En la tradición pictórica el carboncillo es un material que se utiliza para hacer bocetos que a medida que avanza la obra van desapareciendo, borrados o cubiertos por las capas de pintura. Comparado con el óleo y el acrílico, incluso la tinta o el grafito, parece de una modestia extrema: el carboncillo es el primero en llegar al papel o la tela pero es también el primero en desaparecer. Joaquín Cociña (1980) ha elegido este material de apariencia poco noble para su obra, que está muy lejos del boceto o la fase previa de una pintura. En los dibujos de Cociña no hay un ‘por venir’ sino una imagen plena. ¿Por qué el carboncillo? Observando sus trabajos, conversando con él, leyendo sus mensajes, mi respuesta es que Cociña eligió este material porque le era cómodo, se ajustó desde el principio a su mano, pero también porque tomó conciencia, muy rápido, de su condición de artista latinoamericano.
Me decía hace poco en un email: Como sabes, los artistas en Chile somos educados con imágenes proyectadas, con cosas de segunda mano. Todos queríamos hacer obras Buenas, bien hechas (los hombres sobre todo), Todos imaginábamos los cuadros europeos antiguos e incluso cosas como Francis Bacon con una suerte de misterio pictórico infinito.
Imagen proyectada, cosa de segunda mano, imaginación de los originales antiguos, son marcas que determinan lo que entiendo por condición latinoamericana. Ante esta situación los mejores artistas chilenos de fines del siglo XX iniciaron un proceso de reflexión sobre las posibilidades del arte justamente como cosa de segunda mano. Cociña se formó en una escena de artes visuales sólida, con artistas como Eugenio Dittborn y críticos como Justo Pastor Mellado o Nelly Richard, que desde la década de los ochenta, en plena dictadura pinochetista, venían dando forma a una tradición del arte chileno como arte de periferia sin complejos.
La cosa es: cuando empecé a dibujar estas caras enormes (incluso antes) tenía en la cabeza algo todo el tiempo: Sabía que ser un dibujante o pintor latinoamericano (o educado en…) implicaba un cierto fracaso.
El fracaso como parte implicada o implícita en la profesión es algo que todo artista conoce, pero aquí creo que se trata de una estrategia de largo alcance: Cociña sabe – lo aprendió en los talleres de la Universidad Católica – que la deriva del fracaso puede ser reorientada con materiales ‘de segunda’ o baratos, como el carboncillo.
Advierto que esta analogía entre materias de bajo costo y arte de la periferia puede convertirse en una trampa discursiva. Parece cómodo decir: utiliza materiales baratos, ergo es un artista latinoamericano. Cómodo y falso, porque para Cociña lo que llamo conciencia de su condición latinoamericana es un punto de partida, un dato casi genético: lo que importa es el rendimiento que le saca al carboncillo.
Caras grandes
Mis dibujos de caras grandes al comienzo parecen estar detrás de algo, o ser ampliaciones modificadas de fotos de pinturas. […] yo imaginaba que eran pedazos de cuadros europeos, detalles de personajes del fondo, que yo amplío y trato de darles una gran importancia.
Los dibujos de Cociña arrancan del claroscuro renacentista, pasan velozmente por Van Gogh y llegan con más rapidez aún a la fotografía en blanco y negro. Cociña deja a la vista la mancha manual del dibujante y hace pensar en la mancha química de la fotografía: las caras grandes sintetizan el claroscuro y la fotografía.
En esta síntesis es necesario considerar dos datos que aporta el artista en el texto citado: ‘ampliación’ y ‘detalles’. Hay una ampliación – las caras exceden el tamaño del modelo -, pero ésta no es a escala exacta; no sigue el patrón fotográfico. En los Dibujos la ampliación es una cuestión de ojo y mano, de proporciones sensibles antes que mecánicas. El detalle supone un total, una unidad mayor que no está a la vista. Cociña habla de ‘personajes de fondo’ que son acercados al primer plano mediante la ampliación. ¿De qué historia general provienen estos rostros? Uno: de la historia general del arte. Dos: del segundo plano latinoamericano de la historia del arte. Cabe agregar que la síntesis del claroscuro y la fotografía – más en sentido de adición y movimiento (imágenes-síntesis) que de resultado definitivo (imágenes sintéticas) – deriva de operaciones mentales visibles: no se trata de ‘temas’ sino de sensaciones.
Las imágenes de Joaquín Cociña no operan por secuencia de trazos sino como bloques de sensación. Cuando miro por ejemplo “Fantasma: Nacido en 1983, visto por primera vez en una obra de Pietro di Scivola titulado Aparición de Peperino (1602)” y “Fantasma: Nacida en 1975, cuarta aparición en un cuadro de Vüsser de 1894” lo que me atrapa es una vibración compacta: veo la mancha de fondo desde la que emerge el rostro, aprecio la maestría de la mano, la lucha del negro sobre el blanco hasta cuajar en la imperfección adecuada, digamos ‘la imperfección Cociña’.
Lo que estoy tratando de decir es que siempre he buscado hacer un dibujo que no está ahí, tratando de no hacer un retrato, sino un pedazo chico agrandado y enaltecido. Por eso me gustan los errores. Por eso me gusta que no tengan detalles.
Observamos que hay algo que falla en relación con lo real fotográfico, un cierto retorcimiento, una descompensación. El rostro viene reconducido desde una fotografía y tiene un aire familiar con el modelo, pero el fallo es fundamental.
En estas caras grandes no hay la descomposición de la imagen al uso de los impresionistas o Bacon: el fallo remite más bien a la materialidad del carboncillo; está a la vista en las diminutas discontinuidades, los grumos, el espesor de los trazos en el papel. A Cociña le gusta potenciar (dejándolas ‘vivas’) las imperfecciones causadas por el frotamiento contra el muro donde ha colgado el papel para dibujar.
No se trata, me parece, de un dato menor: este frottage remite por una parte a la tradición dadá y surrealista, en particular a Max Ernst: se trata de aprovechar los materiales residuales, reciclar las imperfecciones, y por otra parte delatar las marcas del lugar de trabajo. ¿Cómo decir que no es lo mismo dibujar en Santiago de Chile que en Amsterdam? Las huellas en el papel lo dicen por el artista. Las marcas del lugar de trabajo son un rumor de fondo, casi inaudible, pero cuando se las descubre el dibujo cobra una nueva dimensión: estamos ante un objeto del que no se han borrado, ni siquiera pulido, las marcas de su origen.
Trabajar en Chile u Holanda es respirar aires distintos, pura cuestión de geografía: el carboncillo se volatiliza e impregna con intensidades europeas o americanas, pero en los dibujos de Cociña no importa el lugar, el aquí o allá, sino lo visible del lugar, sus marcas. Esto es lo que decide la originalidad: la presencia del lugar en la obra; la decisión del artista de no ocultar el origen sino, por el contrario, hacerlo evidente en distintos grados de intensidad.
La precariedad del material de trabajo no es sinónimo de un trabajo precario. Hay una enorme firmeza en los trabajos de Joaquín Cociña, que deriva de una economía de recursos: la reducción del rostro a rasgos definidos sobre fondo negro. El rostro sintetizado en un equilibrio frágil entre ojos, nariz y boca. No falta nada en estos rostros, son cuerpos enteros, definidos por las líneas del perfil y el negro profundo que los sostiene como un paisaje.
El principio de realidad que exige el retrato está ligeramente burlado: lo real está al servicio de la obra. Todo habla de la mano armada de negro que causó un rostro gigantesco. La obra no es una reproducción sino un juego de imágenes superpuestas, un ensamblaje de destellos. Su vibración es producto del ejercicio manual.
Leyendo calaveras
En los trípticos “Fantasmas: cosas” las imágenes se traslapan y traspapelan, cuentan una historia sin terminar de contarla: son pequeñas máquinas narrativas. Estos trabajos remiten a las animaciones y videos de Joaquín Cociña, a su colaboración con otros artistas como Cristóbal León y Niles Atallah. En los trípticos el carboncillo adquiere un valor distinto al que tiene en las caras grandes: aquí es material destinado al tránsito, el paso del ojo de una imagen a la otra, a la construcción de un relato. Si en los retratos podíamos hablar de un bloque de sensación, en los trípticos domina la secuencia, que siempre es narrativa.
¿Cuál de las tres calaveras es la calavera en “Fantasmas: cosas sin piel”? La pregunta es pertinente porque hay tres, cada una en su propio soporte, mirada desde otro ángulo. Según entiendo la calavera es las tres al unísono, y hay dos ficciones que derivan de ella.
La primera ficción es medieval. En ésta Joaquín Cociña se ha instalado en el momento del monje. Su taller en Amsterdam tiene mucho de celda monacal, no tanto por sus dimensiones o condiciones de luz como por su apartamiento del medio chileno donde se habla español, se come a otras horas, se teme y domina el caos de otra manera. Indefectiblemente solo en sus horas de trabajo, cuando no ante la pantalla de su ordenador que lo comunica en tiempo real con sus seres queridos, el monje Cociña repite el murmullo decisivo: vanitas vanitatum et omnia vanitas. Tema recurrente en el barroco, el bodegón con calaveras nos advierte sobre la futilidad de nuestros esfuerzos cuando falta el soplo de la trascendencia, el más allá del cuerpo. El momento del monje es aquel en que la vanidad nos toca y envuelve como un sudario en plena vida. Cociña ha hecho suya la ciudad de Amsterdam como espacio de libertad interior, fiesta de amistades, amor y conocimientos, distancias siempre asequibles en bicicleta, pero en este tríptico ha entrado de golpe en el envés de la alegría, en la zona lenta del monje medieval que alguna vez recorrió las orillas del Amstel o el Ij (que Joaquín cruza cada día por ir a su taller) murmurando por lo bajo: vanitas vanitatum et omnia vanitas.
La segunda ficción es postmoderna. Las calaveras a carboncillo del chileno Joaquín Cociña ofrecen una potencia vegetal opuesta a la presencia mineral del británico Damian Hirst. Las calaveras de Cociña son resultado de un rigor manual, la calavera engastada en diamantes de Hirst (For the Love of God) es un truco deslumbrante, hipérbole de la crisis de la deuda. Cociña, artista del Nuevo Mundo, cava en la historia del arte; Hirst, de inteligencia post imperial, exacerba el brillo de la calavera azteca y fomenta la circulación del dinero con parada obligada en su cuenta bancaria. Hirst es heredero de Salvador Dalí y Andy Warhol. Cociña pasa por Eugenio Dittborn, Francis Bacon, Marcel Duchamp.
Los relatos regentes de la modernidad, entre ellos el de un «tercer mundo» derivado del retraso de las colonias, están en desbandada y ya no determinan el orden del mundo. Cuando un artista como Joaquín Cociña afirma su condición latinoamericana no está reivindicando una categoría – de segunda, cuarta o primera – sino haciendo marcas en un mapa, el del arte contemporáneo, que es el territorio de sus desplazamientos. La potencia vegetal de sus dibujos es latinoamericana, pero la puesta en acto de esa potencia es una obra visual que cruza muchas vías y toca muchos puertos, desde el trazo con un palo quemado en la caverna hasta la calavera de Hirst.
Los tiempos postmodernos, que son los nuestros, acontecen en un espacio de dimensiones engañosas: nadie podría asegurar que hay más distancia entre dos pueblos del campo chino que entre Amsterdam y Santiago de Chile. Los centros de de anteayer son periferias de ayer y podrían ser vecinos de los centros de mañana: pura cuestión de probabilidades de destrucción. Poco sabemos de lo que están haciendo los artistas en las regiones templadas de África, a veces nos llegan noticias de obras flotantes en un fiordo noruego, internet parece acercarnos de golpe a todo y con la misma fuerza nos devuelve a la soledad más radical. En este contexto, el trabajo de Joaquín Cociña es un retorno carente de nostalgia al trabajo manual, a la inmediatez de la materia. Cociña ha puesto el carboncillo en movimiento, y nadie sabe adónde puede llegar.
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Joaquín Cociña, artista chileno radicado en Amsterdam, expone actualmente sus «Fantasmas» en AJG Contemporary Art Gallery.
Roberto Ezcurra
10 abril, 2016 @ 2:11
Excelentes trabajos, son de una gran calidad, felicitaciones¡¡¡. Me gusta dibujar en carbonilla y quería preguntarte ¿como conservas los trabajos?. Uso spray para el pelo pero no se si es lo mejor. Desde ya muchas gracias¡¡¡
Te mando un abrazo desde Argentina.
Cordialmente :Roberto.