“El arte como una casa, es decir, una zona de indefensión y defensa a la vez ante la extrañeza. ¿Cómo se ingresa a una casa? Elvira Hernández proponía que es preciso entrar por la ventana a la casa de la poesía. Ventanas que ocurren en Maca como mirada extrañada y a menudo inmóvil. Una inmovilidad especial, que mueve algo, inquieta en su serenidad”, nos dice el escritor e investigador Jorge Polanco, en este profundo diálogo con Ensayos de una casa, de Macarena Garcia Moggia.
Para Coni y Maca
Toesca
no previó que la Moneda
sería bombardeada
se calcinarían las ventanas
las puertas saldrían de sus goznes,
los techos arderían como pasto seco
Bruno Serrano, Toesca I
¿Cómo se ensaya una casa? ¿Cómo entrar a una casa? ¿Qué hay dentro de la casa? ¿Una casa?
Ocupo los fines de semana para dibujar y pintar. Al menos esa es mi expectativa. No siempre se cumple. Albergo ideas y esbozos en libretas, a veces solo imagino. Paso trazos y dibujos a papeles en acordeón, también hojas más grandes, o a tela. Gracias a la nueva casa que tiene un segundo piso, puedo practicar el óleo y tener la prensa en la mesa de trabajo. Probar materiales y sentir la luz que entra por la ventana del frente, las otras tienen papel volantín con grabados desteñidos como si fueran veladuras de invierno. La lluvia y los pájaros alternan entre la mirada y el canto. Ayer recibí un mensaje previsible. Embarga la tristeza y el silencio. No me gusta salir de casa. No creo que pintar sea un refugio, es una alegría extraña. Pero con la noticia me quedé en cama, como si fuera un escondite ante una guerra inminente. He decidido dejar la cortina abajo.
En Ensayos de una casa, Macarena procede con hilos leves de memoria, retazos que van componiendo asociaciones de lecturas dobles. La mirada al espacio y a la lectura, entrecruzándose en la fragilidad que articula el recuerdo. A diferencia de la memoria absoluta del Funes memorioso I. A., ese esclavo digital asediado de preguntas que fascina y al que se le teme (miedo técnico arraigado en la dialéctica amo-esclavo: este último puede ganar libertad y comenzar una nueva dominación), la memoria humana actúa por olvido, lagunas, asociaciones libres, extrañas vueltas y revueltas. Es la casa aterida y alegre, donde circula el sol o el frío, con sus muros pintarrajeados, sobrescritos, lecturas de lo visto y susurrado. Esa memoria rayada silenciosamente en el muro que hace que asomen los fogonazos de la historia, inscripciones y manchones de la ciudad interior. Una memoria virtuosamente frágil que olvida sus referencias o las modifica, las intercepta para la experiencia, agrieta el relato y recorre el solar donde se construyen muchas casas en una sola.

Para dos conversaciones con estudiantes de colegio, me pidieron una carta que escribí haciendo memoria de los primeros momentos de escritura. Impulsado por el terapeuta al que leía poemas en las sesiones, volvimos a la escena de cuando niño caí enfermo en Cerrillos, al interior de Catemu. La cama fue el primer espacio de lectura y mirada. Esta escena, que recorté en el relato para la presentación de este libro, me hizo pensar en la estética de la cama, una peculiar teoría del arte de Macarena; o, dicho al revés, recordé con la lectura de su libro esta imagen de los artistas encamados.
La cama ha sido escritorio y lugar preferido del inconsciente, a pesar de los esfuerzos por ordenar la mesa como espacio de trabajo. El trabajo del sueño tiene sus opciones. Es el escenario donde comienza y termina la lectura como en la novela de Platónov donde todo el relato transcurre de manera horizontal. Me la recomendó un editor cuando le conté la historia sobre la demora en levantarse. Es el momento de crianza de Macarena madre que coincide con Duchamp: el urinario como posición horizontal, una eyaculación “recostado hacia abajo”. Quizás Duchamp sea para Macarena un campo que construye un paisaje, no solo un sintagma o un nombre. En su libro anterior sobre las ventanas, al viajar a ver El gran vidrio, Maca se da cuenta que está embarazada de su segundo hijo. Entre mirar las novias, el erotismo y la trizadura del cristal que anticipará el tajo de la cesárea que menciona Ensayo de una casa, asoma la crianza con todos los aspectos corporales y fisiológicos que implican la posición horizontal. Maca se da permiso para pasar tiempo en cama como en el diván de Freud, cuyos movimientos y flujos asoman en el reposo.
Es también el surgimiento de la criatura como animal de crianza –como señalaba Nietzsche– y a la vez el deseo de lo vivo humano que empieza a entrar poco a poco en las formas del lenguaje. La cama es la página en blanco (la posición semihorizontal acorde con la mirada del libro) más que la verticalidad del cuadro (la cara del niño buscando saciarse en el pecho materno). Dos formas de la mirada, que Macarena despliega entre un libro y otro, o un pliegue que compone a la vez múltiples espacios: las ventanas y la casa.
Hace varios años estoy interesado en las formas de leer; las tesituras que dejan como huellas, hasta cierto punto anónimas, los modos y ángulos de la recepción, es decir, la demora en el lenguaje que tiene incidencias mnémicas en el pensamiento. La confianza en que otra forma de leer podría modificar la cultura. Algo así también leí en Las figuras anómalas de la lectura, de Marcela Rivera Hutinel, cuando cita a Marguerite Duras en máxima efervescencia: alguna vez alguien leerá y todo el mundo cambiará. Otra forma de leer, no cancelatoria y menos aún progresiva como si los libros tuvieran fechas de caducidad. Ingresar a obras, libros, poemas o novelas con una sensibilidad y agudeza que seduce y capta (no captura) una figura desconocida, insólita y a veces presente, pero no mencionada. En el arte chileno ha sido palpable esta disputa y, en la actualidad, también en los estudios literarios, que asimilan la escritura a una representación social con un mensaje claro y distinto.
En esta construcción de una casa desvencijada, como Los niños terribles, de Cocteau, siento que Maca sigue aquella ruta de voyeurs que hacen de su experiencia de lectura el rabillo por donde mirar. En Chile, la asocio a Enrique Lihn, Ana María Risco, Jorge Teillier y toda una procedencia que podríamos seguir hacia atrás, mucho más atrás; esa forma poética de leer que surge de la singularidad suspendida en un objeto, una forma de vida o un mero papel. Próxima al poema. Como si el universo se jugara en el cuidado de atesorar el hilo de imágenes y palabras. Maca lo dice: el ensayo pervive en el vecindario de la poesía, con sus extravíos, vahos, perezas o retardos (otra vez, Duchamp). Es un modo de la sugerencia y la alusión, no la cancelación. Pienso en Freud, varias veces referido en este libro, cuyo nombre asoma a veces elidido en reuniones, ubicado frente al muro de los saldos o, sencillamente, en la hoguera. La forma de ensayar de Macarena feminiza a Freud, lo sitúa en otro orden de coordenadas y asociaciones cotidianas; es leído desde la duda y la conversación en torno a ideas que continúan. Lo mismo ocurre con Tolstoi: es ubicado en el hilo de intimidad de las mujeres a partir de Ana Karenina.
Macarena conversa ensayando sobre todas las cosas desvencijando las rejas previas; articula una mirada sensible, busca con distintos materiales de construcción las vigas, los marcos y los tijerales, acaso. Una vida acontecida por las lecturas, sedimentada por capas móviles de experiencia. La infancia y el paso de los años irrumpen en la mirada: sus hijos, Maca niña, las ancianas sobre las que pone atención en un café; el enjambre que apenas se escucha mutuamente, pero que sigue la orientación del habla. La vida que prende las cenizas.
Mencioné al pasar “sedimentación”, quizás no sea el término justo. O debiera ser mencionado de otro modo: murmullos, bocetos, sobreimpresiones silenciosas, trazos íntimos en el tocador como si el maquillaje fuera el sedimento de la ciudad.
No sé cómo decirlo con exactitud. Detecto en el efecto erótico de la escritura y las elecciones de referentes de Maca una genealogía afectiva por el arte moderno y las vanguardias históricas. Una cierta necesidad de desbaratar el gusto burgués, quizás una lejana forma de remover la casa o las casas viñamarinas del centro de la ciudad, apelando al sabotaje al modo de Buñuel en El fantasma de la libertad –se podrían mencionar otras películas, por cierto– donde los deseos retuercen las convenciones sociales. Al mismo tiempo, las filiaciones de actitudes y gestos remontan a poetas y artistas en gran parte masculinos y ensayistas femeninas. Es sugerente que Maca apele aquí a cierta marca de los noventa, incluso de los setenta y, de allí, a los gestos de las primeras vanguardias del siglo veinte. Se nota un afán antiburgués, con un sello generacional de lecturas, volcándose o suspendiendo el gusto de época, al menos en el recuerdo que albergo de sus libros. Como se sabe, el gusto es una construcción y Maca, creo, no tiene juicios previamente establecidos. Más bien conversa, se distancia y atesora. Y como toda biblioteca, crea sus anacronismos.
Jorge Polanco
La experiencia feminista de Maca se arraiga a la mesa. Como todos hemos experimentado, la figura de la mesa es, en realidad, muchas mesas. En mi caso, recuerdo la mesa de plástico que tenía en el Forestal, una mesa de playa o camping donde almorzaba, leía y escribía. O la otra mesa, rudimentaria en su fragilidad y llena de afecto, que me regaló desde Punta Arenas un tío –para mi sorpresa– junto con una máquina de escribir. La seguridad del escritorio, creo, pertenecía en Chile a una estructura de clase del siglo veinte, para qué decir antes.
Maca lo describe en relación con las tres mesas actuales del comedor, la cocina y el escritorio –nunca tuve tantas, declara–, aunque el bullicio pareciera retornar como un relato soterrado en todo el libro, una experiencia de soledad ajena, que requiere de múltiples escenas de escritura y lectura para alcanzar una voz. La salida a tomar café para hallarse sumergida en las páginas entre conversaciones extrañas.
Así emerge lentamente como un autoconocimiento la pronunciación tímida, aquella que declara el reconocimiento como “escritora”; una experiencia de lucha en las historias de las mujeres; agregaría, de mujeres profesionales universitarias en la actualidad. Digo esto pensando en mi madre, mi abuela y mis hermanas, las primeras leyendo papeles como la biblia, libros prestados o el diario, las segundas estudiando secretariado y contabilidad. Figuras de clase y de mujeres que no se pensaron como lectoras, aunque lo eran o lo son; lectoras tímidas, parafraseando a Maca.
Asunto de mesas: recuerdo a mi abuela en el campo alargando la mesa para nosotros, sus nietos, con una cabeza de chancho al medio. Entre acequias, patos, gallinas y sauces, ubicaba los animales acordes con las bocas de su descendencia, mientras que, en la pieza del lado, agradecía a dios en la mesa de un templo improvisado que prestaba a los evangélicos, para así recordar a mi abuelo asesinado. La mesa de las ceremonias, de la comida, de la lectura y las escrituras; las mesas para el olvido, el perdón y el recuerdo.
Alguna vez debiéramos escribir un tango o un bolero sobre las mesas.
Conociendo tantos años a Maca, me estremecen ciertos pasajes que combinan una suerte de crónica ensayística y el diario familiar –más que el género de la novela familiar–; viaja hacia atrás, a la foto de niña con su abuela, con su madre, primos y hermana, en esas cuadras que van de 4 a 6 Norte en Viña del Mar; las escenas de pareja e hijos, junto con sus pequeñas virtudes, desastres y léxico de temores, en la distancia precisa del remordimiento y la confesión franca; la vida en casa sin victimismos. Es extraño para los tiempos actuales, en este libro casi no hay victimarios.
Discusiones, ventanas, niños durmiendo y los paisajes interiores que hacen pensar, en algunos momentos, en las crónicas de Natalia Ginzburg. Una película y política de lo cotidiano que ofrece la idea de una vida en conflicto; el paso de la historia humana frente a las ventanas de la experiencia.
Creo que aquí hay una especie de doble voz: Macarena niña en la incomodidad de las exigencias adultas y una Macarena madre incómoda ante los mandatos sociales sobre los roles maternos. O, ahora que lo pienso mejor, también asoma una tercera: el enjambre que articula la mirada enmarcada. Macarena, pareja que pugna por resguardar un lugar para el amor y, al mismo tiempo, deseosa de salir del rol y las expectativas de pareja. La compañía establecida en la casa como los grandes muebles que vio Kafka en su intento de matrimonio.
Tengo la intuición de que la temperatura de su escritura –y no solo en este libro–, es una especie de bitácora de duelo, pero no con la carga ensimismada del luto. Es como si Maca escribiera con los libros para propiciar una equidistancia. La escritura transita un erotismo que no desea encasillarse, una voluntad de mirar por la ventana de la casa, pero sin quedarse atrapada adentro. Resquebrajar los interdictos de pareja y las de madre. Imagino que algo así debe haber vivido Baudelaire con su spleen, una intimidad y una exterioridad igualmente necesarias. Ese deseo que, como todo deseo, tiende hacia la ambivalencia; recorre las paredes, ventanas y puertas de la soledad en la multitud por medio de la lectura volcada hacia dentro, como esas infinitas marcas de los libros escolares que cuenta Benjamin, fascinantes ya por el manoseo y las miradas que acumulan polvo y huellas de las letras de tantos niños.
Por cierto, si bien la ironía o la sátira no son medulares en este libro, a veces asoman pizcas de humor en la trama de la experiencia. Por ejemplo, la llamada a carabineros en una casa que Maca estaba cuidando y solo se trataba de su imaginación. Es la puerta cerrada que, en vez de clausurar mundos, proveen de fantasías y rumores del inconsciente. El infierno no son los otros, como en Sartre; la puerta cerrada es la posibilidad de crear murmullos y merodeos, una independencia que provoca parapetarse en la lectura y la escritura. Humor que conjuga con cierta tendencia a mencionar el baño en la función de ser fiel a la casa y revolver la corrección del ensayo. Este humor es un salto en la linealidad del sentido –creo que así definía Bergson la risa–; salto que propicia el ensayo al extraviarse entre uno y otro rincón. Las esquinas de la casa que pasamos por alto, buscando las vigas y no las sugerencias. Nuestros temores a los terremotos del inconsciente que puede botar la casa en cualquier momento.

No sé cómo decirlo con exactitud. Detecto en el efecto erótico de la escritura y las elecciones de referentes de Maca una genealogía afectiva por el arte moderno y las vanguardias históricas. Una cierta necesidad de desbaratar el gusto burgués, quizás una lejana forma de remover la casa o las casas viñamarinas del centro de la ciudad, apelando al sabotaje al modo de Buñuel en El fantasma de la libertad –se podrían mencionar otras películas, por cierto– donde los deseos retuercen las convenciones sociales. Al mismo tiempo, las filiaciones de actitudes y gestos remontan a poetas y artistas en gran parte masculinos y ensayistas femeninas. Es sugerente que Maca apele aquí a cierta marca de los noventa, incluso de los setenta y, de allí, a los gestos de las primeras vanguardias del siglo veinte. Se nota un afán antiburgués, con un sello generacional de lecturas, volcándose o suspendiendo el gusto de época, al menos en el recuerdo que albergo de sus libros. Como se sabe, el gusto es una construcción y Maca, creo, no tiene juicios previamente establecidos. Más bien conversa, se distancia y atesora. Y como toda biblioteca, crea sus anacronismos. Esta disonancia abre en Maca una sensibilidad contestaria, sin quererlo tal vez, con los mandatos del presente. Conjuga duelo y amor –palabra que emplea a menudo, a la vieja usanza–, alternando en Ensayos de una casa una inconformidad, deseos que no renuncian a la pulsión y a la vez transforman el autoanálisis en experiencia de ventanas que necesitan arreglar sus marcos. Mujer, madre, niña, todo al mismo tiempo, desvencijando lo que una vez Guadalupe Santa Cruz comentó a Juan Luis Martínez: los muros de la casa son el padre, el interior la madre.
La figura de la casa: en la ya mentada y abundantemente citada frase de Heidegger sobre el lenguaje –y, en especial, de la poesía– como casa del ser, asoma una filosofía conservadora heredera de sostener la patria y, bajo el perfil del nazismo espiritual, la supuesta relación de la filosofía alemana con la lengua aglutinante del pensamiento griego, es decir, una casa saturada de lenguaje.
Recuerdo hace ya muchos años una conversación con Maca. Ahora que la leo, pienso que un rumor asoma latente en su escritura: la búsqueda paradojal de silencio hogareño. El deseo por encontrar un momento de suspensión en los espacios de intimidad y afecto con las personas que convivimos. Los libros permiten así, como la puerta cerrada, una defensa y gozo, un límite ante el carácter invasivo cuando no hay puerta o incapacidad de respetar la segregación lectora. Los gritos de hermanas, hijos, parejas, repletan la casa de ser o del ser; una filología de lenguajes y voces, indetenibles.
¿Cómo crear paisajes interiores, esos a los que apelan Ives Bonnefoy o George Bataille? Un libro frente a la cara es un signo. El interior que no abandona el exterior; el momento fronterizo en que la casa puede alojar la indefensión de la lectura, defendiéndonos alegremente. Sin dramatismos. La necesidad de silencio en la casa como si fuera una persona que pudiera callar. No el suelo de la patria, tampoco el atolladero de lenguaje, “construir, habitar, pensar”; más bien la lengua que espera, se corta por un momento, replegándose para mirar el cielo raso. Esa vaga llovizna sangrienta de la pieza oscura, antes de que los adultos prendan la luz o nosotros mismos lo hagamos ya siendo adultos suponiendo plena lucidez; antes de que aparezca el ser con todo su torrente de volumen y voz. La grisalla entre las sombras que permite a través de las veladuras –como la técnica pictórica– volver a impregnar una nueva capa en el cuadro.
Otra figura de la casa: Das unheimliche, ese espacio de lo inquietante freudiano, también de Kayser, Bajtín hasta Fisher. No solo el mito de la casa propia y apropiada, o la habitación propia, o bien el escritorio o el taller propio, tan necesarios; también lo familiar que se vuelve infamiliar, con toda la ambivalencia del neologismo; el pensamiento como zona de inquietud –advierte Pablo Oyarzún, Duchamp otra vez– que crea al arte para poner en cuestión las reglas del arte o los interdictos domésticos, como muestran los feminismos. La casa que alberga la pieza oscura, parecida en su espacio de sombras al hocico del animal depredador y, a la vez, a la guarida de protección que abre una cueva, origen de la gruta y del término grotesco. Pienso, al pasar, en la antigua casa de Krassnoff, acá cerca, con vista hacia el río, en la costanera de Valdivia. ¿Cómo habrá sido esa vida entre lo siniestro y la familiaridad del hogar? O, por el contrario, en las personas sin casa, destruidas hoy en Palestina. ¿Cómo será esa añoranza de casa que replica igualmente la casa de un país? O las casas en los bombardeos, que sepultan a sus habitantes. O la casa de Toesca, que derrumbó el país, como el poema de Bruno Serrano. O en la palabra metáfora, que significa mudanza, ¿hacia dónde?
Parte del libro aborda el cambio de casa y la idea de poder llevar otra vida. La fantasía de comenzar de nuevo, ser mejor persona, curar los detalles, perdiendo otros. La casa no es solo una casa. Tal vez sea como el poema que se lee al terminar el día, una tabla para entrar a pensar otra noche.
El arte como una casa, es decir, una zona de indefensión y defensa a la vez ante la extrañeza. ¿Cómo se ingresa a una casa? Elvira Hernández proponía que es preciso entrar por la ventana a la casa de la poesía. Ventanas que ocurren en Maca como mirada extrañada y a menudo inmóvil. Una inmovilidad especial, que mueve algo, inquieta en su serenidad. Así aparece también en su ensayo anterior: las dos hermanas pintoras Morisot que deben batallar por seguir o no en el arte. Una pinta a la otra en la decisión de casarse o continuar en el arte. Berthe puede continuar y casarse con un artista que respetó su oficio, incluso establecer un vínculo complejo con Manet. A pesar de que en el actual ensayo no aparece, es como si todo el libro fuera un balcón.
Maca pinta una casa de la extrañeza, pero tan familiar, fuera del horror de la gran casa de El resplandor; un tinte distinto a lo ominoso, una carga de sentido en lo minúsculo, en el detalle, en las escenas de hacer dormir a los niños, en el cuento repetido de Peter Pan o de V, su hijo, perdiendo por primera vez la mirada en el techo de la habitación. Lo inquietante en su dimensión de baja intensidad, sin aspavientos o purezas; una casa que incorpora sus fantasmas. La extrañeza como posibilidad de futuro. Ensayar la casa, ensayar la vida, como se ensayan líneas en un cuaderno roto y destartalado.
Jorge Polanco Salinas
Los libros del Gatocaulle,
Valdivia, 13 de junio de 2025
Imagen principal de esta publicación: Pinturas aeropostales, de Eugenio Dittborn.