Las espartanas Ediciones Tácitas -reunidas elocuentemente bajo el signo del silencio musical- han vuelto a darle con el palo al gato. Si antes fue con el primer libro de poesía de Juan Cristóbal Romero, titulado Marulla, hoy lo ha hecho con la reedición de Catulo/Marcial, un conjunto de traducciones más o menos libres que Ernesto Cardenal publicara originalmente en México en 1962. Puesto que fue sacerdote católico, uno podría pensar que el poeta nicaragüense es un eximio latinista, y que desde es pequeño altar ha elaborado sus versiones. Pero no es así: Cardenal se sirvió de traducciones inglesas. Ya que el resultado tiene fuerza y belleza, para el caso prácticamente da lo mismo esta información.
La anécdota sí es importante para entender la naturaleza de la traducción en poesía, sobre todo si tenemos acceso a otras traducciones de Catulo y Marcial, filológicamente correctas, pero en general tiesas y pobres en brillo e invención. Es en este escenario acartonado donde uno vuelve a repetir la cantinela de que la poesía es aquello que no se deja traducir, y que toda traducción es una traición, pese a que esté animada por los deseos -muchas veces excesivamente aprensivos- de querer mantenerse fiel a la letra original. Fernando Pérez Villalón, estudioso de este tema, llama a esta postura «traducción melancólica», a la cual opone una «jubilosa», en la que la tarea del traductor no se revela como una insufrible cuesta empinada, sino más bien como un tobogán lleno de posibilidades. Catulo/Marcial pertenece claramente a esta segunda descripción, en la que se es fiel en la medida que se ejerce una libertad no culposa.
Con estos versos termina el capítulo dedicado a Catulo, poeta de lengua suelta que frecuentó los círculos de la llamada juventud dorada (delicata iuventus al decir de Cicerón), más interesados en la cultura griega helenística que en los ideales de la antigua Roma:
Si estáis dispuestos a ir conmigo, mis amigos,
dondequiera que el destino me lleve,
decid a mi amada estas pocas
y no buenas palabras:
que viva feliz con sus amantes,
los trescientos a los que ella se entrega a la vez
y de los cuales no quiere a ninguno
aunque tiene acabados a todos.
Y que ya no se preocupe por mi amor
como antes, que mi amor por su culpa ya cayó,
como cae, en el final del prado, la flor
que el arado roza al pasar.
¿Por qué se reedita en Chile este libro? Sin duda no sólo porque se trata de buena poesía. Desconozco si alguien lo habrá advertido ya, pero por estos pagos las referencias a la poesía latina han proliferado. Armando Uribe de joven hizo versiones veladas del mismo Catulo, y más recientemente Leonardo Sanhueza también ha hecho algo parecido. De manera más directa, Matías Rivas y Antonio Cussen han publicado dos libros que un lector desubicado podría tomar por obras originalmente concebidas en latín, mármol incluido. Todos estos autores están lejos de querer «imitar» los modos romanos. El gesto es otro: recuperar ese viejo estilo, directo y aterrizado, ya sea para la queja como para la celebración, donde el despecho y los ajustes personales se largan sin la necesidad de recurrir a figuras blanqueadas, evasivas. Dice Marcial:
Ese Mausoleo de enfrente nos incita a la vida
recordándonos que hasta los Césares mueren.
Este texto fue publicado previamente en La Nación el 15.7.2004
Las espartanas Ediciones Tácitas -reunidas elocuentemente bajo el signo del silencio musical- han vuelto a darle con el palo al gato. Si antes fue con el primer libro de poesía de Juan Cristóbal Romero, titulado Marulla, hoy lo ha hecho con la reedición de Catulo/Marcial, un conjunto de traducciones más o menos libres que Ernesto Cardenal publicara originalmente en México en 1962. Puesto que fue sacerdote católico, uno podría pensar que el poeta nicaragüense es un eximio latinista, y que desde es pequeño altar ha elaborado sus versiones. Pero no es así: Cardenal se sirvió de traducciones inglesas. Ya que el resultado tiene fuerza y belleza, para el caso prácticamente da lo mismo esta información.
La anécdota sí es importante para entender la naturaleza de la traducción en poesía, sobre todo si tenemos acceso a otras traducciones de Catulo y Marcial, filológicamente correctas, pero en general tiesas y pobres en brillo e invención. Es en este escenario acartonado donde uno vuelve a repetir la cantinela de que la poesía es aquello que no se deja traducir, y que toda traducción es una traición, pese a que esté animada por los deseos -muchas veces excesivamente aprensivos- de querer mantenerse fiel a la letra original. Fernando Pérez Villalón, estudioso de este tema, llama a esta postura «traducción melancólica», a la cual opone una «jubilosa», en la que la tarea del traductor no se revela como una insufrible cuesta empinada, sino más bien como un tobogán lleno de posibilidades. Catulo/Marcial pertenece claramente a esta segunda descripción, en la que se es fiel en la medida que se ejerce una libertad no culposa.
Con estos versos termina el capítulo dedicado a Catulo, poeta de lengua suelta que frecuentó los círculos de la llamada juventud dorada (delicata iuventus al decir de Cicerón), más interesados en la cultura griega helenística que en los ideales de la antigua Roma:
Si estáis dispuestos a ir conmigo, mis amigos,
dondequiera que el destino me lleve,
decid a mi amada estas pocas
y no buenas palabras:
que viva feliz con sus amantes,
los trescientos a los que ella se entrega a la vez
y de los cuales no quiere a ninguno
aunque tiene acabados a todos.
Y que ya no se preocupe por mi amor
como antes, que mi amor por su culpa ya cayó,
como cae, en el final del prado, la flor
que el arado roza al pasar.
¿Por qué se reedita en Chile este libro? Sin duda no sólo porque se trata de buena poesía. Desconozco si alguien lo habrá advertido ya, pero por estos pagos las referencias a la poesía latina han proliferado. Armando Uribe de joven hizo versiones veladas del mismo Catulo, y más recientemente Leonardo Sanhueza también ha hecho algo parecido. De manera más directa, Matías Rivas y Antonio Cussen han publicado dos libros que un lector desubicado podría tomar por obras originalmente concebidas en latín, mármol incluido. Todos estos autores están lejos de querer «imitar» los modos romanos. El gesto es otro: recuperar ese viejo estilo, directo y aterrizado, ya sea para la queja como para la celebración, donde el despecho y los ajustes personales se largan sin la necesidad de recurrir a figuras blanqueadas, evasivas. Dice Marcial:
Ese Mausoleo de enfrente nos incita a la vida
recordándonos que hasta los Césares mueren.
*Este texto fue publicado previamente en La Nación el 15.7.2004