo esta vez fue una invitación enormemente generosa de mi amiga a participar, quizás como testigo, del proceso de creación de estas obras, un proceso que excedió con mucho las cuatro paredes de su taller, llegando a tomarse su casa por completo, y no exagero. Cada vez que la visité, me encontré con nuevas e inéditas disposiciones de una cantidad ingente de imágenes y textos multiplicados en formatos y materiales distintos, ya sea colgando de las paredes, ya sea sobre alguna mesa o repartidas por suelo. Sí, había que tener cuidado al entrar.
Pero no solo eso. También Constanza, además de invitarme algunas veces a su casa-taller donde ya no había ni donde sentarse, fue enviándome periódicamente algunos registros fotográficos de ese proceso. Me hubiese encantado compartir con ustedes algunas de esas fotografías. Particularmente una de ellas, que me alucinó, en la que se ven desde afuera del edificio las ventanas de su departamento cubiertas por completo de las películas intervenidas y planchas azuladas que ahora conforman la pieza La quietud en movimiento (en los sueños se traman otros sueños). Se trataba de una prueba, según me dijo. Quería velar las planchas utilizando, como fuente, la luz del sol. Lo que resultaría serían una suerte de imágenes cuya duración, dada la falta de fijación y revelado de las planchas, sería incierta, tanto como lo era, en efecto, el resultado mismo del proceso de grabado. Constanza me dijo entonces que lo que le interesaba era el carácter fantasmal de las imágenes que podían resultar y que de hecho resultaron, incluso si el modo en que prefirió montarlas fue replicando el proceso, disponiendo en collage las planchas junto a las películas impresas e intervenidas con esmalte acrílico, tinta y cinta negra, reemplazando el sol por un foco alógeno provisto de un sensor de movimiento. Es decir: reemplazando el trabajo de la luz del sol por el trabajo de la mirada de quien pasa por el frente.
Pienso ahora que ese trabajo de la mirada, que ese trabajo de la mirada que produce fantasmas, tiene que ver con la sensación de dejavù de la que hablaba hace un momento, con esa sensación de que una imagen que guardamos de algún modo en nuestra mente y cuya procedencia, en rigor, desconocemos, se nos presenta intempestivamente materializada, acompañada de una especie de recuerdo impreciso, vago, siempre difuminado. El recuerdo fantasma de una imagen fantasma. El trabajo de la mirada consiste entonces en intentar producir el calce entre una imagen y otra, esto es, entre una imagen mental y una imagen perceptual, dotando a esta última de un carácter fantasmal.
Tal vez la coincidencia no sea fortuita. Invita por lo pronto a pensar cómo esa operación de calce entre formas distintas de experimentar una imagen acontece en la muestra entera. Ahí estarían, por ejemplo, los Hábitos de lectura, 1, 2 y 3, para hablarnos del calce entre una imagen de origen verbal, como es aquella que construimos con la lectura, y una imagen plástica, de carácter material, como la que Constanza pinta sobre lo que es ya un registro fantasmagórico que las antecede, dado por la memoria gráfica que conserva cada una de ellas, memoria con la que cada imagen pintada a mano calza, a la vez que se descalza, sirviéndose sobre todo de la imprecisión y la mancha.
La operación de Viaje alrededor de mi cuarto puede leerse en una clave similar, aunque quizás levemente más compleja dada la suma de una dimensión espacial. Y es que allí, lo que aparece es menos una experiencia de la imagen contrapuesta con otra, como en los Hábitos, o sobrepuesta una a la otra, como podría decirse del panel que conforma La quietud en movimiento, donde ambas experiencias se vuelven indistinguibles. Lo que puede verse en Viaje alrededor de mi cuarto es más bien un ejercicio de desplazamiento de un registro al otro, como si el carácter psíquico de las imágenes pudiese adherirse a la superficie de las cosas. Entonces esas superficies quiebran su bidimensionalidad y se vuelven flotantes, quietamente lábiles, potencialmente movibles, al mismo tiempo que se multiplican en otra clase de imágenes de carácter puramente óptico, como son las sombras, que hablan el lenguaje de lo transitorio, de lo inestable y lo perecedero. Lo que acontece en cada una de las tablas, lo verán, es resultado de un doble trabajo de poner y quitar: se imprimen algunas páginas del libro Viaje alrededor de mi cuarto, de Xavier de Maistre, al mismo tiempo que salen a la luz, por la vía del decollage, las distintas capas de pintura y papel mural que conforman el mapa de su memoria. Así, en el encuentro de lo que se pone y lo que se quita, la obra tensiona la distinción supuesta, o que he supuesto hasta ahora, entre una imagen material y una inmaterial, traduciendo el conjunto a lo que quisiera llamar una “sensación de imagen” que excede con mucho la percepción puramente visual y que nos pone, nuevamente, en el terreno ambiguo de los fantasmas.
A su modo, pisa también ese terreno la obra que cierra la exposición –si leemos la muestra de izquierda de derecha como si se tratara de la página de un libro-, esta vez por medio del espejeo de un texto que no invierte la imagen, sino el sentido. En el original, tomado de la novela de Víctor Hugo Nuestra señora de París, se afirma que el libro matará al edificio, ya que según se explica páginas después el libro impreso duraría más, sería más barato y podría llegar más lejos y expandirse por la humanidad como los pájaros. Así, si las pequeñas cosas son las que traerían el fin el las grandes cosas, el texto invertido dice lo contrario, esto es, que son las grandes cosas las que traerían el fin de las pequeñas cosas; que será el edificio aquel que matará al libro, etc. La inversión nos extravía, sobre todo porque esta, a diferencia de aquella, es una época que no ha cesado de amenazar al libro, de proclamar su desaparición de cara a las que ahora, al igual que antes, son las nuevas tecnologías. Como sea, de la contraposición entre un sentido y otro Constanza se queda con la frase que permanece intacta, titulando la obra Esto matará aquello, como quien deja flotando en el aire una inquietud relativa a la muerte, más precisamente, a la posibilidad de que una imagen muera en manos de alguna otra.
Es esa una reflexión inherente, creo, a la producción y el trabajo con imágenes hoy día, y es sin duda una reflexión en la que obras como estas recalan, menos para pensar la vieja querella entre lo nuevo y lo viejo que para indagar en las posibilidades que las imágenes tienen de vivir, sobrevivir y convivir, contaminándose y encarnándose, sometidas como todo lo vivo, como todo lo que cambia y se mueve, a la quietud de la muerte.
Y si una de las formas que una imagen tiene de morir es precisamente fijándose, cristalizándose en el marco de exhibición que garantiza una exposición, diría que se trata esta de una muestra que pese a todo logra mantenerlas en movimiento, propiciando un trabajo de calce motivado, lo veo ahora, por el secreto y gozoso descalce de unas imágenes que incluso desparramadas al interior de un cuarto, insisten en pensarse como una experiencia de viaje.
Texto leído en la inauguración de la muestra La quietud en movimiento, de Constanza Jarpa (Instituto de Arte, Sala Emilfork, septiembre-octubre 2017)