Encuentro a Leonardo Sanhueza en su último libro Colonos, lo encuentro en los correos electrónicos que nos enviamos, en la decisión de sostener una conversación virtual; él por su tartamudeo, yo por el mío. Habiendo acordado que el lugar más confortable para ambos es la palabra escrita, nos vemos solo en la escritura. A excepción de un encuentro que tuvimos este invierno en una lectura organizada por el Festival Literario de Temuco. Él tenía que hacer hora para tomar un bus a Chiloé; recuerdo que en un momento me habló de Colonos (todavía inédito); sentí que el trabajo de escribir lo había tocado. Me contó que antes de hacer periodismo y escribir poesía, trabajó como geólogo. Me pregunté si la experiencia de venir de otro campo lo hacía distinto a los demás escritores.
Colonos me entregó una respuesta. El libro narra, la primera parte en prosa, la segunda en verso, la experiencia de internarse en la frontera. La frontera es el viaje del ingeniero Verniory desde Bélgica a un lugar que solo se puede imaginar; es la Ley que permite traer colonos para mejorar la raza, la violencia que produce legalizar esa ambición. En otra capa, la frontera es lo que traspasa Sanhueza al cambiar el estudio del interior de la tierra por el estudio de su superficie; es la experiencia de la prosa al internarse en la poesía y, en una capa más honda, es la experiencia de un autor que llega a ocupar un lugar en otra frontera, el campo del arte.
– Es muy sugerente y sugestiva la construcción que haces del personaje del colono. Lo construyes como se construye un edificio, un puente. Da la sensación de que trabajaste con materiales muy reales, archivos históricos, y que los fuiste puliendo hasta dejar los nervios, los puntos mínimos sensibles sobre los cuales sostener un personaje, pasando de lo real al efecto de realidad.
– Claro, todos los personajes provienen de la realidad, no son invenciones mías. La “materia prima” viene de archivos históricos, expedientes judiciales, la prensa de la época, libros de historias locales, investigaciones académicas, etcétera. Fue bien demoroso ese proceso, porque buscaba mucho y encontraba poco. Además, los materiales son muy precarios, a veces sólo un par de datos inciertos. Lo que me interesaba era reconstruir esas vidas de las que apenas quedaban pedazos, trazar con unas pocas certezas aquellas “vidas imaginarias”, para usar la expresión de Marcel Schwob. El problema era que no estaba escribiendo un conjunto de relatos, algo así como Winesburg, Ohio de Sherwood Anderson, sino un libro de poemas, un álbum en el que las historias y los personajes no podían tener un desarrollo frondoso, sino mostrarse, como bien dices, en los puros nervios, o sea, en las nacientes del lenguaje, en los “arquetipos y esplendores” como decía Borges. De chico me llamaba la atención que los monos animados, cuando se electrocutan, muestran el esqueleto, quedan como radiografías. Y bueno, a veces la poesía es eso: un sujeto que ha metido los dedos en el enchufe del lenguaje. Ahí es donde se produce un fenómeno curioso, una especie de contubernio entre memoria, historia e imaginación. Sin memoria, la historia queda flotando, es como una línea melódica sin base armónica, pura anécdota, retro periodismo sin sustancia y sin sujeto, como esos resúmenes históricos que hacen leer a los escolares. Y sin imaginación, la historia queda huacha, no se asocia con ideas, no se expande hacia el presente, no brilla, es como un pulpo manco.
– En la primera parte del libro, Los peces voladores, hay una escena en la que, antes de partir, Verniory cambia su mirada después de que un óptico limpia y repara sus anteojos. Todo esto ocurre en Bélgica, ¿has ido alguna vez a Bélgica?
– He estado un par de veces en Bélgica, pero en realidad conocer Bruselas sólo me sirvió para describir la Grand-Place y los alrededores, cosa que por lo demás podría haber hecho con Youtube. La base del relato “Los peces voladores” está en las memorias de Verniory y en ciertas superposiciones que hice. Una canción de Brel, por ejemplo, o el cuadro “La entrada de Cristo en Bruselas” de Ensor, que fue pintado en los mismos días en los que Verniory organizaba su viaje a Chile, y que me sirvió para dibujar esa suerte de locura colectiva que se vivía en Europa por esos días, esa Europa de los zoológicos humanos y, a la vez, de la república social y el fortalecimiento de los sindicatos.
El ingeniero Verniory se me apareció como un símbolo de la consumación de la ocupación de la Araucanía, ya que su trabajo consistió en construir la vía férrea que unió la Frontera a Chile. En él vi, si no a un alter ego, al menos a un personaje que me daba un punto de vista riquísimo. Me fascina esa fría pasión con que asumía su destino, sin moralina ni indolencia; mas bien con un poco de perplejidad y mucha curiosidad por abarcar el mundo inmediato hasta en sus detalles más insignificantes. Además, su trabajo ferroviario es una imagen que asocio a la memoria, al recuerdo como un tren que penetra en la selva virgen.
– Me parece que hay una referencia a la escritura cuando el óptico “desplazó el foco hacia un punto que, por algún azar bendito, había resultado el óptimo”. ¿Es eso lo que te ocurrió al escribir?
– Puede que sí, no lo había pensado de ese modo. A lo mejor hay una alegoría inconsciente, una idea medio platónica de la escritura como forma de conocimiento. De ahí quizás se me ocurrió eso de los anteojos, ese azaroso desplazamiento focal que le permite a Verniory salir de la confusión para ver con claridad. Así que parece que tienes razón, es lo que me sucedió al escribir estos poemas, sin darme cuenta. Los escribí a tientas, sin saber qué iba a conseguir, y de pronto, como quien no quiere la cosa, todo cuajó. Es algo misterioso, inexplicable, un azar que ordena el naipe. Uno tiene unas ideas muy vagas, intuiciones que se vuelven obsesiones, y las obsesiones se autodestruyen o se cristalizan.
– La primera parte de Colonos, Los peces voladores, está escrita en prosa y la segunda, Colonos, en verso. Parece como si la experiencia de llegar a este nuevo mundo solo se deja escribir como poesía. Me recordó la escena de María Antonieta de Sofía Coppola, en la que antes de pasar a territorio francés, en la frontera con Inglaterra, la joven es obligada a despojarse de todas sus pertenencias, vestidos, joyas, su perro… Me gustaría que hablaras de este pasaje, esa página en blanco que hay entre Los peces voladores y Colonos.
– Mi idea era que el relato sobre el viaje de Verniory cumpliera también la función de prólogo, una especie de introducción escenográfica que mostrara la Araucanía como un país de llegada, no como el escenario propio de los personajes, ni mucho menos del narrador y de la escritura, sino como un lugar en el que todos están en veremos. El problema de las fronteras es que no siempre son una línea que se pueda cruzar, sino que a veces, como en este caso, son zonas en las que lo provisorio es lo permanente. De hecho, la Araucanía se llama también la Frontera. Por eso yo diría que los colonos, el ingeniero Verniory, la escritura y el autor no cruzan la frontera, sino que se internan en ella, en ese territorio donde no existen barreras definidas entre bien y mal, vida y muerte, ideas y palabras. La Frontera no es como la frontera mexicana, que separa dos países, sino una frontera interna que separa a Chile de Chile. No he visto María Antonieta, pero me imagino que si fuera personaje de mi libro sería igualmente obligada a dejarlo todo, hasta el perro, claro que no para entrar en Francia, sino para entrar en una tierra de nadie. El rito de paso es mas bien una incursión, no un tránsito. Para no ir tan lejos, ahí tienes la película La Frontera, donde la palabra “frontera” cumple las dos funciones: una barrera, una muralla invisible de una cárcel política, y a la vez caracteriza el lugar extraño, casi incomprensible, donde el protagonista comienza una nueva vida.
Por otro lado, me parece que también es una metáfora de la relación entre memoria y poesía. Quizás por eso conté estas historias en verso, porque la poesía es un espacio donde las palabras están crudas, las palabras en su estado más descarnado y primitivo, lejos de las pretensiones objetivistas de la prosa. Pero la verdad es que no sé muy bien por qué lo hice así. Este libro podría haber sido una novela, y tal vez lo sea, a estas alturas quién se va a enojar por los géneros bastardos. El hecho es que internarme en el mundo de los colonos era también una cuestión íntima, un desciframiento de mi propio territorio, de mi memoria, a través de memorias ajenas.
– En Colonos hay una materialidad: las palabras no se limitan a nombrar, sino que traen de vuelta las cosas; el trabajo que hiciste evoca la concepción que tenían los judíos de la palabra como mundo. Pero también me recuerda un borrador de reportaje que se hace Carlos Droguett en Cementerio de elefantes, donde compara el acto de escribir con la fabricación de un mueble, partiendo por buscar la madera. Háblame de tus materiales.
– Me temo que en el comienzo no tenía materiales. Tenía una idea precaria, o más bien una obsesión sin asidero, de escarbar en mi memoria familiar, en mis recuerdos más remotos. El problema fue que, de tanto escarbar, pasé de largo, más allá de mi madre y mis abuelos, hasta llegar a la ocupación de la Araucanía, es decir, confundí memoria con historia. Ahí me di cuenta de que era eso lo que en realidad estaba buscando, el origen de mis espacios y de mi lenguaje, que a su vez es el origen de muchas cosas chilenas. Así que ahí, después de todo ese devaneo, encontré mis materiales para hacer mi mueble con o sin patas, como diría Droguett.
– La lectura de Colonos no siempre me resultó placentera, por algunos lugares me obligué a pasar rápido, con los ojos cerrados, como si a mi alrededor hubieran pozos tan hondos que da miedo mirarlos. En el libro hay una violencia radical, que causa espanto, pero en sordina, una especie de acecho existencial; una violencia que va más allá del homicidio, de la guerra con los indígenas, la violencia en la que se suspende la vida.
– Yo me crié escuchando historias de crímenes, de ruralidad violenta, gente que vive en el filo de la ley, no sólo eran historias escuchadas, también vividas. La Frontera es el lugar de Chile donde el tiempo pasa con más lentitud, y a veces ni siquiera pasa, se queda estancado. Pienso que la mentalidad fronteriza que se forjó en la segunda mitad del siglo diecinueve dio lugar a ciertos arquetipos y formas que se corresponden con rasgos de la chilenidad muy patentes, pero a la vez muy poco explorados, a pesar de que en la Araucanía están muy vivos en su forma esencial. La desconfianza en la justicia, nuestra relación con la violencia, nuestro cinismo con respecto a la ley, el buen o mal prestigio de los extranjeros, cierta melancolía furiosa, etcétera. Empecé a documentarme y me encontré con un maremágnum de historias, y no me quedó más remedio que ponerme a escribir sobre eso, contar la historia de la ocupación de la Araucanía desde el punto de vista de quien está buscando su propio origen, tratando de abrir una ventana para resucitar o por lo menos airear el cadáver de la poesía épica. Curiosamente, la primera parte que terminé no fue la guerra entre chilenos y mapuches, la famosa “pacificación” de Cornelio Saavedra, esa que iba a costar sólo “mucho mosto y mucha música”, sino este libro que cuenta historias de colonos europeos, donde chilenos y mapuches están apenas tras bambalinas. Es extraño, además, porque los colonos para mí fueron siempre “los otros”, igual que los mapuches. En mi familia no hay colonos europeos, no al menos de los que cruzaron el Atlántico para poblar la tierra ocupada. Mi tatarabuelo era un buscavidas, un tinterillo oportunista que llegó a Temuco desde el norte, era hijo de mineros en Tierra Amarilla. Su reputación no era de las mejores, parece. Una vez entró a caballo a la catedral católica y azotó al obispo de Temuco en el altar en plena misa. Aunque ahora suene novelesco, en esa época era la cosa más normal del mundo. En los meses de María se armaban verdaderas batallas campales entre católicos, protestantes, librepensadores, masones y peatones desprevenidos. Encontré dos juicios en su contra: uno por fraude electoral y otro por manejos medio turbios con los que se agenció una concesión de recova en el Mercado. Al final desapareció en los cerros de Truf-Truf, probablemente asesinado, nunca se supo cómo ni por qué.
– Los protagonistas de Colonos han venido a La Frontera escapando de la violencia y la falta de futuro en Europa, y se encuentran aquí con una fragilidad y una incertidumbre mayor. Uno de ellos se pregunta: “¿Qué estamos haciendo aquí, Franz, August, Bernard?”
– Siempre me ha llamado la atención esa pregunta: qué estamos, qué estoy haciendo aquí, siempre en primera persona. Todo el mundo se la hace de cuando en cuando, en las circunstancias más diversas, en el supermercado, en el escritorio, en la fila del banco, en un cementerio o en el centro mismo de su cabeza revuelta. Todo el mundo se pregunta eso, pero nadie sabe responderse, porque es una pregunta retórica que no espera respuesta, sólo da cuenta de una profunda perplejidad. En el fondo es la versión resumida de las tres famosas preguntas de la filosofía (¿qué somos?, ¿adónde vamos?, ¿de dónde venimos?). Aunque no espera una solución especulativa, el palabrerío de los filósofos, sino que es más bien una protesta, una lamentación parecida a la de Job, que se pregunta: “¿Por qué a mí?”. Ahora me acuerdo del comienzo de la parte de Amalfitano de 2666: “No sé qué he venido a hacer a Santa Teresa, se dijo Amalfitano al cabo de una semana de estar viviendo en la ciudad. ¿No lo sabes? ¿Realmente no lo sabes?, se preguntó. Verdaderamente no lo sé, se dijo a sí mismo, y no pudo ser más elocuente”. Eso es tremendo: “… y no pudo ser más elocuente”. Ya es difícil encontrar palabras que alcancen a explicar el descalce entre la existencia y la realidad, pero ninguna elocuencia sirve para hacerlo cuando la realidad es horrorosa y ajena. Por eso quizás es una pregunta que interpela al lector, pellizcándole los nervios con las tenazas de esa vieja duda existencial.
– Esa pregunta, que recorre el libro, pareciera salir de las páginas y de la época histórica en la que transcurre el libro, para interpelarnos como habitantes actuales del territorio de esa ocupación, como sujetos de esa violencia, de esa incertidumbre.
– Soy un poco escéptico de que vaya a interpelar a alguien en términos morales o históricos. Creo que nadie se siente responsable de la violencia, ni siquiera los asesinos más flagrantes e irredimibles. El único criminal que he visto hacerse cargo del mal en Chile es el Guatón Romo, un demente de patio. Todos los demás reivindican sus actos en nombre de la patria, de la mamá, de los bototos, de qué sé yo; los reivindican hasta en nombre de la virgen de Andacollo y siempre tienen justificaciones morales para sus actos. Siempre están por sobre la ley, por sobre las palabras, por sobre el lenguaje. Entonces, si los criminales más rematados no se sienten interpelados por la evidencia de que han estado hasta el cuello en la sangre, chapoteando en la agresión más lúgubre y siniestra, ¿por qué tendría que hacerlo la gallada cuyos vínculos con el mal son mas bien simbólicos o han sido esfumados por el tiempo? No creo que a los habitantes de la Villa Pomona de Temuco se les pare un solo vello del antebrazo si alguien les cuenta que el terreno que habitan se llamó antes La Mortandad, en alusión a que allí ocurrió una masacre en noviembre de 1881. ¿Les dan escalofríos a los estudiantes que juegan a ser universitarios en los viejos cuarteles de la Dina en el barrio República? Lo que sí creo posible es plantear ciertas dudas acerca de la estabilidad, oponiendo a la cómoda vida presente la precariedad de un sujeto enfrentado a la supervivencia en un lugar donde las barreras entre vida y muerte, entre bien y mal, entre futuro y pasado, no están del todo claras. La mayoría de la gente vive segura de que nunca le cambiarán el entorno electrificado en el que vive, de modo que cuando algo cambia, quedan en la intemperie, se vuelven locos, se destruyen. Los ammonites se extinguieron por eso: eran organismos extremadamente especializados, que no lograron resistir un cambio catastrófico en el entorno, cambio que por otro lado liquidó –pero de hambre y frío– a la mayoría de los dinosaurios en el fin del Cretácico superior. Por eso ahora los ammonites son uno de los fósiles más famosos, porque se extinguieron todos a la vez. Qué honor: ser famoso por inepto. Y ahí tienes: muchos colonos, como esos cocheros berlineses del poema que mencionas, quedaron tan desencajados de la realidad como los ammonites, porque jamás habían visto un hacha, un arado, un martillo; tampoco sabían que había lugares en los que la ley no existe y en los que la muerte está a la vuelta de la esquina. Hay un poema terrible de David Turkeltaub que habla de un tipo al que le sacaban la piel de las piernas y era arrojado así, desollado, a un patio polvoriento. Oscurecía y el tipo decía que no quería dormir. ¿Por qué no quería dormir el desollado? Contesta Turkeltaub: “Yo creo que le tenía miedo a la frazada”. Me parece que de eso se trata todo esto. Del miedo a la frazada.
– A diferencia tuya, en mis libros trabajo la figura del inmigrante, ¿cuál es la relación que ves entre estos dos personajes, el inmigrante y el colono, en la historia de Chile?
– No sé nada de antropología social, pero supongo que la diferencia básica entre inmigrante y colono es el lugar de llegada. Las historias de inmigrantes, las tuyas en particular, y pienso específicamente en Poste restante, están centradas en el viaje, el desarraigo, la adaptación cultural, el nomadismo forzado o voluntario, la persistencia de la memoria, la cohesión genealógica, etcétera; son, por decirlo así, historias retroactivas, porque su corazón no está en el incierto porvenir, sino en la búsqueda de la identidad, la historia colectiva y la memoria familiar. El colono, en cambio, deja en suspenso su pasado, quizás lo deja para los hijos y nietos, porque tiene que resolver el presente precario y partir de cero, con apenas un cajón de clavos, unos sacos de trigo, un arado, unas tablas, empezar una vida con lo elemental, en un lugar donde no hay nada. Sin embargo, esas diferencias tienden a diluirse en muchos casos, ya que numerosas colonias fracasaron, las tierras fueron integradas a latifundios y los colonos terminaron repatriándose o dispersándose en pueblos y ciudades, donde el problema del presente precario no existe. Ahí yo creo que se produce un fenómeno interesante, que es la influencia cultural de esos seres expatriados en la construcción de ciudades jóvenes como Temuco, ya sean colonos reurbanizados (como suizos, alemanes o vascofranceses) o inmigrantes (como los sefardíes). Todos esos extranjeros no fueron asimilados, sino que cobraron un lugar protagónico, creándose un tipo humano que vino a ser la tercera pata de la mesa fronteriza. En Santiago no existe eso, a pesar de ser una ciudad mucho más diversa. Tampoco en el Valle Central, donde las separaciones se dan entre patrones y peones. La sociedad fronteriza es un tenso Triángulo de las Bermudas, donde chilenos, mapuches y descendientes de colonos se ven las caras con algo que, a falta de una palabra mejor, habría que llamar precaución, esquema que sigue cruelmente válido hasta hoy.
– Colonos está lleno de imágenes poderosas en su capacidad de evocación, algunas llegan a ser siniestras al punto de erizar los pelos, otras tienen esa belleza de lo siniestro que emociona. Entre esas últimas, hay una que me toca particularmente: “… como los sauces / que en realidad no lloran de pena, sino de sueño / porque el ruido del estero no los deja dormir”. Me gustaría que me contaras, si puedes, la historia que está detrás de esta imagen.
– La verdad es que no tengo la menor idea de dónde saqué esa imagen de los sauces insomnes. Lo que sí sé es el paisaje en el que estaba pensando. Es un paisaje fluvial típico de la Frontera, con pozones verdes y sauces llorones, que curiosamente es el paisaje del veraneo campesino, pobre, pequeños paraísos precarios y lejanos del mar. Mi madre era profesora rural, entonces yo solía ir a ese tipo de balnearios, a los que uno llegaba después de horas de caminata a través de potreros recién cosechados o campos plagados de cardos y langostas, con un zumbido de chicharras de fondo. No me gusta explicar mis imágenes, porque tiendo a pasarme de revoluciones, pero en este caso la explicación parece evidente. Supongo que fueron imágenes como ésa las que me condujeron a escribir poesía, la persistencia de ese ruido de fondo, las chicharras, el rumor de los esteros, el ruido oscuro de los años ochenta, todo ese bajo continuo que acompaña los presuntos “días más felices de nuestras vidas”. Si me pongo en el lugar del sauce, el ruido del estero me produce desesperación, una especie de angustia histórica, esa sensación de haber sido parte involuntaria de un juego macabro, pero también una especie de felicidad. Debe de ser difícil dormir así, escuchando el ruido de un silencio que es a la vez hermoso y siniestro.
– Hay un poema en el que narras que el presidente Balmaceda inaugura el viaducto del Malleco, “pero pocos quisieron acompañarlo más allá, / hasta el centro, donde gobierna el vértigo / y los oídos ya no escuchan palabras / ni menos el rumor del agua corriente.” En otro poema, Girardet, que se lamenta de haber probado la suerte de los colonos, dice: “… llegaré a ver el nuevo siglo sin nadie a quien decir: / Oh, tantos años, y cómo, y cuándo, y para qué.” Tengo la impresión, al leer ambos poemas, de que hay un territorio donde ya no hay palabras ¿es esa la frontera?
– Ése es el meollo del asunto, creo. Las fronteras me atraen porque son zonas en las que el lenguaje queda corto ante una realidad ambigua e implacable. En esa imagen del presidente Balmaceda que se adentra en el viaducto sin que nadie se atreva a acompañarlo, hay una metáfora obvia, histórica, pero además encierra la idea del suicidio como el lugar donde no existen las palabras, sino sólo el lejano y absurdo rumor del tiempo o de la existencia. Entre paréntesis, el viaducto, que era un símbolo de riqueza y penetración en la tierra prometida, terminó siendo un lugar predilecto por los suicidas. Ahí hay algo, creo yo, una inversión espantosa. El colono Girardet también expresa su perplejidad ante el sinsentido de las empresas humanas que, en su búsqueda de progreso, cobran incluso la vida de individuos a los que su propia situación les resulta incomprensible. Entonces su frontera es como un pozo sin fondo, porque no se puede cruzar, sino que se entra en ella y no se sale. La frontera vendría siendo una tierra prometida que luego se devela como un callejón sin salida.
– Tengo la impresión de que la narración de la frontera es también la narración de tu llegada y estancia en el campo del arte, como lo entiende Pierre Bordieu.
– Me gustaría que existiera una relación entre los poemas de Colonos y mi situación como escritor, pero sé que tal relación sólo podría establecerse a posteriori y, en realidad, creo que mi trayectoria es algo muy común si lo ves de ese modo, como una colonización medio desesperada en un lugar hostil. En cierto sentido la literatura es el lugar adonde van a parar los incómodos, la gente nerviosa que no encuentra su lugar ameno. El problema es que la literatura promete mucho y da poco. Es un espejismo. Es como tirarse a una piscina que se ve deliciosa en un oasis en medio del desierto, y enseguida estrellarse contra un piedrerío que te lo encargo. Claro que de eso uno viene a darse cuenta cuando ya es un poco tarde, como los colonos. Además, la cosa no termina ahí, sino que es un loop, una rueda mareadora, donde uno no termina de recuperarse cuando ya ve otra piscina en otro oasis y se pega otra vez el tortazo contra las piedras, y así sucesivamente.