“El romance es un poema característico de la tradición oral, y se populariza en el siglo XV, en que se recogen por primera vez por escrito en colecciones denominadas romanceros. Los romances son generalmente poemas narrativos de una gran variedad temática, según el gusto popular del momento y de cada lugar. Se interpretan declamando, cantando o intercalando canto y declamación.” (Wikipedia)
“Usted, señor lector, tiene en sus manos un objeto numerado, parte de una serie de 5 libros que ella se ha propuesto inventar, de los cuales este es el segundo”, me informa la solapa gris perlado del segundo volumen de Los romances, de Sybil Brintrup, Ella y las lechugas. Texto sinfónico. (2005) Luego de un epígrafe de Leonardo da Vinci y una foto en colores de un par de sillas sobre un piso de madera, en una sala vacía en uno de cuyos muros se proyecta una imagen de las mismas sillas, un texto encuadrado en una silueta como de casa nos informa del
(Guión de Lectura
Primera parte:
Páginas impares.
Leer el texto inferior derecho a través de un espejo
pequeño
Segunda parte:
Páginas impares.
Leer el texto de pie sobre una silla-escalera.
Páginas pares:
Paralelamente a lo anterior, las letras del abecedario,
fonadas a dos voces. Una de ellas yace sobre un objeto
que oscila y se escucha amplificada. La otra en off. )
Es sólo a partir de ese punto que las páginas están numeradas, partiendo por la cinco, en la que se encuentra el título de la primera parte. Las letras del abecedario impresas en las páginas pares, una por página, van describiendo un círculo, generalmente acompañadas de descripciones fonéticas de su sonido, como por ejemplo el de la A: “Sonido vocal, cuyo punto de articulación equidista de los puntos correspondientes a las vocales i y u. Cuando se articula se observa la lengua suavemente extraída en el piso de la boca. Aplicando la mano en el pecho, cuando se articula la a, se perciben las vibraciones.” (6)
El alfabeto avanza inexorablemente, por algún motivo omitiendo la letra I (la página 22, que le correspondería, está en blanco), hasta llegar a la Z, y desde ese punto las páginas pares están ocupadas por diversas variantes de la palabra “Chile” deletreadas, junto a varias series de vocales, en algunos casos precedidas por la indicación “Coro”:
Ceacheí
Chí ááá
Elée ééé
lé ííí
Chí chí chí óóó
lé lé lé úúú
Viva Chile (60)
Recién en la página 66, aparece el círculo completo del abecedario, justo antes del índice.
Las páginas impares de la primera parte contienen una serie de poemas numerados del 1 al 11. Varios de ellos están escritos desde la perspectiva de un «hablante lírico» vegetal: «Yo ser vivo / yo planta, / tengo dos grandes componentes / uno es la materia de la que estoy hecha / y el otro, algo no material / una fuerza que me capacita / para efectuar trabajos diversos /típicos del ser vivo.» (11) A todos les sigue un texto impreso en una fuente más pequeña y una frase entre paréntesis, escrita al revés, de manera que, como señalaba el «Guión de lectura», solo puedan leerse mirándolas en un espejo (como ocurre con varios manuscritos de Leonardo da Vinci, que escribía al revés para mantenerlos en secreto)
Los poemas de las páginas impares de la segunda parte tienen títulos en altas o en itálica, y van seguidos en cursiva de los nombres de diversos tipos de lechuga. Todos los que tienen título en cursiva concluyen con la indicación, entre paréntesis “(Lo digo yo / con mi voz)”. Los textos de las páginas impares de la tercera parte se titulan todos “RETRATO”, excepto el último, titulado “RECETA”. Después vienen el índice, la firma de la autora y la numeración del ejemplar, seguida por tres rombos de tamaño creciente con los datos de la obra y la edición. La solapa trasera (me sale casi escribir “a la salida del libro”, hasta tal punto se trata de un espacio al que uno ingresa al internarse en él) nos informa que “La obra LOS ROMANCES comenzó en Bélgica en 1984 con Almuerzos de Lechugas. Se compone de impresos, envíos postales y de presentaciones, que reflejan el registro de acciones con los objetos que estructuran la investigación.”
Se podría realizar un ejercicio descriptivo semejante con el otro volumen que tengo, el tercero de la serie (publicado el 2009), cuyo rojo contrasta vivamente con el más sobrio gris perlado oscuro del que acabo de recorrer, y que repite muchos de sus gestos agregando otros distintos, o con el primer volumen de la serie (Los romances. Ella y las ovejas, de 1995), con su portada dorado pálido. Se trata de objetos que invitan a este tipo de lectura que se centra en las minucias de la composición, en la organización del libro como un objeto físico, pero también como un espacio que se recorre, y como un libreto para una serie de acciones: como un guión, una obra de teatro, o una partitura, en la tradición de Mallarmé y de tantos otros que han intuido que la letra impresa en negro sobre blanco invita a una ejecución que acerca el poema a la música, no sólo por su incursión en la dimensión temporal, tímbrica, vocal y rítmica, sino también por su pureza, por su falta de mensaje y contenido, por su resistencia a la tiranía de la comunicación y del tener que decir algo.
¿Qué me dicen estos libros? Han estado en mi escritorio, en las pilas de lecturas pendientes, ya por varios meses, desde que una amiga me contó que le habían llegado y me preguntó si me animaría a hacer algo con ellos. No tengo del todo claro ahora si estoy haciendo yo algo con ellos o ellos conmigo. Me obligan a entrar en su juego. Me irritan un poco por la desenfadada e impertérrita persistencia con la que siguen su curso. Me desconciertan por el contraste entre la elegancia de la edición (tapa dura, cinta marca-páginas de satín, papel couché, un tamaño algo mayor que el de un libro normal) y la deliberada banalidad del tema, que me recuerda la obsesión de Ponge con el bosque de pinos y una serie de objetos supuestamente desprovistos de importancia, solemnidad o sublimidad. Me digo que hay incluso, en el paso de las ovejas (y las vacas con las que la autora ha dialogado antes) a las lechugas y los fardos de pasto un descenso de lo animal a lo vegetal que exacerba esa voluntad de no tratar un tema trascendente, de alejarse de lo humano y centrarse en objetos carentes de todo drama.
Estos libros comparten ese impulso prosaico que Ponge definía como “un esfuerzo contra la poesía”, pero a diferencia del libro de Borchers a propósito del que recordaba esa frase, en otra reseña, o de los cuadernos de Leonardo que la propia autora cita como epígrafe, no hay aquí un esfuerzo sostenido por aprehender el mundo de manera rigurosa a través de una escritura abigarrada y minuciosa, sino un registro más lúdico y suelto, no siempre inspirado y a veces algo flojo, en todos los sentidos, pero en general de una soltura de cuerpo que viene bien como antídoto contra la grandilocuencia a la que tienden los poetas. Como contra las cordilleras y ríos de Chile de Zurita (aunque no tan lejos de sus vacas), estas lechugas y fardos de pasto parecen reírse de mí, o esforzarse en hacerme reír, como un buen comediante, sin que se les mueva un músculo, obstinada y rigurosamente persistiendo en su rutina (no se me olvidó jamás la escena de Ridicule, de Patrice Leconte, en la que le explican al protagonista, un provinciano recién llegado a la corte real en la Francia del siglo XVII, creo, que no debe jamás, por ningún motivo, reírse de sus propias bromas). Los textos de Brintrup tienen algo de esa comicidad casi conmovedora por lo frágil y y obstinada (todo comediante bordea la obsesión, exagera un poco nuestras obsesiones y, al distanciarlas, nos deja reírnos de ellas), que aparece también con frecuencia en sus videos (algunos de los cuales pueden verse en su página web).
Pero no. Estos Romances no me conmueven. No hay pathos en ellos, desgarro, catarsis. Hay sí, ciertamente, pasión, y porfía, ternura, pero también un distanciamiento brechtiano que evita una relación principalmente emocional con la obra, y una fragilidad como la de los vegetales, que arrancados de la tierra duran poco. Una fragilidad que contrasta con el formato del libro, a su vez una suerte de planta, con hojas y fibras, y savia que circula suavemente por sus venas, acercándose a la luz que les da vida, la del ojo que recorre sus dibujos, la del cuerpo y la garganta que los leen en voz alta. En una exposición actual de obras de Ed Ruscha en la galería Gagosian, de Nueva York pueden verse cuadros de libros no tan diferentes de estos, en un paradojal homenaje al libro como objeto físico en una época en la que por momentos pareciera que se trata de un soporte destinado a desaparecer. Sin nostalgia ni solemnidad, estos volúmenes de Sybil Brintrup nos hacen cómplices de un juego complejo que no se termina en su última página, sino que se prolonga en la pantalla del computador en la que vemos la puesta en escena de algunos de ellos en un formato de performance, o en la pantalla del computador en la que ahora termino de digitar esta reacción, esta respuesta a su refractaria textura.
“En el fingir las palabras la poesía supera a la pintura…” es el epígrafe del Tratado de pintura de Leonardo que abre el primer libro de la serie, Ella y las ovejas. La frase remite a las comparaciones que propone Leonardo entre la pintura y la poesía, afirmando contra una larga tradición literaria la superioridad de la pintura. El pasaje completo afirma en realidad: “El único oficio del poeta consiste en fingir palabras de personas que hablan unas con otras, y sólo estas palabras ofrece al sentido del oído como naturales, pues lo son en sí en cuanto creaciones de la voz humana. En todos los demás casos, el pintor lo supera.” Y, un poco antes, “Diremos, en resumen, que la poesía es ciega, que opera principalmente sobre los ciegos, y la pintura sobre los sordos; y por eso la pintura puede reclamar para sí más alta dignidad, ya que sirve a un sentido superior.” No hay peor sordo que el que no quiere oír, ni peor ciego que el que no quiere ver, afirma el dicho. Ciegos y sordos, pero no del todo mudos, estos libros no sólo se miran sino que se tocan, me tocan, te tocan. Te toca.