Algunas semanas atrás, Ignacio Valente, en uno de sus esporádicos regresos a la cancha de la crítica literaria, publicó una reseña contra los poetas que no dicen nada. Se trata de un texto curioso, porque su punto de partida es la condena a ciertos autores, pero dado que no se los nombra ni cita (aduciendo el deseo de evitar polémicas), no es posible saber contra quién o contra qué específicamente se dirige la crítica, que se acerca así también al vacío comunicativo que critica. Escribe Valente: “Ciertos aspirantes a escritor, que en cualquier otro género delatarían la ausencia de sentido de su lenguaje, encuentran en la poesía un terreno fértil para parecer que dicen algo sin decir nada. Todo lenguaje está por esencia destinado a decir algo a alguien. En esta afirmación de Perogrullo convergen el sentido común más elemental y la más sofisticada teoría del lenguaje. ¡Decir algo! ¿Por qué recuerdo una cosa tan obvia?” Cuesta tomarse en serio las diatribas de un crítico como Valente, que parece por momentos empeñado en ser una caricatura de sí mismo, el personaje de la novela de Bolaño, el cura-crítico cascarrabias que vuelve de vez en cuando del olvido a fulminar a los “aspirantes a escritores” o a “los poetas recientes” (así, al bulto) o a ensalzar a algún clásico que no lo necesita. Por otra parte, me parece que su comentario permite hacerse algunas preguntas sobre ciertas obras publicadas recientemente en Chile y en otros países (y a las que creo poco probable que Valente esté aludiendo, porque dudo que se haya encontrado con ellas).
¿Qué quiere decir que un poema no diga nada? ¿Es posible no decir nada? ¿qué sería decir “algo” en poesía? ¿Expresar un sentimiento, una opinión, una visión de mundo? ¿Transmitir, comunicar algún tipo de mensaje o contenido a los lectores? ¿Es tan obvio que “Todo lenguaje está por esencia destinado a decir algo a alguien”? Si es así, ¿qué sucede si contravenimos esa obviedad, si pervertimos o alteramos la esencia del lenguaje, si lo utilizamos para otros fines, si lo destinamos a decirle nada a alguien, o a decirle algo a nadie? No tengo respuesta a todas estas preguntas, y desentrañarlas en serio requeriría más ánimo y espacio del que tengo, pero creo que se pueden postular ciertas respuestas, de manera oblicua y tentativa.
Posiblemente haya consenso en que considerar a la poesía como un modo de comunicar informaciones o mensajes tenga mucho de absurdo: un poema dice siempre más y menos de lo que quiere decir, un poema dice siempre también cosas que no quiere decir, un poema es un modo ineficiente de comunicar, y la poesía ha puesto esa ineficiencia muchas veces al centro de sus producciones: si quiero pedirte que cierres la ventana, abras la puerta, o me prestes dinero, probablemente no lo haga en un soneto, una décima o un caligrama. Por otro lado, en muchos casos, si se traduce un poema a su contenido, obtendríamos enunciados como “El poeta está triste por la muerte de X”, “El poeta ama desesperadamente a Y”, “El poeta desprecia/admira/condena a Z”. Muchos poemas toman uno de estos temas manidos, estos lugares comunes, y los elaboran de un modo enteramente original. ¿Podemos entonces decir que están principalmente diciéndonos algo, o más bien que toman un tema como quien toca un standard de jazz, para proponer variaciones sobre su estructura básica? Sería absurdo pretender que una banda que improvisa sobre “Summertime” nos quiere comunicar ese tema, más bien está apelando al hecho de que ya lo conocemos y proponiéndonos una serie de transformaciones que lo reconfiguran y nos hacen percibirlo de otro modo.
Escribir poemas que no digan nada puede ser un modo de reaccionar contra la poesía contenidista, en un mundo en el que estamos rodeados de políticos, periodistas, profesores y pedantes que intentan decir algo. No decir nada puede ser un gesto refrescante, una terapia, un modo de rozar a los límites del lenguaje que nos permita comprender mejor su lógica o carencia de ella. Pienso en la famosa prohibición de Wittgenstein (“Sobre lo que no se puede hablar es preciso callar”), y en cómo innumerables poetas han encontrado modos de escribir que son, en cierto modo, maneras de callar. Me interesa también la noción de que hay diferentes y variadas maneras de no decir nada: no todos los poetas que dicen nada están haciendo lo mismo.
En la tradición literaria, ya con algunos poemas de los trovadores se podría argumentar que nos encontramos ante textos cuyo contenido es difícil de determinar, o extremadamente banal, y que lo que importa son los diversos modos en que ese contenido se pone en palabras, hasta el punto de que la dificultad de composición del poema se vuelve su tema principal (pensemos, por ejemplo, en el virtuoso “Farai un vers de dretz nien”, de Guillaume IX de Poitiers, que nos anuncia desde el inicio que se trata de un poema sobre nada: “Haré un poema sobre la pura nada / no tratará de mí ni de otra gente / no será sobre amor ni juventud…”). Pensemos también, saltando varios siglos, en el nonsense victoriano, por ejemplo el “Jabberwocky” de Lewis Carroll, o, ya en el siglo pasado, en los diversos experimentos dadaístas, en los recalcitrantemente anticomunicativos textos de Samuel Beckett o Gertrude Stein, o en algunos de los poemas más radicales de Vallejo, de Huidobro o del Neruda joven. Ahora bien, aquí tal vez cabría distinguir entre hermetismo (un contenido de difícil o imposible acceso, pero que está ahí) y vaciedad semántica (la carencia de contenido, la palabra como puro juego sonoro, formal o de imágenes). Sospecho que Valente propondría que la mayoría de los casos que he citado son de obras que se inscriben bajo el signo de lo hermético, de lo difícil de descifrar, y no de los enigmas que no esconden nada. Pero me queda la duda de si en los poetas herméticos el gesto de descifrar “el mensaje” es el mejor modo de enfrentar a los textos, o si lo esencial del texto está en el modo de dificultar o volver imposible nuestro acceso al núcleo semántico (o la falta de él, que exaspera a Valente).
Si uno de los medios de no decir nada es construir con palabras una superficie opaca, o bien salirse de los límites y reglas de la lengua, otro modo de no decir nada es trabajar con las palabras de otros, reciclando y remontando, cambiando de contexto lo que otros han dicho, en un gesto que puede vaciar de contenido a las palabras, pero que además renuncia a la ilusión de la palabra propia, al mito de la creatividad original. Veamos algunos ejemplos de esto: se publicó hace algunos años la obra póstuma de Juan Luis Martínez titulada El poeta anónimo o el eterno presente de Juan Luis Martínez (Cosac-Naify, 2012), un libro completo hecho de fotocopias, que incluye una serie de poemas chinos sacados de una antología, fragmentos de un manual de interpretación literaria (específicamente de la sección “Exercices on finding the Meaning”, lo que resulta particularmente irónico en este contexto), retratos de Shakespeare y de otros poetas, crucigramas y diversos recortes de prensa. Hace algunos días se volvieron a lanzar dos libros de Guillermo Deisler (ambos por Grafito ediciones): uno de ellos, Xeno/Fremd consiste en la fotocopia de una página de un diccionario de raíces griegas, al inicio del libro ampliada hasta que la X se convierte en una mancha informe, y hacia el final del libro reducida hasta que la página completa original no es sino un minúsculo par de rayas a la derecha de la página del libro. El otro, Stamp Book, consiste en una serie de páginas estampadas con timbres alemanes de la época de la caída del muro de Berlín. En ambos casos, no es posible decir que haya propiamente un mensaje que transmitan estos escritores, y al mismo tiempo se trata claramente de gestos cargados de numerosos sentidos posibles, aunque no haya en estos libros ninguna palabra propia, original. Algo semejante ocurre en el caso del libro Neoconceptualismo (2001), de Carlos Almonte y Alan Meller, cuyos autores se propusieron escribir solamente tomando prestadas las palabras de otros: “Recombinamos la escritura del pasado para crear obras nuevas.” El resultado es una obra que incluye narrativa, poesía, teatro y manifiestos construidos con palabras apropiadas de otros textos (lo que finalmente, es lo que hace todo escritor: nadie escribe, en principio, sino con las palabras ya dadas en la lengua con la que trabaja). Con posterioridad a ese primer texto, publicado el 2001, apareció un volumen de ensayos que comenta el gesto de estos escritores (reseñado aquí por Martín Gubbins).
Esto sugiere una de las cosas que me gustaría proponer: en varios casos, los poemas que parecen no decir nada, o que se esfuerzan por no decir nada, son textos que exigen del lector un esfuerzo interpretativo extra. Textos cuyo contenido no viene dado de antemano, sino que exigen que uno como lector se esfuerce por formular lo que el texto me quiere decir, o que sugieren que tal vez la costumbre de buscar siempre lo que un texto me quiere sea un automatismo insano. Algunos de estos textos tal vez funcionen solo como gestos autosuficientes, como lo que el crítico Hans Ulrich Gumbrecht llama “producciones de presencia”, realidades materiales que nos confrontan a configuraciones formales complejas no para comunicarnos otra cosa sino para que nos absorbamos en la contemplación de eso que está ante nuestros sentidos. El ejemplo de la música es siempre útil, como caso límite: nadie se preguntaría qué quiere decir una fuga de Bach, aunque tenemos claro que no se trata de obras desprovistas de sentido, simplemente no funcionan como transmisoras de mensajes específicos. Esto es más complejo en el lenguaje, que en general sí funciona como vehículo de contenidos, pero es justamente esta tendencia la que muchas obras contemporáneas se proponen socavar.
El movimiento conocido como “conceptualismo”, especial pero no exclusivamente en el ámbito norteamericano, ha hecho correr mucha tinta recientemente, especialmente debido a algunas de las ocurrencias de uno de sus nombres más conocidos (aunque probablemente no el más interesante), Kenneth Goldsmith. Recientemente en Chile se han publicó su obra Inquietud, traducida por Sebastián Jatz (Das Kapital, 2015), y reseñada aquí por el escritor Riccardo Boglione (como se puede ver, no es casualidad que varios de los escritores que están explorando este tipo de procedimientos hayan escrito unos sobre otros). Sin desmerecer en lo más mínimo el cuidadoso trabajo de traducción, debo decir que pese a mis mejores intenciones y predisposición no logré terminar de leer este libro, que documenta cada movimiento del cuerpo del autor el día 16 de junio de 1997, desde las 10 am hasta las 11 pm. Me pareció insufriblemente tedioso, deslavado y en última instancia sumamente lejano a la experiencia corporal. Aquí el no decir nada no pasa por el hermetismo, ni por la apropiación de palabras ajenas, sino por una descripción minuciosa y obsesiva de lo infracotidiano que pone a prueba el aguante del lector. Hay quienes dicen que precisamente ese es el punto, e incluso el propio Goldsmith ha sugerido que sus libros no necesitan leerse, que basta con comprender el gesto que implica, por ejemplo, juntar en un libro una serie de anuncios del clima, o transcribir completa una edición del New York Times. Confieso que en este caso en particular, el proyecto conceptual me parece más bien una moda para académicos y connoisseurs del primer mundo, de la que podemos prescindir por estas latitudes (lo que no implica que no tenga interés tener la posibilidad de conocerlos, aunque sea para abandonarlos a medio camino como fue mi caso). Sería un error, por otro lado, meter a todos los gatos en la misma bolsa. El libro Epitafios, del mismo Riccardo Boglione (editor además de la revista Crux desperationis), está compuesto íntegramente de colofones de otros libros, pero el resultado es cautivante: hay ejemplos divertidos, otros fascinantes por su tipografía o disposición gráfica, otros que resultan conmovedores como ejemplos del paso del tiempo. El conjunto funciona como una suerte de cementerio en el que cada colofón es una lápida, y leerlo puede ser una experiencia sorprendentemente entretenida. En este caso, el montaje de palabras ajenas produce una conjunción que las carga de sentido y energía al cambiarlas de contexto: Boglione no dice nada, pero nos hace redescubrir algo que otros han dicho y que suele pasar inadvertido.
En Chile, por tomar sólo a tres autores recientes, podemos ver diversas posibilidades de escritura que “no dice nada”. El Cuaderno de composición (Pez Espiral, 2014), de Martín Gubbins es un libro que consiste sólo en una serie de líneas horizontales dispuestas a distancias variables en las páginas del volumen, que viene con un lápiz y una goma para que el lector lo intervenga (no conozco hasta ahora ningún lector que lo haya hecho, pero me he imaginado una antología de ejemplares intervenidos por lectores varios). Quien quiera saber más al respecto puede leer aquí la presentación de Felipe Cussen.
El propio Cussen, por su parte, acaba de sacar el disco quick faith (records without records, 2015), en el que presenta una serie de sonidos vocales procesados electrónicamente. El resultado, que se ubica en una zona indeterminada entre la música experimental y la poesía sonora, explora justamente en el límite entre un lenguaje vuelto ininteligible y fragmentario y una superficie sonora destinada al goce de la escucha, y que sin embargo invita a escucharla como una suerte de lenguaje liberado de las ataduras de la sintaxis y el vocabulario de una lengua específica. En una reseña reciente del disco, David Bustos propone que se trata de una obra que prolonga el interés del autor en la mística y su vinculación con un más allá del lenguaje, lo que no parece descaminado. El propio autor explica aquí cómo su exploración de la poesía sonora lo llevó hasta un territorio cercano a la música electrónica.
Carlos Soto, como último ejemplo, publicó recién el Chile Project: [Re-Classified] (Ediciones del Pez Espiral, s/fecha, accesible en línea aquí), un sobre negro que contiene hojas sueltas con reproducciones intervenidas de documentos desclasificados por la CIA el 2000, relacionados con la intervención norteamericana en apoyo del golpe de estado de Pinochet. Se trata de un libro hecho casi íntegramente de tachaduras y fragmentos de lenguaje burocrático, una remezcla de archivos vueltos públicos pero que no revelan nada, y que, como en el trabajo de Voluspa Jarpa sobre estos mismos archivos, son más elocuentes en el gesto de tachar y censurar que en lo que revelan (casi nada que ya no supiéramos). En este caso, la intervención del autor consistió, como me explica en un correo, en lo siguiente: “me metí a la página del Chile Project en The National Security Archive de The George Washington University y empecé a revisar documentos. Bajé cerca de 100, hice una selección y un mes antes del aniversario de los 40 años del golpe, el 2013, empecé a borrar a mano, día a día con liquid paper, todo lo que aparecía en los documentos que no había sido borrado por la CIA.” En este caso, en vez de intentar atravesar la censura, el autor la intensifica, la exacerba, y por lo mismo hace más evidente y absurdo el nivel de silenciamiento que implica esta desclasificación, expone al desnudo la maquinaria del lenguaje burocrático e impersonal que estaba detrás de hechos históricos terriblemente reales.
Todos estos textos, creo, exigen del lector una respuesta crítica que va más allá de descifrar lo que dicen, que en algunos casos pasa por preguntarse por qué no nos dicen nada, o qué es lo que nos hacen, qué juego nos proponen al no decir nada (como en el ejemplo clásico del silencio elocuente de Áyax en la Odisesa, que decía más que cualquier discurso). En todos estos casos hay un esfuerzo por hacer tabula rasa de la multitud de cosas dichas en el mundo actual, un esfuerzo por presentarnos una superficie libre de significados, por hacernos ver que a veces no decir nada puede ser más difícil y más significativo que decir algo (que es, a fin de cuentas, lo que el lenguaje nos empuja a hacer constantemente, lo que el lenguaje hace de modo automático). Es interesante preguntarse de qué manera cada una de estas obras no nos dice nada: algunas parecen criticar ciertas dimensiones o usos del lenguaje, otras parecen gozar su dimensión sensual, o renunciar a ella, o desligarse de sus estructuras buscando un más allá de las palabras. Otros ensamblan frases hechas y, al remezclarlas, producen sentidos posibles, un mosaico o un caleidoscopio de fragmentos cotidianos y prosaicos que al salir de su contexto original se vuelven misteriosos, enigmáticos, ridículos, sublimes, o tediosos. Goethe proponía que todo poema debe tener un núcleo prosaico, separable de su forma, que es el que permite su traducción a otra lengua, y sin el cual se convierte en un juego vacío. Yo concordaría con esa afirmación, y comparto la preocupación por la complacencia con la falta de contenidos que parece tener alguna poesía reciente, pero me preguntaría si en algunos casos no será posible que el núcleo prosaico de un poema no esté dentro sino fuera de él, en su contexto, en las respuestas de lectores, en las conversaciones a las que sirve de punto de partida, en los rechazos e indignaciones que inspira, en las preguntas que permite hacerse…
Lucero de Vivanco
23 diciembre, 2015 @ 19:59
¡Bravo! Una respuesta llena de contenido para una crítica que dice menos de poesía que de su lugar de enunciación.
Julio Rodajo U.
21 febrero, 2016 @ 2:06
Primero que todo, es acertada la crítica a la reseña de Valente que, sin querer, pareciera ser un poema que él mismo critica, una auto-crítica, por decir casi justamente algo que se torna «en sombra, en nada.»
Me quedo con esta pregunta: «¿Qué quiere decir que un poema no diga nada?»
Difícil decir nada. Pero es posible hacer de lo imposible algo concreto cuando los mismos poetas no se leen a sí mismos y no generan un «oficio de poeta» o más bien, una intención por querer decir algo nuevo, crear algo nuevo, como debería ser siempre en un poema: crear una realidad.
Decir nada es no saber decir con palabras propias, por eso muchos caen en la copia o en el complejo plagio; aparte, se ha tergiversado tanto la poesía escrita en Chile desde que muchos comenzaron a creerse un Parra.
La nada misma está en Becket, porque algo dice, porque es nada.
Pero decir nada es no saber decirlo.
Y muchos poetas no se encuentran; esto es, mantener su voz propia, como lo es para Cortázar el intersticio y el juego, para De Rokha el énfasis de las hipérboles, las antítesis; o para Rilke, su frase y pregunta precisa albergada en la metafísica. Éstos son poetas que dicen sin contener chistes baratos ni comparaciones vulgares, como Bertoni: «Estás en Barcelona / (a 18mil km de distancia) / y todavía / me calientas.»
Mi punto de vista es el siguiente: Un poema dice cuando encuentra su síntesis, precisión, belleza y redondez, rodeado siempre de imágenes poéticas que confundan o golpeen nuestra inteligencia: algo cercano a los poemas de Jorge Teillier, por sus imágenes llenas de significancia emocional e imposibles posibles. Quiero decir que hoy en día hay mucha poesía sin contenido, porque los autores se apresuran, no se conocen, por lo tanto, no saben decir.