Ricardo Aleixo vino de Belo Horizonte, Brasil, a los EEUU para participar en un festival de poesía lusófona en la Universidad de Brown, en Providence. Luego se trasladó a Nueva York a realizar una lectura en NYU. Tengo todavía fresca la mañana que pasamos conversando entre café, fruta y chocolates polacos, y todavía me impresiona la soltura aliada al rigor con que Ricardo saltaba de un tema a otro con una coherencia y hondura impresionantes. Algunas notas sobre su trayectoria y sobre su poesía pueden encontrarse en la sección de traducciones de esta misma revista .
F Ricardo, quería comenzar pidiéndote que nos contaras un poco de tu formación como poeta…dijiste el otro día que venías del ámbito de la música popular, me interesaría entonces saber algo más de cómo se produjo esa transición, si es que fue una transición.
R Bueno, mi primer contacto con el lenguaje artístico en cuanto posibilidad de expresión ocurrió formalmente a los once años, al participar en un grupo vocal en el colegio donde yo estudiaba. Era un grupo que cantaba un repertorio bastante ecléctico que incluía a los Beatles, Caetano Veloso, Jorge Ben, Bee Gees. Era una iniciativa del professor de inglés, que también cantaba muy bien y usaba eso como práctica pedagógica, incluyendo también autores brasileños. Esto es algo que se repite en mi formación: mi primer contacto con la poesía concreta se da en la clase de matemáticas, fue un profesor de esa materia el que me los presentó por primera vez oralmente, me los hizo oír. Pero bueno, a los once años tuve esa primera experiencia con el canto, complementada por alguna formación en teoría musical. Esa experiencia fue complementada también por lo que yo considero mi verdadera iniciación artística, que fue la vida con mis padres y con mi familia: en nuestra casa siempre se cantó muchó, se oyó mucha música, recuerdo hasta la música con que mi madre me hacía dormir, una música llamada “Ricardo, o felizardo”, que era un éxito de los años sesenta. Recuerdo, entonces vivamente a mis padres cantando (mi padre más de vez en cuando, pero muy bien), tanto el repertorio brasileño como Frank Sinatra o Louis Armstrong, que les gustaban mucho. Como a los seis años, nos teníamos que acostar muy temprano, como a las siete. Pero después de comer, todos los días nuestro padre nos sentaba en sus rodillas a mí y a mi hermana y nos cantaba y nos leía en español hasta que nos quedábamos dormidos…
F ¿Y ustedes entendían español?
R Precisamente no, era como una música. También a veces en sus rodillas oíamos programas de radio con cuentos infantiles. La oralidad fue entonces siempre muy importante para mí. Y la visualidad también. Desde pequeño, antes de saber leer, mi madre me cuenta que me gustaba recortar revistas y hacer pequeños collages y montajes, sin ninguna intención artística, sólo por jugar con las imágenes y letras. Pero volviendo a una etapa más avanzada, cerca de los catorce años en el colegio comencé a interesarme en las artes plásticas, sin todavía considerarme para nada artista, eso nunca se me pasó por la cabeza. Fue recién a los diecisiete años que, quien sabe por qué, escribí una primera hornada de poemas y compuse mi primera canción. Como sabes, en Brasil no existe una distinción rígida entre lo popular y lo erudito o culto. Para mí no había contradicción entre esos ámbitos. Esos poemas, que fueron incluidos en mi libro Festín, fueron creados en estilo manuscrito, con un bic de tinta rojo, tenían entonces cierta voluntad de concreción, pero en realidad apuntaban más hacia algo dadá, algo que podríamos llamar “destructivismo”, pero una vez más sin intenciones artísticas elevadas, yo no tenía idea de que existiera la caligrafía como posibilidad de arte. A esa edad, de hecho, el ámbito artístico que más me interesaba era lejos el fútbol. Lo comencé a jugar a los diez u once años, y aprender eso fue mi primera lección de poética. De nuevo comencé por la oralidad, en nuestra casa oíamos mucho fútbol en la radio (mi familia era muy pobre, las entradas para los partidos eran caras). Entonces el fútbol entró en mi vida como práctica de narración (hay que recordar que en Brasil a los locutores de deportes se los llama narradores, lo que es una impropiedad porque en realidad sólo puede narrarse lo que ya ocurrió, no lo que está ocurriendo, pero en fin). Es impresionante el contraste entre el juego real, visto en televisión, que es frío, distante, y su narración, que es ardiente, fabulada cuando no fabulosa, abriendo otros planos de percepción de lo que ocurre en la cancha. Hasta que una vez oí el relato de un juego de Palmeras en que jugaba Ademir da Guia. Cuando había acción, el narrador hablaba rápido, luego, cuando el juego se desaceleraba, el narrador decía “Ademir, hijo del divino maestro”, porque su padre era el creador del estilo de juego que en Brasil llamamos clásico, un fútbol más elegante y apolíneo en contraste con el estilo dionisíaco del dribbling, de un juego más cadencioso. Esto siempre fascinó a los poetas, Décio Pignatari lo llama en una crónica “ademirável” (ademirable) y João Cabral le dedicó un poema. A mí ese cambio de ritmo me parecía fascinante, era una música llena de información verbal. Y un día tuve la suerte de adquirir un ejemplar viejo de la revista Placard, dedicada al fúbtol, donde había una secuencia de fotos de Ademir: para la pelota de pecho, la pelota cae, él la toma y parte corriendo. Entonces yo fui a una cancha y practiqué imitar sus movimientos: esa fue mi primera lección de poética, intentar convertirme por imitación en un jugador clásico. El fútbol se convirtió en mi gran rutina, me pasaba todo el día jugando, aspiraba a convertirme en un jugador profesional. A los dieciocho años, sin embargo, cuando yo estaba indeciso entre la poesía y el fútbol, me llegó un pelotazo en el ojo. Entonces pasé por un período difícil, tuve cinco operaciones. Fue en esa época que decidí no ir a la universidad y dedicarme a un programa de estudios al que soy fiel hasta hoy, incluyendo la práctica didáctica del paideuma concreto (con el que yo aprendí a leer) y de a poco incluyendo autores de otras zonas. Siempre me interesaron menos los dogmas de los manifiestos del concretismo que su práctica poética, especialmente la de Augusto de Campos, sin distinguir entre sus teorías, traducciones o poemas, me parecían fases diversas de una misma cosa. Esa fue mi formación como poeta, un programa disciplinado de estudios autodidacta con el que estaré ocupado aún por un buen rato.
F Hablando del concretismo, me parece que tu generación tiene una relación más libre con la herencia de la poesía concreta. Pareciera que la relación de generaciones anteriores a la de ustedes (las generaciones contemporáneas al surgimiento del movimiento concretista en los años 50 o inmediatamente posteriores a él, en los 70 y hasta 80) era más rígida, en el sentido de declararse herederos del concretismo o rechazarlo de plano, en tanto que pareciera que tú y tu generación no tienen problema alguno en aprender algunas cosas de la práctica concreta (su preocupación por la visualidad y por otras técnicas de escritura, el interés en la tipografía, los sonidos, la palabra como unidad compositiva del poema antes que el verso) y desechar otras, o bien incorporar en textos marcados por la influencia concretista facetas que ellos rechazaban de plano, como la expresión subjetiva, cierta oralidad, una dimensión política y social más explícita…
R Es exactament así: nuestra libertad frente a esos fenómenos de lenguaje es un trazo generacional; nosotros podemos ya tener cierta distancia crítica y libertad respecto a esos acontecimientos que fueron traumáticos –sin exagerar– para la escena literaria de su momento. Esa libertad no sólo se aplica al concretismo, sino a la bossa nova, la tropicalia, el modernismo mismo. La generación anterior, que se llamó a sí misma “marginal”, tuvo en cambio que plantearse en una postura de rechazo radical no sólo respecto al concretismo sino a todas las prácticas de lenguaje consideradas hegemónicas por ellos como la poesía participante, la poesía académica. Para mi generación, que es también la de Arnaldo Antunes, Ricardo Corona, es posible relacionarse con mucha libertad con esa tradición en buena parte porque vimos a la poesía concreta abrirse a un diálogo con registros y prácticas que no eran parte de su programa original. Por ejemplo, los “popcretos” de Augusto de Campos o el barroquismo de las Galaxias de Haroldo de Campos, o algunas cosas muy progresistas (hasta incluso destructivas) de Décio Pignatari, no son rigurosamente concretas. Tienen que ver con un momento en que todos ellos se interesan muy intensamente en cosas como Kurt Schwitters en Alemania… es una tendencia más bien dadaísta, filodadaísta. Entonces, ese momento de implosión de la poesía concreta nos dio la posibilidad de relacionarnos con ella de manera más libre. Para la migración de esas técnicas y experimentos una presencia fundamental es la de Hélio Oiticica. Él también ayuda a preparar el terreno para mi generación; aporta, además de la visualidad, además de ese saber que sin quererse enciclopédico aspira a ser responsable respecto a la herencia cultural y a la contemporaneidad, un elemento nuevo: el cuerpo. Él inserta el cuerpo como práctica artística, como medio incluso. Entonces cuando mi generación surge ya no tenemos esos traumas que limitaban a las generaciones anteriores: nosotros ya teníamos a Augusto de Campos haciendo una palabra portmanteau como “woodstockhausen”, inspirada en Jimmy Hendrix y Stockhausen. Si eso era posible, si los concretistas oían (oiveían, estaban “ovyiendo”) ese registro de cosas como poesía, entonces todo es posible, todo está permitido. Pero esas cosas no nos las planteamos conscientemente, eran tensiones activas en el escenario cultural de ese momento, ahora sólo las entiendo retrospectivamente.
G Con relación a la influencia concretista, recuerdo de la conmemoración de 30 años de la semana nacional de la poesía de vanguardia que tú organizaste. ¿Cómo ves ese momento, ahora que la conmemoración está ella misma distante? Porque ya entonces la poesía concreta era algo conmemorable, ya había entonces cierta distancia respecto a su surgimiento. ¿Cómo sirvió esa ocasión para puntuar esa distancia, para estructurar períodos distintos en su recepción? ¿Cómo ves ahora ese momento?
R Bueno, ese evento fue de hecho la conmemoración de los 30 años de la semana nacional de la poesía de vanguardia de Belo Horizonte, que ocurrió el 63, o sea 7 años después del lanzamiento de la poesía concreta. Mirando ahora esa conmemoración, ocurrida el 93, me doy cuenta de que aún había entonces cierta tendencia a pensar las cosas dicotómicamente. Pensábamos un poco que la generación concreta aún no había cumplido totalmente su papel, y por tanto nosotros queríamos tomar la lámpara, seguir con esa misión. Había cierta ingenuidad en eso, en el aire de entonces. Porque esa conmemoración puede entenderse sólo si nos damos cuenta de que la semana nacional de la poesía de vanguardia reedita la presencia tardía de Minas Gerais en el modernismo de los años 20. Tal como en el caso del modernismo, Minas se integró tarde a un movimiento que ya tenía un programa definido, y hasta cierta difusión internacional. Cuando la gente de Minas propone integrarse a una vanguardia participante, el movimiento estaba ya en marcha. Pero hoy en día me interesa menos pensar los programas (o, menos aún, los nombres protagonistas de esos movimientos) que leer los poemas. Eso porque entendí en qué medida los procesos de proposición y discusión de problemas fueron frágiles, en qué medida la vinculación de una intención política, ideológica, a un programa estético se dio de manera muy funcional para que también produjese buenos poemas. Affonso Ávila, por ejemplo, es un gran poeta, al margen de su vinculación con esa dimensión más experimental de la poesía brasileña (que por cierto influyó en su producción tanto como la suya en la de los concretistas: el barroquismo de Haroldo tuvo un diálogo muy propicio con ella, por ejemplo). Entonces, hoy en día yo, como uno de los organizadores de esa conmemoración, pero también como alguien que estudió con mucha atención ese momento (porque ocurrió en mi propia ciudad, donde yo participo muy activamente en la organización de eventos públicos y me intereso mucho en la relación del público con la poesía), me digo que tal vez la importancia de esa semana fue sobreestimada. Claro que fue importante que alguien como Paulo Leminski hiciera su primera aparición pública en ese espacio, por ejemplo. Pero creo que no deberíamos exagerarla como punto de inflexión del espacio cultural. Y siento también que hubo poco cuestionamiento del sentido del evento: el 63 fue un momento justo antes del golpe militar, habría que interrogarse sobre el sentido de eso más que limitarse a celebrar. También porque se tendió a excluir a personas que eran parte de la escena local pero que luego se distanciaron del movimiento: en la exposición conmemorativa estaban sólo los nombres más importantes (Affonso y Laís) y los participantes externos. Nada como el tiempo para poner las cosas en perspectiva. Lo que nos quedó fue la excelencia poética de ese par de autores que participaron en ese diálogo de la escena de Minas Gerais con la poesía concreta. El resto es sólo un programa ya datado.
F Me preguntaba si podrías hablar un poco de tu relación con el tema de la cultura negra. Me decías el otro día que te parece que en Brasil se habla demasiado de eso en relación a tu obra, que se te tiende a clasificar como “poeta de la cultura negra”, lo que te incomoda. Por otra parte, tu obra sí incluye muchas referencias a ese ámbito. Pregunto también porque me interesa el contraste entre cierta apertura que hay en Brasil respecto a la discusión del tema racial y su tabú en Estados Unidos, donde en muchos casos se lo prefiere evitar para no herir sensibilidades.
R Mi rechazo tiene que ver con cierto automatismo de las etiquetas. Me gusta citar a Platón al respecto: este perro es tuyo, y es padre. ¿Es, por lo tanto, tu padre? Yo soy poeta, y soy negro, ¿soy por lo tanto poeta negro? Es el automatismo lo que me molesta, que en cuanto aparece un sujeto con piel negra que hace poesía se lo califique de poeta negro, y como si sólo se lo pudiera leer desde esa lógica. Lo que a mí me interesa es la inserción en la escena poética brasileña (o en las líneas de fuerza de ella con las que me relaciono) de procedimientos técnico formales originarios de África y de la experiencia transatlántica, la experiencia de co-colonización de Brasil por parte de los pueblos africanos y sus descendientes. Y eso no es tarea sólo de los negros, creo que es una tarea que le compete a cualquier poeta brasileño. Y mi gran batalla ha sido crear un corpus teórico suficientemente sólido y responsable como para que sea posible apreciar las creaciones, sean las que sean, independientemente de datos como raza o género, que pueden tener relevancia mercadológica, política por cierto, didáctica tal vez, pero que desde el punto de vista del hacer poético son irrelevantes. Entonces me rebelé contra ese rótulo en un artículo llamado “multi-culti y poesía” (en alusión irónica al multiculturalismo en boga). Ahí yo citaba al escritor cubano Severo Sarduy, que tiene una serie de espléndidos orikis, que son los cantos de alabanza y saludo a las divinidades de la tradición yoruba titulados “En el ámbar del estío”. Nunca he leído una crítica que lo proclame un escritor yoruba o un afropoeta. Haroldo de Campos realizó también excelentes transcreaciones de la Biblia, sin que nadie lo proclamara un escritor bíblico. Y así sucesivamente…Josely Baptista tradujo textos guaraníes, sin que nadie la declare poeta guaraní. ¿Por qué, entonces, un escritor negro que trabaja con técnicas y temas negros tiene que ser forzosamente un poeta negro? Ese tema ocupa menos de la mitad de mi obra, son apenas diez poemas en uno de mis libros y alusiones dispersas en otros textos. Tengo también poemas que aluden a Goethe, aunque no tenga ascendencia alemana. Curiosamente, ese poema es en el fondo erótico…está dedicado a una mujer, pero es ambiguo, de manera que podría leerse como un poema gay, pero ninguna crítica alude a eso, nadie me ha calificado de poeta homosexual, el foco es siempre la negritud. Eso aparece de manera escandalosa en la antología preparada por la profesor Heloísa Buarque de Hollanda (Esses poetas – Uma antologia dos anos 90), donde en un conjunto de 22 poetas yo era representante de la poesía negra, en tanto que Josely Baptista era representante de la poesía femenina, Nelson Ascher de la poesía judía. Pero eso nunca fue explicitado en la invitación para participar en la antología.
G Me gustaría hacer aquí un paréntesis respecto a la inserción de la cultura negra en la poesía…tú recordabas el otro día una aparición de eso en las Galaxias de Haroldo de Campos…
R Efectivamente, una de las Galaxias está basada en una visita de Haroldo a un terreiro de candomblé. Yo escribí un ensayo sobre eso, que cerré con un texto de Umberto Eco, que también asistió a una ceremonia de candomblé, y escribió “¿al final, con quién están los orixás?” porque él quedó fascinado con la ceremonia, pero también se mantuvo escéptico, y se pregunta: si el pueblo se entrega tan seriamente a esa creencia, y la vive con tanta intensidad, ¿con quién están los orixás? Entonces al final del ensayo retomé ese texto en que él relata la experiencia de una muchacha de la familia paulistana que lo llevó a la ceremonia; ella fue profundamente tocada por eso y casi llegó al trance. Es una experiencia parecida a la de Haroldo. Él quedó aterrado con la ceremonia. Pero nadie nunca aludió a ese fragmento de las Galaxias, tal vez por la tendencia que hay en Brasil a diluir las tensiones, aunque es para mi gusto una de las mejores cosas que hay en esa obra. Eso no sólo ayuda a pensar mejor la obra de Haroldo, sino también a entender la contribución fuerte, activa, de los africanos, al barroco brasileño, ese primer momento formador de nuestra cultura. Eso aparece en la música, la arquitectura y la textualidad barroca… para ver eso basta leer a Gregorio de Matos, en cuya tesitura sonora aparecen a menudo referencias al lenguaje africano. Lo que me interesa entonces es reintroducir la textualidad, visualidad, sonoridad africanas en ese campo de tensiones que es la cultura brasileña y no la reivindicación de un espacio aparte para el arte y la cultura de origen africano. Pero eso es algo que ciertos sectores de la crítica y de la universidad no aceptan. Para mí sería tal vez más cómodo y ventajoso aceptar esa etiqueta…pero lo que yo quiero es volver tan compleja como sea posible la comprensión de lo que yo hago: quiero que se me lea como a Homero. No me comparo con él, pero en un cierto plano sí: hago lo mismo que él hacía, intentando producir proezas de lenguaje, propiciar una situación lo más amplia posible de un bien que no me pertenece, el lenguaje. Esa es la política de mi poética. No quiero que me comparen con poetas negros, sino con cualquier poeta, independiente del sexo o el color. Esta discusión, por lo demás, no tiene que ver sólo con como se me lee a mí, sino con cómo se lee poesía hoy en día, como síntoma de algo, sin darse cuenta de que la poesía no quiere decir, sino que dice, es una instauración en medio de lo cotidiano de lo no cotidiano, lo extraordinario.
F Aquí en la academia norteamericana se da mucho también una lectura ingenuamente política de la poesía como síntoma de identidades, en parte como reacción todavía al énfasis del New Criticism en el texto mismo independiente de su contexto muchas veces se cae en una traducción muy burda de la poesía a su circunstancia de origen, una lectura que se quiere más política pero que en el fondo no lo es, porque no comporta ningún riesgo, repite lo que ya sabemos y refuerza nuestra buena conciencia.
R Efectivamente. En ese sentido, para mí fue muy importante en los años 80 redescubrir la obra de John Cage, su obra musical (que se plantea la pregunta de qué es la música), pero también visual y poética. Él es un buen ejemplo de una obra tan inquietante (no por nada tiene como uno de sus núcleos el concepto de indeterminación) que inhibe las lecturas deterministas: pese a la conocida homosexualidad de Cage, nadie osaría abordarlo desde ese ángulo. Y los gays no reivindican su obra como propia, él no le sirve a la causa. Si uno le pregunta a los intelectuales negros si yo los represento creo que dirían que no: tal como en algún momento incorporé la cultura negra, me interesa la cultura china y el cubo-futurismo ruso, lo que es una deserción respecto al programa estricto de la identidad racial.
G Eso me recuerda la anécdota sobre el encuentro de Cage y Schönberg…
R Te refieres a cuándo Schönberg le dijo que si no comprendía la armonía se pasaría la vida dándose la cabeza contra un muro y Cage contestó que entonces dedicaría su vida a golpearse la cabeza contra ese muro, ¿no?
G Efectivamente. A propósito de eso, me pregunto cómo piensas tú la relación entre el campo de tensiones que es la cultura brasileña en relación con Europa.
R Probablemente la respuesta más sensata y sincera se remonte a mi primera infancia, en una casa con padres mucho mayores y sin mucha instrucción formal. Pero mi padre era un gran cinéfilo, los dos eran grandes lectores y se sabían dueños de ese patrimonio cultural sin ningún conflicto ni sorpresa. En mi casa, pese a la gran escasez material (no había libros porque eran muy caros), nunca tuve la sensación de que el arte y la cultura fueran territorios a los que no debiéramos tener acceso por ser pobres o por ser negros. Recuerdo un profesor que, cuando llegaba, nos leía pasajes de Los Lusíadas en voz alta para calmarnos. Eso iba entrando junto con la música popular, estaba en el ambiente. Entonces nunca distinguí entre lo que era mío y lo que no. Más adelante me beneficié de la entrada de mi hermana a la universidad, hojeaba todos los libros que le asignaban a ella y los contrastaba con mi programa personal de estudios (lo que me confirmó en mi decisión de no entrar a la universidad). Me monté una especie de autoservicio, sirviéndome lo que me interesaba en las dosis que escogía (siempre siguiendo muy de cerca la matriz concreta). También a medida que mi hermana pasaba a trabajar, comenzó a tener más poder adquisitivo y a comprar libros, algunos de los cuales eran para mí. Fue así que comencé a leer a los clásicos, por una de esas contradicciones del capitalismo: la editora Abril publicó una colección de 20 libros que incluía a Homero, Platón, Shakespeare, etc., en traducciones razonablemente buenas que yo devoré sin mucha ceremonia, sin mucha solemnidad. Esa alta cultura me llegó gracias al mercado literario brasileño, que también me permitió acceder a la obra de pensadores importantes, leí a Benjamin cerca de los 20 años como quien lee una novela.
F Me impresiona tener la impresión de que para ustedes, en Brasil, todos esos elementos del campo cultural estuvieran disponibles, en parte como legado de la poesía concreta, en parte también como bienes que circulan en el mercado…mis recuerdos del Chile de la dictadura, y el consiguiente “apagón cultural” son que era muy difícil acceder, incluso materialmente, a textos básicos de formación como los que tú mencionas, y más difícil encontrar interlocutores con los que llevar a cabo un debate acerca de ellos (al menos en mi experiencia personal).
R Claro, eso contrasta bastante con el medio brasileño, que en ese sentido tiene ciertas ventajas. Un ejemplo: la primera vez que yo me encontré con la obra de Heidegger fue leyendo una reseña de un show de Caetano en que él interrumpió la música para recitar un trozo de Heidegger. Yo me dije: si Caetano, de quien soy un gran admirador, puede leerle Heidegger al público de uno de sus shows por qué no podría yo también leerlo y entenderlo. Parece un milagro, que una estrella de la música popular como Caetano tenga este gusto por la filosofía. Hablábamos hace un momento de estrategias de ritualización de lo cotidiano. Esas estrategias me interesan tanto como las estrategias de distanciamiento de lo real cotidiano. Tal vez leer a Heidegger funciona ese sentido. No necesito leer teoría postcolonial o de género para entender que el mundo es injusto. En cambio, a veces leer a filósofos de la más remota antigüedad puede ser útil en la búsqueda de una distancia interpretativa. No se trata de pensar como ellos, ni tratar de aplicar a nuestra sociedad el pensamiento que ellos elaboraron con respecto a su sociedad, muy distinta de la nuestra. Se trata de intentar entender los presupuestos teóricos con los que ellos observaron su entorno inmediato. Eso me interesa más que las conclusiones a las que ellos lleguen. Estamos muy dentro de las situaciones y circunstancias de nuestro tiempo tan intensamente tormentoso. Muchas épocas han sido enormemente agitadas, pero ninguna época ha tenido noticia en tiempo real de su confusión, su propensión a la multiplicidad, la simultaneidad, el conflicto. Entonces, esa conciencia de lo que Haroldo llamaba “agoridade”, ahoridad, exige no respuestas inmediatas, inmediatistas, sino dispositivos de apartamiento, porque es fácil transformar cualquier idea buena en un tratado, un tratado que por cierto tiene propensidad a desmoronarse (“todo lo sólido se desvanece en el aire”). No se trata de regresar al pasado como un lugar seguro, ya no hay lugares seguros.
G Tengo otra pregunta, sobre esta dimensión crítica de tu trabajo, que siempre estuvo presente en tu poesía pero que también tiene cabida en textos de crítica, me interesaría que nos contaras un poco sobre tu formación como crítico.
R gracias a mi decisión de vincularme al paideuma concreto, llegué muy pronto a la obra de Mário Faustino. Su libro Poesia-Experiência fue, por así decirlo, mi curso de postgrado luego de haber pasado por la universidad del paideuma concreto. Sin alejarse demasiado de ese paideuma, él incorpora otras zonas, otros autores, como Jorge de Lima, que no cabía en el canon concretista. Él incorpora incluso al Jorge de Lima de los poemas negros, lo que fue para mí una primera oportunidad de comprender cómo la textualidad africana podía darse fuera de un espacio de reivindicación identitaria. Yo creo que las líneas principales de mi trabajo crítico están contenidas en ese libro de Faustino: la función social de la poesía, sobre la que él reflexionaba en los “diálogos de oficina,” todo eso lo leí apasionadamente, muchas veces en desacuerdo, pensando alternativas. Siempre muy solo, ese es el lado negativo del autodidactismo, uno carece de interlocutores reales, a lo que se suma mi tendencia a un temperamento solitario. Entonces, cuando Mário Faustino se volvió tan estimulante que me ofrecía muchas más certezas que dudas, comencé a trabajar en la biblioteca púbica del estado. Ahí leí mucho: no tenía mucho trabajo, a veces leía hasta dos libros al día, siempre mezclando varias lecturas. También muy temprano, como a los 26 o 27 años, comencé a trabajar en la prensa. Por esa época yo tenía dos columnas, una firmada Rique Aleixo, en la que hablaba de literatura y otra firmada Ricardo Brito, donde hablaba de música. Eso fue para mí muy estimulante, además era un trabajo remunerado. Entonces, la situación se volvió propicia para que yo practicara la crítica profesional, y fue entonces también cuando comencé a recibir invitaciones del medio académico. De a poco fui viendo cómo la academia se abría a algunas cuestiones a las que hasta entonces se había aproximado muy tímidamente, como la poesía concreta. Mi entrada como crítico al mundo académico fue muy pacífica porque yo no representaba a nadie, no era visto como sosteniendo ninguna parcialidad específica o predeterminada. Así seguí escogiendo mis referentes, incluso en algún momento en contra de mis gustos más marcados. Por ejemplo, en algún momento leí mucha arquitectura y urbanismo, y creo que de ahí viene un tema que podría ser mi contribución como lector y escritor, la idea de la ciudad como organismo vivo trasplantada al poema, pensar el poema como campo de tensiones, no algo dado, listo, acabado que se expone a la subjetividad, sino algo que, por estar hecho de palabras, esas cosas vivas, el poema como ser siempre haciéndose, sin nunca terminarse, siempre rehaciéndose ante nuestros ojos u oídos, recofigurándose en función del repertorio del lector o espectador.
G Eso trae una nueva dimensión a la frase de Valéry “una obra nunca se acaba, sólo se abandona”. Pero no sé si él se refería a ese inacabamiento perenne del poema del que tú hablas, pareciera que él piensa que cuando uno abandona el poema, por una u otra razón el poema queda listo.
R Y habría que agregar que Valéry es quien propone la definición del poema como indecisión entre sonido y sentido. Cuando uno abre la posibilidad de que la poesía sea sonido, uno abre la posibilidad de lo que Cage llama indeterminación, que es una zona que uno suele asociar –aun sin darle ese nombre- más bien a ámbitos como el de la canción. Uno está entrenado para comprender las palabras de una canción como verdad absoluta y a la vez mentira. Porque entre la letra y nuestra sensibilidad están la melodía, los ritmos, que nos apartan placentera o tortuosamente del sentido, y abren el sentido a los sentidos.