Agradezco antes que todo la generosidad de Ana María Estrada, autora de este libro valiente y generoso él mismo, por la invitación que me hizo hace algún tiempo para decir unas palabras en su presentación. Me alegra mucho poder compartir con ella y con ustedes este momento, y tener la oportunidad de comentarles algunos gestos en mi lectura de este trabajo. No me cabe ninguna duda que esta publicación, originada en un proyecto financiado por el Fondo del Libro, viene a ser un valioso aporte para la reflexión sobre el arte sonoro en Chile, el que como se sabe ha experimentado un crecimiento notorio y significativo desde mediados del 2000 hasta la fecha, incidiendo en la creación de Festivales, concursos y muestras que han servido como coordenadas de un circuito incluso más amplio, y con conexiones hacia otras áreas. La proliferación de prácticas y espacios en el entramado institucional y exterior, la desafiante expansión de sus siempre difusos límites en el terreno del arte, el video, la música y la performance, entre otras, hace de la actitud reflexiva sobre el arte sonoro que el libro nos propone, una urgencia que se trasluce en la escritura misma de este ensayo. Una urgencia no de lugar, sino de tiempo. Una escritura urgente que convoca sobre todo la instancia de reflexión sobre las prácticas y los modos de hacer, pero que busca inscribir también los discursos y preguntas que podrían (y requieren) ocupar el espacio de la historia y la crítica sobre arte sonoro en Chile.
El desafío que este libro nos busca proponer, recoge en cierto modo la continuidad de una pregunta que la autora había formulado en lo que es un precedente directo de esta investigación, el libro Sonidos Visibles. Antecedentes y desarrollo del arte sonoro en Chile[1], siendo en ambos casos la atención crítica hacia el presente lo que hilvana la operación historiográfica respecto al arte sonoro. De ahí entonces que este nuevo libro que Ana María Estrada nos propone leer, señale a partir de la obra del artista chileno Juan Downey, especialmente aquella desarrollada entre los años sesenta y ochenta, una posible vía de ingreso a la historia del (aún) descampado espacio del arte sonoro a nivel local. El texto transita justamente por este territorio, aunque sin desconocer posibles y necesarias conexiones internacionales con las propuestas de artistas seminales en el uso del sonido como recurso estético, como es el caso del encuentro con los postulados del grupo Fluxus a través del uso del videoarte y la experimentación. El propósito fundamental es, entonces, enfocarse en la huella que la obra de Juan Downey podría sugerir, específicamente sobre el trayecto de cuatro mujeres artistas que se encuentran experimentando hoy con el uso del sonido: Mónica Bate, Bárbara González, Valentina Villarroel, a las cuales se suma el trabajo de la propia autora, Ana María Estrada. Esta posible conexión entre una parte de la obra de Downey y ciertas posiciones estéticas en el presente, me parece no sólo una propuesta inteligente, sino también desafiante en relación a la historia de las prácticas artísticas. Ello puesto que implica pensar de otro modo, creo yo, el desfase existente entre ciertos lenguajes, y el uso que de él realizan los artistas chilenos (“videistas de domingo”, como se proponía a sí mismo Dittborn en esa pieza de arte postal que es Satelitenis). Considerando entonces el pasado no sólo como aquel impulso siempre desfasado del archivo, sino apelando más bien a las relaciones sincrónicas con el pasado en las búsquedas y experimentaciones artísticas locales, el tránsito que se ensaya a través de la historia del arte sonoro en Chile, ofrece aquí posibilidades de interpretación que resaltan justamente una lectura de él.
Por otro lado, este desafío proviene, quizás también y de manera más evidente, del mismo estatuto fronterizo y móvil que el arte sonoro ha reclamado para sí. Y es que, por supuesto, la propia figura de Juan Downey que se nos propone seguir, constituye algo así como un punto de contacto entre espacios, disciplinas y saberes, entre Chile y el extranjero, entre el arte y la tecnología, que hurgan en esa travesía inacabada que son las artes mediales o Intermedia, como propone Ana María. Artes del entre-medio, por lo tanto. Para mí, y desde el lugar en el cual realizo la lectura de este libro (mi lugar en cierto sentido), este asunto es fundamental. La reciente expansión de las prácticas que han sido agrupadas bajo el término arte sonoro, se ha efectuado en correspondencia o de forma simultánea más bien, con un interés creciente e inusitado por el sonido en áreas y disciplinas tan diversas como la filosofía, la historia, la musicología o las ciencias sociales, desde donde ha sido propuesto y debatido un giro sónico en relación a la historia del pensamiento[2]. Cada vez más, las difusas fronteras del entre-lugar parecen expandirse entonces, y prometen alcanzar mayor parte del territorio. En este tránsito, me gustaría pensar que el nuevo mapa que se comienza a dibujar, no remplazará la aventura de la deriva, y de hecho difícilmente logra coincidir con ella. Las prácticas que se mueven al interior del arte sonoro sugieren entonces caminos de exploración e interrogación, que en el campo de los estudios sonoros, de la crítica, o a veces en el ejercicio de los propios artistas suelen ser congelados, categorizados, incluso fetichizados en el discurso y la representación. Resuenan por lo tanto las palabras que nos advierten sobre el abuso de la tecnología en la cultura o el arte contemporáneos, y la insistencia que Ana María Estrada nos propone en este texto, de considerar especialmente la experiencia espacio-temporal como un ámbito donde tiene lugar la potencia diseminada de lo sonoro. Ya sea para el desarrollo de las prácticas artísticas o para el estudio del sonido en la cultura contemporánea, esa insistencia en la experiencia sensorial, orgánica y energética en cierto sentido, reafirma una actitud esencial de búsqueda constante, desde donde se proponen las preguntas sobre el estatuto de nuestra relación con el entorno y con los otros. Ubicarse en el entre-medio, junto con este despliegue del arte sonoro, implica entonces una posición que Ana María asume como responsabilidad: la de re-descubrir en las fronteras y límites esa política del encuentro y de la comunicación por medio del sonido.
Quizás cabe aquí entonces apuntar brevemente con los oídos a esa palabra que nos mira desde el título del libro. Transducciones. La palabra, puntuada como sugiere Peter Szendy[3] por la espacialidad auricular de los dos paréntesis sobre las consonantes n y s, refiere a la particularidad de un proceso de tránsito, que se asemeja y difiere al mismo tiempo de la traducción. Las modernas tecnologías de reproducción sonora utilizan efectivamente unos instrumentos llamados transductores, los cuales transforman el sonido en algo más (energía, información, ondas vibratorias invisibles), y ese algo más a su vez es transformado en sonido de vuelta. Un conjunto de aparatos electrónicos, fabricados desde hace ya un siglo por el pensamiento científico y técnico de la modernidad, operan justamente de este modo. Todos ellos –ha indicado hace poco Jonathan Sterne—se asemejan también al funcionamiento fisiológico del oído humano, que transduce las vibraciones emitidas por una fuente sonora, en información re-codificada como percepción auditiva por nuestro cerebro. De ahí entonces, dice Sterne, que estas sean máquinas hechas sobre todo para ayudarnos a escuchar[4]. Aparatos, máquinas o dispositivos, que se asemejan también a aquellas esculturas audiocinéticas desarrolladas por Downey, o a los dispositivos audio-lumínicos utilizados por algunas de las artistas reseñadas en el texto. En todos estos casos, la luz, el movimiento o la información son transducidos en una experiencia espacio-temporal en la cual, podría entonces sugerir, se nos propone desplazar la atención hacia una escucha que no es, por supuesto, la misma en cada caso. De todos modos, ese llamado a escuchar a través del video, de la luz, del espacio y el movimiento, me parece que es uno de los rasgos de mayor provecho para repensar la naturaleza de nuestra experiencia auditiva.
Un libro no es probablemente un aparato propicio para la expansión del sonido, pero si así fuera, no me cabe duda que este trabajo de Ana María Estrada sería también una de esas máquinas para ayudarnos a escuchar. Y quizás lo sea de todos modos. ¿Escuchar qué? ¿qué es lo que se transduce en la operación escrita de este ensayo? En principio, según yo, se trata de una aproximación que indaga en las condiciones sonoras de las formas de estar juntos. La atención a la obra de Downey que atraviesa la escritura de este ensayo, explora sobre todo ciertos procedimientos como la video-instalación, la escultura electrónica o los happenings y performances, con el propósito de escuchar en ellos una inter-acción con el espectador activo. Ya sea puntuada por las instrucciones de uso, o apelando a la indeterminación del “hazlo tú mismo”, la obra de Downey que nos muestra la autora, responde a esa especie de utopía tardía que se configura en la historia transnacional de la tecnología desde el arribo de la cibernética. Se trata de una suerte de “ingeniería socio-técnica” de la comunicación, que Downey ensayó más bien bajo la forma de una arquitectura invisible, capaz de producir nuevos ambientes colectivos, nuevas mediaciones espaciales y temporales en las cuales situar ese complejo y misterioso tejido de la vida. Del arte/vida, como propone aquí Ana María Estrada, recuperando y ampliando para sí uno de los gestos del arte de vanguardia del siglo XX.
Escuchar el complejo de la vida, recíprocamente en lo que se ve y en lo que se escucha. Aquí y ahora. El generoso comentario final sobre la obra de Mónica Bate, Valentina Villarroel y Bárbara González, me parece a mí que se desprende no sólo de la urgencia por materializar esta lectura de Downey en el funcionamiento efectivo del arte sonoro en Chile, sino también de la voluntad por una escucha mediada y compartida del aquí y el ahora. Reunir el trabajo de las tres, dialogando en cierta forma con los sentidos que propone este libro, me parece que es un gesto que apela también a una especie de “energía invisible”, que podría tener lugar en las prácticas comunes del arte sonoro y de quienes escuchan.
Finalmente, no me queda a mí sino agradecer de nuevo a Ana María Estrada por su invitación, y por permitirme simplemente ser uno más de los que, aquí y ahora, escuchamos juntos y a través de su libro.
N. del E. Este texto fue leído en la presentación del libro, el 20 de julio a las 19 hrs. en la Sala de Conferencias del MAC Parque Forestal.
[1] Ana María Estrada y Felipe Lagos. Sonidos visibles. Antecedentes y desarrollo del arte sonoro en Chile. Santiago: Mosquito comunicaciones/Fondart, 2010.
[2] Ver por ejemplo: Caleb Kelly. Sound. Documents of Contemporary Art. London/NY: Whitechapel Gallery/MIT Press, 2011
[3] Peter Szendy. En lo profundo de un oído. Una estética de la escucha. Santiago: Metales Pesados, 2015
[4] Jonathan Sterne, “A Machine to Hear for Them: On the Very Possibility of Sound Reproduction”, en Cultural Studies 15/2 (2001): 259-294