Es difícil imaginarse a Houellebecq dentro de un futuro canon junto a Stendhal o Flaubert, pero como cronista de nuestros tiempos, como “agudo observador de la realidad contemporánea”, para usar las mismas palabras con las que el narrador de La posibilidad de una isla se autodescribe irónicamente, hay pocos escritores vivos que puedan competir con él. No se trata de que sus novelas sean torpes proyecciones de ideas preconcebidas. Michel Houellebecq, francés, amante de la polémica, best seller, amado y odiado cual estrella punk, maneja con soltura las exigencias del relato tradicional y cuando lo necesita arma personajes convincentes, utiliza el diálogo con precisión, narra con habilidad. Pero una concepción de la novela exclusivamente literaria -si es que existe algo así- lo apasiona menos que el comentario social, la paradoja, el problema moral. Especialmente desde Las partículas elementales a La posibilidad de una isla , su último libro, sus observaciones -mordaces, brillantes, irresistibles y cada vez más abundantes- dan vueltas sobre los mismos ejes: cómo el poder económico o erótico son los únicos que la sociedad respeta; la manera en que el individualismo, la competencia y la innovación que incentiva el capitalismo son finalmente antagónicos con la “fidelidad, la bondad y el deber”; la sobrevaloración de la juventud como el germen que podría disolver el mundo como lo conocemos; la peligrosa alianza entre alta tecnología e ideología. Sí, detrás de sus descripciones pornográficas -duras pero más medidas que lo habitual en La posibilidad… – y de sus virulentas diatribas contra lo políticamente correcto -que ahora van desde la religión a Nabokov-, en Houellebecq se esconde, no es raro, un moralista. Por ejemplo: “… yo me hacía bien pocas ilusiones sobre el amor físico. Juventud, belleza y fuerza; los criterios del amor físico son exactamente los mismos que los del nazismo”. O al hablar de la vejez, tema que está en el corazón de La posibilidad… : “No sólo los viejos ya no tenían derecho a follar, dije con ferocidad, sino que no tenían derecho a rebelarse contra un mundo que no obstante los aplastaba sin comedimiento, convirtiéndolos en presa indefensa de la violencia de los delincuentes juveniles antes de aparcarlos en morideros asquerosos (…) en resumen a los viejos los trataban en todos los aspectos como puros deshechos a los que se les concedía una supervivencia miserable, condicional y cada vez más estrechamente limitada”.
El verdadero talento de Houellebecq está en enlazar este tipo de observaciones, aquí pálidamente reproducidas fuera de su contexto, con la narración novelística, de forma que el libro no termine convertido en un pura voz comentarista. Entre la decena de recursos que utiliza uno, muy importante, es el humor (“La vida sexual del hombre se divide en dos fases: la primera en la que eyacula demasiado pronto, y la segunda, en que ya no se le pone dura”). Otro es incorporar una mirada distante, esto es, crear un narrador muy lejano de la acción que, casi como un extraterrestre, comente con cierto tono entre clínico y sorprendido. El recurso es perfecto, ya que causa misterio (¿quién es esta persona? ¿desde dónde habla?), se incorpora a la trama y, por sobre todo, permite crear la mirada característica de Houellebecq, despojada de romanticismo, económica, biológica, neomarxista, ruda, donde las verdades saltan como conejos que huyen de una retroexcavadora. Es cierto que en La posibilidad de una isla hay abusos de esta forma y resulta por momentos algo redundante, excesiva, fuera de control, pero el lector puede dejarlo pasar tal como muchas veces aguanta la verborrea de un amigo muy simpático o las pesadeces de uno muy inteligente. Houellebecq, después de todo, es un poco las dos cosas.