Algunas cosas que sé sobre Colores descomunales
Sé que lo primero que anoté cuando leí este libro fue: «Lo único claro aquí es que no hay nada claro. Lo único nítido, es que no hay nada nítido o casi nada». Pero después, con el transcurrir de los días, he ido observando otras cosas, he ido apuntándolas y meditando sobre ellas. También he ido descartando algunas por absurdas y veleidosas. Este feliz proceso modificó en parte las primeras ideas que tuve y posibilitó que esta tarde este aquí, frente a ustedes, en esta capilla[1], presentando Colores descomunales, contándoles que cosas sé y qué cosas no sé de este libro.
Sé que aquí las mayúsculas brillan por su ausencia, que de buscarlas, hay que hacerlo con lupa. Pasa que, por ejemplo, no están en los títulos de los poemas, ni tampoco en los subtítulos de las secciones. Las vemos en la primera parte de este libro dando inicio a los poemas, como dicta la norma, pero luego, en la segunda y tercera parte, también abandonan ese barco.
Sé que cuando empiezo a creer que entiendo, algo aparece y lo desdibuja, tuerce la línea, la difumina o parte en una o más direcciones.
Sé que a ratos aquí la nitidez es un tema; que se busca, se atisba y rápidamente ella misma pierda los papeles, se desborda y anula.
Sé que en la primera sección de la tercera parte la puntuación se disloca: comas solitarias, desencajadas y algo indómitas inauguran versos; incluso, el libro entero, finaliza con un coma que cuelga de la palabra sol. Son comas impías, que no le temen al poder de los puntos ni al extraño humor del punto y coma. También hay paréntesis y guiones que se abren y que no terminan nunca de cerrarse y puntos suspensivos con delirios de punto aparte. ¡Qué decir de la columna de versos! Bien portada al inicio, ajustada hacia la izquierda, poco a poco se va soltando, y empieza, en la segunda parte del libro, a serpear, a hacer y deshacer a su antojo.
Sé que aquí más que imágenes, hay palabras, conceptos, que dan la nota, que abren y luego cierran el paso. En un poema de «implantaciones», la última sección de la primera parte del libro, se alude a este mecanismo: «la polea atrincherada, / no cuenta ni con mapa ni radiografía, / y así el cielo se desdobla, / huyen de la captura de imágenes, / que no son ni huérfanas ni crudas,» (37). Antes, en la página 20, en el poema que lleva por título «como» encontramos una acotación que complementa la explicación anterior; no la aclara, tampoco la reitera, la complementa, reitero: «Como manufactura imaginada / no por mí, resorte de imágenes y frases / entrando a la molienda, / sino que por nosotros…» (20). Un poco más atrás, en «vapores» se lleva a cabo in situ, esta molienda: «En su encierro, las imágenes / vuelan como vapor de sopa impía. / Que como quema se espera / a que se enfríe y ya no es sopa, / es la difuminada imagen de la imagen. (…)» (15).
El mecanismo muele entonces, vapores, sabores, inestables ondas lumínicas y palabras de difícil captura como nitidez o imagen. En «dista», el primer poema de la tercera parte de este libro, se manifiesta explícita, directamente un anhelo: «ansias de nitidez / de precisión / de colocar al mundo en su lugar / y contemplarlo / nitidez de los árboles / , / de los contornos / del campo y de las / terminaciones / de la cordillera / … » (73). A poco andar, la nitidez se deja vislumbrar con claridad, adopta poses de presa fácil. Casi en el acto, sin embargo, comienza a desmoronarse, a disiparse. La voz que escribe concluye «la nitidez no / da cuenta de sí / misma / se pierde en / la memoria / o en palabras / que refractan / esa / misma / nitidez» (83).
Algunas cosas que no sé sobre Colores descomunales
Qué es Centrum, tal como aparece en los poemas de «implantaciones», la tercera y última sección de la primera parte del libro: con mayúscula inicial y «um» final.
No sé de qué chucha están hablando los dos personajes ¿celestes, alados? de «dos», el segundo poema de «copiar hasta los ángeles»: «Le pidió que le contara cómo había llegado ahí. / Le pidió la verdad y dijo que para algo estaban frente a frente. / El otro le contestó: ¿qué yo te cuente cómo llegué aquí? / Dijo puta el hueón fresco huéon. / Preguntó qué se creía el conchasumadre. / Preguntó: ¿Qué cree que yo puedo contarle mi hueá porque me intereso por la suya? La cagó el hueón» (51).
No sé qué significa acrimonia. Así, sin más, me suena a un tipo de planta o a un problema a la vista, como el daltonismo o la miopía. Pero la RAE, santa palabra, dice que no es así, que no estoy ni cerca, que es: «Aspereza de las cosas, especialmente al gusto o al olfato». La segunda entrada de este célebre diccionario dice que es «Agudeza del dolor» y la tercera: «Aspereza o desabrimiento en el carácter o en el trato». Caigo en cuenta, entonces, que la palabra viene de acre, de aquello que es áspero y picante al gusto y al olfato, como el sabor y el olor del fósforo, sí del fósforo, pone la RAE que de vez en cuando se deja llevar sin medida por las cuerdas del lirismo. Va incluso más allá y mueve las aspas del molino con aguas insospechadas: lleva el término al ámbito del genio o de las palabras, terreno en el que funciona del mismo modo que lo hacen áspero y desabrido. Con todos estos datos irrelevantes en la cabeza vuelvo ahora al poema áspero que da cobijo a esta palabra de sonido florar: «árboles frutales / alineados hasta el fondo en que emerge, como desde la brisa, la suave línea de los cerros / y su áspera vegetación, / esa acrimonia contenida / en la tranquilidad de sus formas, / salvo en primavera, cuando verdea la hierba, / florecen los aromos / y el espino» (74) y tres páginas después: «acrimonia que revela / la mirada detenida en un objeto / mucho tiempo, / acrimonia de las cosas / observadas mucho tiempo, / acrimonia de esas cosas». Creo ahora que esta palabra rara, poco dada a participar en conversaciones de sobremesa, encapsula en estos últimos versos la agreste quietud de estos paisajes menores de desperdigadas casas de adobes, aromos y espinos.
Una cosa que ya sabía de Colores descomunales
Las primeras noticias que tuve de este libro se remontan al verano del 2013. De boca de su autor escuché en Casa Dinamarca, una casa hermosa de Valparaíso que se caía a pedazos[2]. Recuerdo que me gustaron mucho los poemas que leyó en esa ocasión. Pasó el tiempo y en noviembre de ese mismo año, y creo que a raíz de una conversación sobre las páginas coloreadas del Tristram Shandy que sostuve con el poeta, fui honrada con la solicitud de presentar Colores descomunales. Pasó la primavera, el verano, el festival de Viña y lo mejor, pasó la escritura de mi tesis, y el joven Anwandter me dice: «Marcela: ya tenemos fecha y lugar para el lanzamiento». Tras la euforia épica pero con escaso resto físico propia de todo doctorando tras el fin de tesis, un montón de tareas, académicas y domésticas, me impidieron hincarle el diente a Colores descomunales. Bromas aparte, recién el martes pasado me aboqué con gran esmero, debo decir, a ello. Ayer, a eso de las 11 de la mañana recibí un correo de nuestro autor que disimulando su natural y más que entendible preocupación me escribió: «Hola Marce, qué tal: cómo va todo? Este correo no es para preguntarte si te leíste el libro finalmente, jaja, sino para recomendarte el libro de Pierre Bayard Cómo hablar de libros que no se han leído. No, es broma. Parece que es bueno ese libro en todo caso». Le contesté que sí, que es muy bueno y que yo lo daba a leer en un taller de ensayo que dictaba en la Escuela de Literatura Creativa de la UDP. Acabo de ir a buscar a mi biblioteca Cómo hablar de los libros que no se han leído de Pierre Bayard. He decidido sacarlo de paseo y traerlo a esta presentación. Veo que aún tiene el precio, que está en euros y recuerdo que lo compré por tincada en la librería Central del Raval de Barcelona. Leo la contratapa y anoto parte de una de las reseñas que recibió el libro de Bayard en su momento: «El ostensible antilectualismo del título parece más anglosajón que galo; una impresión reforzada con el epigrama de Oscar Wilde: ‘Jamás leo los libros que debo criticar, para no sufrir su influencia'». Espero que lo que acabo de leerles de cuenta dé que éste no ha sido el caso, o, por lo menos, que haya logrado disimularlo.
Bibliografía:
Anwandter, Christian. Colores descomunales. Santiago: Lom, 3013.
Bayard, Pierre. Cómo hablar de los libros que no se han leído. Albert Galvany (Tr.). Barcelona: Anagrama, 2008.
[1] La presentación de este libro tuvo lugar el 28 de mayo de 2014 en la Casa de la Ciudadanía Montecarmelo que antiguamente fue un convento de las Carmelitas.
[2] Puesta al día: hoy esta casa alberga a Din 399, un centro de trabajo para técnicos, artistas y profesionales de distintas áreas y dísciplinas. Cuenta con una programación de conciertos, exposiciones y charlas y, lo mejor de todo, permite contemplar una de las mejores vistas de Valparaíso: http://www.dinamarca399.cl