¿Qué esperábamos que dijeran nuestros padres? ¿Qué palabras hubiésemos deseado escucharles en la infancia? Estas son preguntas que en el último tiempo se reiteran en nuestra narrativa, con mayor o menor fortuna. En el caso del nuevo libro de Luis López-Aliaga, La imaginación del padre (Lolita Editores, 2014), su abordaje es más que convincente: el suyo es un texto que desde las primeras páginas deslumbra por su fluidez y montaje, pero sobre todo, por su gran humanidad. Aunque el narrador se empecina en “asesinar” al padre y al abuelo, en ese acto parricida pareciera querer, sobre todo, mostrar también su enorme amor. Un amor desgarrado.
La imaginación del padre, no obstante, es mucho más que eso: no sólo refiere una escena familiar. Por el contrario, se arriesga a contar una historia colectiva, nunca antes abordada entre nosotros, la de una identidad en las orillas de Chile y Perú, la de una familia aprista exiliada en nuestro país. Es esta dimensión del libro la que lo convierte en una “forma errante” (Graciela Speranza): se trata de un relato que puede ser leído como una serie de crónicas, también como una autobiografía fragmentada o una serie de biografías familiares, en que todos los relatos van configurando un discurso sobre las fronteras nacionales, después del tiempo de la nación. Como diría Josefina Ludmer, aquí la imaginación pública se fragmenta y en el relato obra una suma de tiempos, aceleraciones y desaceleraciones, que cuestionan la división fácil entre Chile y Perú, como también entre el Perú del abuelo y el Perú actual, o entre un adentro y un afuera de la patria. En suma, La imaginación del padre es un largo cuestionario sobre las aporías de la identidad: ¿cómo ser únicamente chileno? ¿Cómo ser únicamente peruano? ¿Qué sentido tiene la fijación de una identidad amarrada a un territorio, si todo se imagina hoy desde espacios aterritoriales y temporalidades que ya no son las de la nación decimonónica? ¿Cómo rescatar el Perú del abuelo, un Perú anterior a la Guerra Fría, desde los tiempos globalizantes? El narrador del libro es, en este sentido, un viajero no sólo entre localidades diversas: se desplaza también entre los tiempos. Tiempos del abuelo, del padre y del hijo, cuya (re)creación le permite ir ordenando, montando una especie de experimento psicológico, histórico y geográfico, en que se superponen diversos momentos de su vida. Así, por ejemplo, ya no es la voz del adulto, sino más bien la del niño, la que refiere la angustia de estar esperando el regreso del padre a la casa, bajo toque de queda. El padre, enredado en sus salidas nocturnas, tarda en llegar, y es la madre quien debe salir a buscarlo. “Cada minuto que pasa es un pinchazo”, dice el narrador, actualizando esos momentos. La imaginación del padre funciona entonces como La invención de Morel: una máquina que fabrica escenas, relatos de recuerdos reales e ilusorios, todos destinados a colmar los espacios en blanco de una paternidad confusa, tan confusa como la aparentemente unívoca noción de patria.
“Luis López-Aliaga”, el narrador, protagoniza de este modo, en tanto hijo, sobrino y nieto de otros López-Aliaga de destino herido, una escena de singular funambulismo en la delgada frontera entre Chile y Perú, un país del que su familia salió exiliada por razones políticas. Y este detalle político es un nuevo atractivo de este relato, en que López-Aliaga deliberadamente hurga en el exilio pero desde una vereda distinta a la que habitualmente leemos, la del exilio chileno durante la dictadura pinochetista. Asimismo, tuerce los renglones de nuestra imaginación, cuando nos propone mirar a una familia migrante peruana instalada en Chile desde hace décadas, haciendo al mismo tiempo un guiño a la inmigración más reciente, debida principalmente a razones económicas. Así es como va construyendo una historia que no podemos situar aquí ni allá, una que se desprende de los habituales estereotipos del exilio y la inmigración para andar su propia y original ruta.
Pero el narrador/protagonista de esta historia de amor y encono, no sólo es hijo, sobrino y nieto. Es también escritor, y esto hace de La imaginación del padre un libro sobre la literatura. El hijo busca colmar los silencios de su padre no sólo inventando una patria: primero lee, luego escribe, como si en la literatura pudiera encontrar una identidad satisfactoria. Busca en los libros las explicaciones que no le ha dado ni le dará la realidad, menos aún su progenitor. En un libro amarillo y enorme, una antología poética que registra temáticas amorosas, patrióticas y familiares, el niño que fue busca “las respuestas que me debía mi padre”. El hallazgo de la prosa incesante del peruano Bryce Echeñique, “más que un descubrimiento literario” será para el protagonista “una manera de entender la literatura, quizás, como una larga conversación pendiente, un tipo de comunicación casi paranormal que contiene cierta ilusión de entendimiento a distancia, de guiño y abrazo a distancia”. Se representan, así, varias escenas de lectura, cuyo mayor interés radica en que –a diferencia de las tradicionales escenas de lectura decimonónicas, aquellas de los grandes relatos nacionales que buscaban afirmar sobre todo el vínculo del escritor con las grandes literaturas universales (esto es, con la cultura europea)—, éstas se hacen a partir de los escombros de una biblioteca. Las lecturas de Luis López-Aliaga –el mismo nombre de su abuelo, el político exiliado— son de algunos antiguos libros peruanos, literatura e historia, principalmente, que aparecen un día en la casa paterna como por encanto. Nadie explica cómo llegaron allí esos libros, ni hay una guía que ilustre cómo leerlos, en qué orden, con qué sentido. La escena que describe López-Aliaga es paradigmática, es una escena que se repite en diversas narraciones recientes, en que nuestros escritores reviven sus infancias para mostrar un relato generacional que coincide, una y otra vez: el abandono paterno/materno, la dictadura, la suma de sus lecturas espurias, desgajadas de alguna biblioteca, construidas a partir de esquirlas culturales. Pienso en Formas de volver a casa (Alejandro Zambra), Cercada (Lina Meruane), La edad del perro (Leonardo Sanhueza) y otras novelas en que la lectura desordenada y precaria se convierte en el cimiento de una nueva identidad, la identidad de un escritor en ciernes a pesar, precisamente, de esas lecturas sin orientación, que parecen verdaderos escombros de la biblioteca occidental. Los protagonistas de esas novelas parecen conformar una familia nueva: una familia sostenida por los hilos de esas lecturas bastardas.
En este sentido, La imaginación del padre es un libro autobiográfico y biográfico a la vez. Biográfico, además, a la manera de Schwob o Borges: el narrador se entretiene en narrar (magistralmente) la muerte del modernista Santos Chocano, o la trabazón genealógica de la literatura del poeta José Watanabe. Al narrar esas vidas, de algún modo completa fragmentos de la suya propia, porque este relato busca contar una historia más universal que la que marca a las familias: trata de explorar el mundo de los escritores. Esas historias, como las de Loayza, Bryce y también el amigo de la familia Luis Alberto Sánchez, todos escritores del modo en que su propio padre supone que deben ser los escritores y como quizás su propio padre quiso ser alguna vez, alimentan el archivo del autor. De modo paralelo a estas figuras enaltecidas, se encuentran también, por su lado, las otros referentes de la identidad compleja del protagonista, como Lucía de la Cruz y Los Morochucos, íconos de la cultura popular peruana que alimentan un relato sentimental, corpóreo, cuyas músicas le permiten a “Luis López-Aliaga” reconocerse como un peruano más. En parte.
En parte porque en el capítulo “Mi primer siete”, Luis López-Aliaga descubre las historias de la Guerra del Pacífico y observa, con sorpresa, el eclecticismo de la Historia. ¿Quién escribió la versión más valedera? Su acercamiento a la guerra lo lleva a ver un mundo escindido y caótico, al cual contrapone su primera composición escolar de importancia: un panfleto antibelicista, que es su modo de no tomar partido. O de tomar partido por Chile y por Perú. Por todos.
Ya Nietzsche escribía sobre la posibilidad de seleccionar las herencias. La herencia no es tan solo un mandato. Es un mandato al que podemos negarnos, que podemos rechazar. El protagonista de esta historia ha decidido, por el contrario, hacerse cargo de todo: de su nombre, del alcoholismo familiar, de la peruanidad, de la italianidad (que le viene del lado materno), de la chilenidad y la ciudadanía de escritor. Pero mientras a lo largo de su complejo periplo identitario afirma su vínculo con el Perú idealizado por la familia en el exilio –y vivido en su compleja realidad sólo por el hijo– el padre lo va perdiendo: “Mientras más me involucro, mi padre se aleja. Y no sé, su propio vínculo se va volviendo así algo mítico, sin sustento”.
Para terminar, solo quiero destacar, entre todos los pasajes bellos que propone este libro, uno que quizás sea el más evidente, pero no importa, porque es el que lo hace más entrañable. Es la imagen del padre al final del relato. Ese padre que, lejos de estar muerto –como a ratos parece decirnos el narrador–, sube a su pieza con un tazón de mote con huesillos en la mano. La despedida de una tarde de almuerzo familiar en que su figura cotidiana (y, finalmente, tan chilena) aparece despojada de todo: frágil, a punto de desaparecer.
La autobiografía suele ser considerada un fracaso, porque no se puede remontar jamás, realmente, a los orígenes (Piglia). O, como plantea López-Aliaga en su libro, porque no se puede hacer hablar al silencio, no se puede hacer hablar al padre. Pero ese fracaso tiene un reverso hermoso, y es que, con esa imagen, el texto ha logrado decir algo. Y creo que dice algo que todos los que tuvimos esos padres demasiado silenciosos, esperamos, alguna vez, poder decirles… y que ellos nos escucharan.