Qué es la calamina, sino el mineral, el carbono de cinc de nuestros techos que, como las fachadas continuas en la ciudad, escenifican esta historia, el paisaje o telón de fondo del puerto. Calamina puede ser también loción dérmica, protección y ungüento. La referencia a un elemento material en el poemario de Gladys González no es cuestión casual. En su poesía reunida Vidrio molido (Calabaza del diablo, 2011), ya daba cuenta de esto. Algo hay de precario en estos elementos. Los techos de cinc los he visto volando. El vidrio molido se junta en las cunetas, entre los adoquines; a veces en el estómago de perros que inescrupulosos esconden en su comida con aparente buena fe.
Se da inicio al libro citando a la poeta porteña Ximena Rivera (1959 – 2013), cuya Obra Reunida (Ediciones Inubicalistas, 2013) estuvo al cuidado de Gladys y Felipe Moncada. Nos queda de la cita la palabra “irreparable” y su dura imprecación. Es tal vez esta palabra citada la que articula en cierta forma el conjunto, así también lo material, lo precario y transitorio. [1]
Empecemos por el último de los elementos nombrados. El cambio de localidad, de las arterias de la capital a los cerros torcidos, interminables, del puerto, implica hacer del lugar de paso la morada. La mujer paseante, ¿incansable?, voz de estos poemas, ve una geografía y un mundo ajeno mientras se desplaza. ¿Qué ve esa mujer?, ¿añora lo que hay dentro de esas casas? La ventana surge como marco de una escena privada a la cual no puede acceder, pues su lugar está en la calle. Lo transitorio, lectura que hace Magda Sepúlveda en Ciudad Quiltra. Poesía chilena 1973 – 2013 (Editorial Cuarto Propio, 2013), y que rescata Lorena Amaro en su presentación del libro de Gladys, es ciertamente un eje de Calamina y de toda la obra de la poeta.
Respecto a lo precario, tanto como elemento transitorio y frágil, se presenta en una condición material y espiritual, no tan solo en la voz hablante, sino en el mundo que representa. Los pantalones abajo del hombre en el poema, más allá de la escena brutal, nos remiten a la advertencia que leíamos en Aire Quemado “no te quiero muerta / no te quiero / tirada en la calle / con la ropa interior / en las rodillas / las medias rotas / alrededor de tu cuello / amarradas”. En Calamina desemboca esa violencia imaginada, pero contenida en el poema anterior, lo particular es que le ocurre a un hombre, y la voz poética registra ello en su tránsito por los “pequeños espacios del dolor / que permanecen silenciosos”.
La dialéctica entre espacio personal y espacio público que Gladys suele presentar en sus poemarios, se despliega en Calamina en la fragilidad de momentos precarios, cuya empatía solo depende de la experiencia. Me explico, hay que estar siendo devorado por el hambre (“¡hambre, hambre, hambre!”, diría M. Rojas) para entender la confidencia, de lo contrario es mirada ajena, compasiva. La lectura en algo endosa al lector esa precariedad. De cierta forma, se suscita en el lector la ilusión de “lo vivido”, se le invita a que viva la experiencia literaria como si se tratase de una experiencia real o, para ponerlo en otros términos, se le incita a enfrentarse al “vértigo de los acantilados”.
El ripio, escombro y cinc, son metáforas materiales de un sujeto escindido por lo irreparable. Se nos dice en el poema “Insomnio”: “la escena / está en la más completa indefensión…”, y más adelante, “como si la borra del pasado / aturdiera los sentidos / encadenando voces / y rostros / como perros rabiosos / al solitario jardín del exilio”. La precariedad de la escena, su indefensión, deviene en exilio. Las maletas son parte de este imaginario. El poeta es un ser en eterno exilio, y vaya que se ha derramado tinta al respecto.
Avanzamos en el texto, como acompañantes de la voz, para toparnos con esa luz en el puerto, la aparente redención, el punto de fuga. Surgen estos versos: “todo está bien, pajarito ciego / aún cabes en un solo abrazo”. Ciertamente, un gran paréntesis del libro, como si de un gran abrazo se tratase, los brazos extendidos conteniendo lo irreparable, un sujeto/juguete roto, que toma lugar en un otro que lo comparte y lo repara: “antes de dormir / ella escribe en su oído eres mi casa”. Materialidad y afecto.
Junto a estos versos de carácter personal, la voz hablante que transita en estas líneas da cuenta de un paisaje: ¿crítica cultural?, ¿o simple constatación de los hechos?: “un paisaje / de metales quemados / enredaderas silvestres / hombres solitarios / hurgando en la basura / de casas demolidas”. ¿Acaso un vaticinio? Valparaíso llevaba por nombre “Aliamapu”, es decir, “tierra quemada”. La estancia en estos lugares bien puede ser una temporada en el infierno, todo parece tornarse irreparable. Hay dolor, desolación, precariedad, y es difícil seguir tratando el tema.
Aun así, a pesar de lo anterior, la idea de la carretera, la ciudad nueva, implica cambio, transformación, redención, en cierto sentido, dejar atrás lo irreparable: “olvidar el sabor amargo / de un invierno pobre, oscuro y frío / congelado como una postal / entre los recuerdos de la bahía”. Esto es posible al lugar móvil de la hablante, a su eterno transitar. Pensamos en que todo ese mundo pequeño y cálido que parece ajeno ya forma parte de la voz, esa luz anaranjada bajo la puerta es parte de ella. Hay un otro en quien refugiarse.
Coda: En el poema “Habitaciones” la poeta se pregunta “de qué sirve este oficio, de marcar el paso en los terminales / con el frío destazando los huesos / de refugiarse/ en las citas de los poemas / que te hacen llorar / cuando te encuentras solo”. Difícil responder a tal pregunta cuando el refugio de la literatura parece ser tan personal. Difícil también responderlo cuando Valparaíso se deja abrazar por incansables llamas. Es todo desolación, y lo decimos desde afuera, sin poder dimensionar bien todo ello. Ciertamente hay dolor, pero también hay resistencia, aguante. Qué puede hacer la literatura en todo esto, poco, tal vez nada. ¿Y el oficio, el poeta? Esbozo simplemente una idea. He visto durante estos días a la poeta en cuestión preocupada por su gente. Nos mantiene notificados de todo lo que ocurre en el puerto, comparte cada información relevante, se mantiene alerta. Alguno diría, no hay que ser poeta para llevar a cabo esto, un periodista hace lo mismo[2]. Le respondemos, la información de los medios es parcial, mantiene un discurso hiperbólico, ajeno (“tsunami de fuego”, “terremoto de fuego”, rezaban ciertos titulares). Otro burdo ejemplo: “Periodista de TVN: ¿Por qué se vienen a vivir a un lugar tan peligroso?; Damnificada: Los pobres no elegimos donde vivir”. Hay desconocimiento, compasión, sensiblería barata, mirada desde afuera. Lo del poeta es distinto solo por estar ahí: se involucra, no tiene que traducir a su gente, la comprende y comparte su dolor. Se reiteran las ideas, la precariedad, lo irreparable, lo material y transitorio, todo esto pasa en el Valparaíso en estos momentos como así pasa también en la poeta. Pero siempre hay una luz[3], insistamos, un otro en quien refugiarse. En eso estamos en estos momentos, no nos queda otra.
[1] “es probable que lo irreparable / continuamente aplastado / salte delante de nosotros / con esa necesidad que tiene / de imprecarnos con dureza” (Ximena Rivera)
[2] En algunos versos del poema “Asfódelo: esa flor verdosa” de William Carlos Williams se señala: “Es difícil / obtener noticias de un poema / aun cuando los hombres mueren miserablemente cada día / por carecer de aquello que se encuentra en los poemas”.
[3] En el mismo poema de WCW hay algo de esa luz: “Por eso / me alegré / cuando supe / que hay flores también / en el infierno”.