Libro de plumas
Carlos Labbé
Santiago: Ediciones B, 2004. 174 páginas.“Mi primer pensamiento se dirige a ti”: Libro de plumas, la primera novela de Carlos Labbé, comienza con esa línea. Es una frase de fascinación y deseo que, al repetirse un par de párrafos más abajo, se torna religiosa por una sola significativa variación: “mi primer pensamiento se dirige a Ti.” Aunque en general no diría que el título o la primera línea de un texto puedan dar la clave de su lectura, sobre todo de un libro polifónico y complejo como éste (o de cualquier buen libro), sí creo posible pensar que esta diferencia entre la primera línea y la más abajo que, al repetirla, articula una distancia y la transforma en otra cosa, hay una insinuación en tono menor acerca de dos temas que van entretejiéndose en esta historia: el amor y la trascendencia (estas dos grandes palabras Libro de plumas no las dice en ninguna parte; se susurran en siseo, en sugerencia). Esto no dice quizás demasiado; son muchas las novelas que de una u otra forma refieren estos temas o se construyen en torno a ellos. Más precisamente, entonces, lo que quisiera es formular de qué forma particular Libro de plumas se extiende en diferentes direcciones entretejiendo en su narración, como en una suerte de variación musical (un infierno musical, quisiera escribir, pero no es del todo infierno), una historia de amor y una historia acerca de las posibilidades de trascendencia frente a la muerte, con toda la ternura, el misterio y el pudor que ellas pueden tener, con casi las mismas letras en su narración.
Mientras Máximo Doublet escribe una biografía sobre el Padre Lacunza e inicia una relación con Ana Irízar, su padre desaparece buscando pájaros en la cordillera. Esta historia continúa y complica otras anteriores; Máximo había tenido una relación con Josefina, hermana de Ana; tampoco es la primera vez que Doublet padre desaparece, y el padre de las muchachas tuvo que ver con ello. La narración se interrumpe (o más bien, se expande) no sólo con el recuento de esos años anteriores y de los complicados vínculos entre las dos familias, sino también con la historia de Lacunza y las breves, fascinantes necrologías de la familia Labé (no la del autor, presumiblemente, sino de la madre de las muchachas).
La historia de Máximo y los otros personajes extiende sus hilos hacia el pasado para desarrollar su desenlace, para entender el presente (“No hay mañana sin ayer”, pienso ahora, y las implicaciones políticas de una frase como esa están también en el relato, si bien de un modo personal, no ideológico). No es casual que se insista en el Padre Lacunza y su “Venida del Mesías en Gloria y Majestad”, en el Apocalipsis de San Juan, en los fantásticos obituarios de decadente estirpe de los Labé. Un texto escrito en Patmos hace casi dos mil años o las relaciones de las muertes generalmente grotescas de abuelos remotos pueden dar la clave de un momento que todavía no aparece. Tanto como del amor y la trascendencia, esta novela habla de la historia y de las versiones sobre ella. En un episodio, conversando con Renato Irízar, Máximo hace una crítica de la memoria:
“Las memorias genealógicas en general son espantosas […] No me refiero solamente al estilo con que están escritas, sino a que le ponen atención a las grandes proezas. Guerras, duelos, empresas, querellas religiosas, incendios, descubrimientos. Lo que enorgullece a los abuelos, a ver si me explico. Los otros asuntos, los abandonos, el aburrimiento, los abusos, las enfermedades, los engaños, las esperas que se alargan y nunca terminan. Eso no aparece en las memorias, porque así no se forja una estirpe. Así se acaba, eso lo sabía Josefina, la conozco.” (62)
En la memorias genealógicas de esta novela se insiste justamente en eso que se esconde, en los temores finales, en una estirpe que se mira a sí misma decaer. Esta mirada no toma en Libro de plumas la forma del descubrimiento de la verdad de la historia, sino el descubrimiento de la historia como engaño, o como vanidad de vanidades; la mirada de esta novela constituye una señal, un aviso de la existencia de esos deliberados silencios del relato mismo que la constituye y del relato histórico en que se inserta. Hay algo que develar, parece decir esta novela, pero no se trata de desnudar ese algo sin más –tarea imposible, por otra parte. Se trata, si se quiere, de enumerar morosamente los retazos individuales de una historia que existe, que se deshilacha, pero no se desvanece (como la historia de Chile, quisiera escribir, pero no me atrevo). En algunos momentos Libro de Plumas me recuerda El sueño de la historia de Edwards, pero con uno o dos tonos menor, en sordina, con una lentitud y una ambigüedad más pronunciadas.
Unas palabras respecto a la estructura del relato. Explícitamente, corresponde al Cuarteto para el Fin de los Tiempos de Oliver Messiaen. Cuatro partes y también cuatro narradores: Máximo, su madre, Ana, Renato. Pero, como ocurre en las buenas novelas, no se sabe del todo cuál lectura hacer, y quizás los cuatro elementos no son estos, sino Lacunza, la saga de los Labé, el triángulo de Máximo, Ana y Josefina, la peligrosa historia de los Irízar y los Doublet. O las narraciones enmarcadas; el relato de horror infantil del hombre que convierte las piedras en oro, la historia tan borgeana del Simfur, las dos versiones de un cuento sobre dos gatas, Cristo en los recuerdos infantiles de Máximo y Josefina. Cabe también mencionar que tampoco los cuatro narradores son solamente cuatro. Esta novela tiene el difícil mérito de ser sutil y múltiple manteniendo intacta la vergüenza y el peligro de contar una historia: ni renuncia a la exactitud de su estructura ni depende por completo en ella.
Uno de los aspectos más interesantes de Libro de plumas radica quizás precisamente en cómo enfrenta el peligro de contar un relato. Siempre, al hacerlo, es necesario apostar por un concepto de historia; aquí, la balanza se inclina por una teleología que la novela promete y no quiere cumplir del todo tanto respecto de la estructura como respecto de los temas principales. Carlos Labbé esquiva situar inequívocamente ese complicado espacio final que debiera ordenar el sentido del cuarteto: dónde y cuándo ocurre el fin de los tiempos. Todos los hilos de la historia apuntan a varios posibles desenlaces, pero de súbito el final parece tratarse de la suspensión de toda resolución posible -sin corte, empero. Las líneas se sugieren, y se indican, y hay peligro en esa sugerencia, y dan ganas de preguntar cuál es el final de la historia, pero la condición misma del relato señala el peligro de esa pregunta y hay que morderse los labios. No hay nada en este libro, entonces, de eso que según Doublet enorgullece a los abuelos, pero sí de lo que podría tener sentido para los hijos: escarbar en lo oculto de la historia para luego darle un manotazo a la lectura final (sin un titubeo lírico o vanguardista; más bien un titubeo humano): el fin de una estirpe, de un país, el incierto comienzo de otra, la posibilidad de la esperanza, y un protagonista que tiene un pie en el final de la historia y otro, a medias, en el comienzo de ese sueño.