¿Por qué un hombre trasladaría una ciudad tres o cuatro veces?
El hombre que trasladaba las ciudades fue Juan Núñez de Prado (1515-1557), lo que le da el título a la novela. Esta obra no había sido publicada en Chile hasta ahora, con esta edición de La Pollera, pero ese no es un dato sorprendente considerando el modo en que se ha dado la circulación de las obras de Carlos Droguett (1912-1996). Muchos de sus otros libros no han sido reeditados o son difíciles de encontrar en el país. A esta novela, sin embargo, le tocó esperar varias décadas para que pudiéramos acceder a ella. Su publicación aporta a la discusión sobre el entrecruzamiento entre literatura e historia. Discusión ya iniciada en sus otras dos novelas que tratan sobre la denominada “Conquista de América”: 100 gotas de sangre y 200 de sudor (1961) y Supay el cristiano (1967). En estas tres novelas la reescritura de la historia exhibe la faceta decadente, miserable y para nada heroica de este periodo: “somos miles y millones los aventureros de espada y sotana que vagamos por el mundo viejo, la España hambrienta e iluminada se los sacudió de su pelaje como un puñado de piojos y aquí estamos, pululando para vivir, matando para vivir, matando para abrirnos camino hacia Dios y el rey” (Droguett 315).
Al leer esta novela una se pregunta ¿cuál es o qué elementos constituyen esta ciudad imaginada por el conquistador? Queda claro que no son las personas, pues Núñez antepone la supervivencia de la ciudad: “me la llevaré todas las veces que sea preciso para preservarla, mataré a todos cuanto sea necesario para mantenerla viva” (Droguett 63). Podría pensarse, así, que la ciudad no existe en tanto materialidad, sino como proyección de aspiraciones, ambiciones, metas de quien no quiere resignarse a que esa ciudad imaginada desde España no existe, no es oro, no es riqueza, no es paraíso y ser conquistador puede ser una cruz que pesa tanto que desgarra la espalda, una cruz que significa el discurso aprendido del sacrificio, del esfuerzo, del dolor necesario para la existencia.
Al mismo tiempo, la novela permite plantear discusiones sobre la espacialidad, los modos en que opera el poder, el rescate y memoria de estos episodios que históricamente han sido erigidos desde una perspectiva épica y, a la vez, interrogarse por la vigencia de estos conflictos en la actualidad. ¿Hemos dejado de cuestionar el discurso colonial o estamos abiertas/os a poner en tensión sus formas de representación? Ni Droguett en el año 1973, cuando publicó esta novela en España, ni nosotros cuando la leemos ahora, publicada en Chile, llegamos tarde a la discusión. Hace algunas semanas vi la obra de teatro Xúarez de Luis Barrales, que lleva varios años llenando las salas donde se pone en escena. Ahí, la figura de Inés de Suárez y su rol en el relato de la conquista y fundación de Santiago es revisado una vez más.
En esta novela Juan Núñez de Prado es la representación de uno entre varios españoles que vinieron a “conquistar” el territorio latinoamericano. Coloco conquistar entre comillas para no dejar pasar el significado de esta palabra. Conquistar como invasión, como dominación, como sometimiento. Conquistar como fiebre, enfermedad, desvarío. Que un hombre decida trasladar una ciudad nos parece irrealizable. Esto que juzgamos como fantástico, increíble, una locura, no está alejado de la realidad. Núñez efectivamente fue un gobernador y, efectivamente, por el año 1550 trasladó la ciudad. La sensación es que esta historia agitada, de peregrinajes, difícil e inestable pareciera ser ficción. No se parece en nada a la versión aprendida en la institucionalidad escolar, la versión supuestamente real ¿Qué ocurre allí? Es otra historia la que narra Droguett en El hombre que trasladaba las ciudades.
Bajo la noción de “conquistar” la novela visibiliza qué sienten y qué desean los españoles dentro de este imaginario de conquista. Sujetos deseantes a tal punto en que el objeto de deseo –la ciudad– es tan grande que se torna delirante e incomprensible para los demás, pero no así para quien lo desea. El protagonismo se le da al conquistador, los indígenas están ahí, como la amenaza permanente, como seres extraños pero estáticos. Ellos no son los protagonistas de la Historia –con mayúscula–, la que ha marginado la presencia del indígena, se sabe que existen pero se les invisibiliza.
La ciudad conquistada y trasladada es una ciudad personificada. Le habla a Núñez y le dice: “Juan, no permitas más que se agarre a las ventanas y las sacuda desesperado, sólo tú cógelas, sólo tú golpéalas, Juan y trae con tus golpes el viento y el sol del verano y el ruido de los martillos y los clavos llenándome de heridas y de gozo, lo haré, lo haré, vida mía, juro que lo haré, lo mataré esta noche, haré justicia en él” (Droguett 367). Es una ciudad amada desde la obsesión, desde la violencia, desde una forma de interacción que evoca la figura del sádico en tanto se obtiene excitación o placer a través del sufrimiento de otro. El Barco (ciudad en ese entonces situada en Tucumán y luego trasladada, esta vez por Aguirre, a la actual Santiago del Estero) es una ciudad que sufre, es una ciudad maltratada. A lo largo de los traslados se va mojando, golpeando, rompiendo…posicionando al lector como espectador de su descuartizamiento porque durante estos traslados deja de ser un todo para devenir trozo: ventana, puerta, mueble, balcón. Solo una parte que ha sido separada de otra, pero nunca una totalidad. Trozo que implica pensar la conquista desde la máxima llevarse todo: “hasta el ruido, el ruido sigiloso de las puertas” (Droguett 62). Pero esta violencia no solo funciona contra otro, también se hace presente entre los mismos españoles. Núñez manda a la horca a quienes oponen resistencia, teme, huye y conspira contra Francisco Villagra, Francisco de Aguirre y Pedro de Valdivia. En esta guerra del individualismo y la supervivencia todo vale.
¿Por qué y para quiénes traslada la ciudad? Esta es una pregunta que la novela levanta, no para pretender una respuesta, sino para pensar qué es aquello que define una ciudad, cuáles son esas identidades en nuestras ciudades latinoamericanas o esas historias que explican sus asentamientos: “Traemos la civilización y la vida y la cruz y la espada de España, pero mira cuánta muerte debemos dejar como rastro para meter vida ajena en un mundo extraño, en un cuerpo extraño, padre” (Droguett 192).