Hoy, Elisa Montecinos y Rodrigo Hidalgo, perdiodistas, gestores culturales y escritores, comentan a cuatro manos la última novela de Federico Eisner: “Hace no mucho volví”, nos dice Elisa, “a la Facultad de Filosofía de la Universidad de Chile y me encontré con un profesor con el que tuve clases a fines de los años 90 del siglo pasado. Qué tiene que ver, se preguntarán; justamente él daba un curso de literatura rioplatense, y leyendo esta novela volví de alguna manera a sus clases. Como no recordaba a cabalidad lo que nos había enseñado a partir de las lecturas de Onetti y de Arlt, encontré un artículo del profesor Thomas en que aborda la figura del “desesperado”, figura que también podría estar presente en Morir solo”.
Elisa: Habíamos sido testigos de las incursiones de Federico Eisner en la restauración, la poesía, la música, la gestión cultural, la poesía musicalizada, el relato. Ahora llega su primera novela, un viaje a un territorio –Montevideo–, a una forma de habla, al pasado, a la historia familiar, y a un secreto vinculado a la muerte del padrino que se intenta develar, aunque cada nueva anécdota –real o imaginada– abra más misterios que certezas. Recordar, para el narrador de Morir solo (Ediciones Lastarria & De Mora, 2024), es también inventar.
Una grata sorpresa ha sido descubrir en este libro un ejemplo vibrante de la literatura rioplatense actual. No es de extrañar que se aluda a canciones, bohemia, noches de tango, a decepciones producto de la política, la crisis neoliberal y los viajes por el Río de La Plata para cruzar de ida y vuelta entre Montevideo y Buenos Aires, a la vez que se establece un diálogo con la mejor tradición literaria de la región.
Rodrigo: Sucede que hay un tipo de narrativa que admiro aunque no comparto. Y la admiro porque se atreve a algo a lo que, como escritor, yo no. Personalmente, prefiero irme a la segura y no exigir tanto. Soy condescendiente con el lector. Me refiero a novelas que, como ésta, pueden acabar con su paciencia, la del lector. Cuando el argumento es una historia que en realidad es una no-historia, sino más bien el relato de cómo intentaste construir esa posible historia que terminó siendo una no-historia. Para que eso resulte asombroso y plausible, digno de aplauso, hay que saber hacerlo. Como un Vila Matas, ponte tú. Y creo que mi amigo, el químico, músico y escritor Federico Eisner, que es un declarado amante de toda tendencia experimental, sí sabe cómo lograrlo.
Elisa: El texto comienza con el viaje del protagonista y narrador a Montevideo, su ciudad natal. La misma en que nació el autor de este libro, y por lo mismo, es posible reconocer a Federico Eisner en varios gestos y reflexiones, aunque el protagonista y su devenir sean en gran parte fruto de la ficción. En el viaje en que este último se entera que el padrino querido ha muerto y que nadie le ha informado, comienza la búsqueda de una “verdad” que se construye con retazos de anécdotas ocurridas en distintos tiempos entre Buenos Aires, Montevideo y El Salto. Complejizan y enriquecen el texto correos electrónicos enviados por el protagonista al padrino y viceversa, relatos de conversaciones con quienes lo conocieron y disquisiciones a partir de libros, películas y letras de canciones que van dando cuenta del modus operandi del libro, de su construcción en distintos niveles narrativos o metanarrativos: un libro que se piensa a sí mismo.
La búsqueda de la verdad sobre la muerte del padrino es a la vez la búsqueda de una estructura y de una forma para contar esta historia (o no-historia en palabras de mi colega Hidalgo, término que no comparto, pues una no historia es de por sí una historia, y además aquí hay hechos, acciones, desplazamientos, anécdotas, relatos paralelos; cómo olvidar a la inolvidable Malena y su entrada en un departamento de Buenos Aires en medio de una noche de juerga en que se cuela con el viento haciendo volar todo como en una letra de tango). El narrador de Morir solo constata que “siempre es necesaria una obsesión definida e incisiva para escribir” y recién a la mitad del libro se suelta (pareciera que hay un salto temporal del lapso en que dejó de escribir) y entonces comienza a referirse abiertamente al libro que está haciendo.
Rodrigo: Elisa me ha propuesto presentar el libro de Federico construyendo un texto a cuatro manos, y me ha advertido además, fuera de cámaras, que no se me ocurra hacer spoiler en la presentación. Recurro entonces a mis apuntes y me permito acá citar tres fragmentos que he recortado del libro de Fede: “Esto se trata tanto de contar la historia de este hombre y de quién fue para mí, como de contar el proceso de contar esta historia. La crónica de la investigación de la historia de alguien querido, de quien conozco algunos retazos incoherentes de su vida, de su propia voz o de la de otros a quienes tendré que recurrir incluso a pesar de ellos, y de su propia muerte” (P. 10). Ya en la página 10 nos queda claro el esquema que se va a seguir, un rayado de cancha que podría significar para el lector una señal de no esperar más sorpresas. ¿O acaso sí, sí cabe esa posibilidad? En la página 100 Fede se pregunta si esta, su novela, cabe bajo la tan en boga denominación o tendencia de la autoficción. Cuatro páginas después, dice: “Este libro se escribe a contrapelo, nunca hay tiempo para él. Hacerme el tiempo siempre ha sido la excusa perfecta que frena el avance de mi escritura. Nunca se trató sobre la historia misma de la vida o de la muerte de Roberto. Digo es sobre eso, pero no en lo narrativo. Me interesa contar, acaso pensar, cómo llegar a escribir sobre algo que no sé cómo ocurrió, que no podré saber, y que no me deja tranquilo. ¿No sería también todo un invento incluso si intentase escribir estrictamente lo que creo que pasó?”. Esta pregunta que parece retórica, desmiente la suposición de la primera recién referida. Acá sí está dejando entrever que efectivamente hay una posibilidad de sorpresa, de salida de ese rayado de cancha que es la autoficción: ¿y si todo fuese un invento?
Vértice, vórtice, vértigo. Palabras que se suceden como en un torbellino en este libro. Cuando el protagonista se arriesga a insistir en buscar el rastro de su padrino en Montevideo, el relato se vuelve vertiginoso. Lo experimenté aunque mi lectura haya sido interrumpida por los viajes en metro, los innumerables “mamaaaaá” que escucho durante el día, y otras urgentes ocupaciones. Morir solo está lleno de sorpresas que cautivan como una música que se oye en el transporte público, aunque produzca adrenalina y ansiedad.
Elisa Montecinos
Elisa: Quiero agradecer a Federico la invitación a presentar su libro, y con esto a adentrarme en su universo narrativo para lo cual propuse un juego que me ha divertido bastante: volver a leer junto a Rodrigo Hidalgo, a conversar y disentir, como en los tiempos inmemoriales de La Calabaza del Diablo. Irse a la segura, dice mi amigo, respecto a la escritura. ¿Es posible o hay alguna forma de irse a la segura? Irse a la segura respecto a qué, ¿a que el texto funcione, seduzca, guste? Tres cosas que no necesariamente son lo mismo. En mi opinión, lo fundamental es ser fiel a la obsesión, al texto, a la palabra; esa es la única cosa segura, aunque todo lo demás se vaya al carajo. Y me parece que Morir solo es eso: un camino que se sigue hasta el final, cueste lo que cueste.
Quizás un modo de irse a la segura, si entiendo lo que sostiene Hidalgo, sería que Federico Eisner se hubiera quedado de principio a fin con su narrador protagonista, que funciona muy bien; alguien que al reconstruir la vida del padrino también va redescubriendo su propia identidad. Pero no se queda con eso, y de pronto el narrador queda interrumpido, primero por un fragmento en tercera persona de un narrador que no se identifica y que tiene el mismo tono, la misma voz del otro, como si se desdoblara, pero aún así logra mirar desde otra perspectiva, un poco más lejos o como se suele decir en este libro: de medio lado. Luego aparece el diario de Malena, y aunque al comienzo no me crea la voz femenina y piense que se trata más bien de una larga carta o de un fragmento que cumple el rol de entregar ciertas informaciones, después la voz va aquiriendo carne mientras se distancia del narrador principal. Uno que está tan sólido y bien construido que acorrala a los demás, aún así el riesgo vale la pena. Intentar recomponer una vida desde distintos prismas le otorga riqueza y movimiento a la novela, volviéndola poliédrica.
Rodrigo: Como ya todas y todos saben, Elisa y yo somos viejos amigos, igual que yo y Federico. Con Fede nos reuníamos para trabajar juntos en nuestros respectivos proyectos escriturales, como en un taller privado, con Cristóbal Soto, y conozco este libro desde su condición de gameto. Subrayo esta amistad para permitirme ahora, de nuevo, una cita, que creo da cuenta del tipo de construcción de personaje que Fede logra en su autoficcionada novela. En las páginas 52-53, dice así:
“Pero sí, los amigos se alejan entre ellos, al parecer como algo inevitable, como algo natural. Una fuerza de repulsión cotidiana que hace que dé pereza verse, o llamarse un día cualquiera para saludar, o pasar a visitarse sin aviso. Es una inercia que requiere mucho esfuerzo para contrarrestarla, así que la mayoría de las veces ese trabajo se evita. Si la vida ya es bastante difícil para qué complicarla. Para ver a los amigos es necesario agendar con tiempo, prepararse. Han cambiado los gustos, las costumbres, las ideas políticas, la relación con el dinero. En otros casos las parejas, los trabajos, los países han cambiado. En realidad, lo que está en juego es la valoración de la amistad a través del tiempo. Pensamos que los amigos para siempre lo son solo gracias a unos cuantos años compartidos a una edad dependiente e insegura en que ellos son el mundo, lo único importante”.
Qué dolorosas palabras, piensa uno, la voz que habla ama a sus amigos y cree aún en el supremo valor de esas afectividades elegidas. Porque hoy en el mundo que ha instalado la política de lo desechable desde las mercancías hasta las relaciones, y tenemos parejas y trabajos desechables, a los niños y adolescentes se les enseña o recomienda cambiar de amiguis para evitar traumas o depresiones cada vez que un o una bestfriend le haga un desaire. La lealtad férrea para con los amigos parece un resabio, un vestigio, algo que quedó ahí como una pieza de museo, es propio de una época pasada, remota. Es comprensible y valorable el cambio si pensamos que en nombre del “hasta que la muerte los separe” se amparó tanta mierda. Fede y yo vivimos juntos tras separarnos de nuestras respectivas parejas. Pero algo de razón tiene la cita que he leído. Y es acaso esa realidad, la de entrar a una etapa de la vida en que los amigos ya no están, la que mueve al protagonista narrador de Federico. Su obsesión por saber en qué circunstancias murió el que se suponía era amigo de sus padres, da cuenta de su propia circunstancia.
Terminaré señalando, para no dejar el diálogo con Elisa en nada, que Fede en su construcción poliédrica, cita y hace referencia a varias películas y libros. Manda al lector a otro sitio, como en un link a una dimensión desconocida, para que se abran ventanas paralelas. Y si por un lado fui yo mismo quien le prestó a Fede el libro de María José Viera Gallo donde sale el cuento “Composición”, al que Fede le dedica las páginas que van de la 49 a 54 en Morir Solo; por el otro lado mi amigo, sin saberlo, me mandó a ver la película El ladrón de orquídeas, que no había visto y, al terminar de leer el libro, tuve que ver. Al final de esa película, que es una obra de arte de la metarreferencia, el guionista acude a un profesor, sin convencimiento y a regañadientes, para plantearle su dificultad, su no saber cómo resolver el guión de la película que debe escribir, le muestra sus torpes intentos, sus cojos avances, y el maestro le dice, sencillamente: dale un final. Quema todos los cartuchos posibles en el remate, ciérralo, acábalo todo, dale un final. Así, El ladrón de orquídeas, se precipita en un final desopilante, que después de habernos transmitido la desesperante angustia del depresivo guionista, la tara del creador bloqueado ante la página en blanco, se desborda en un despliegue de acción inaudito, casi paródico. Fede hace, a mi parecer, lo mismo, salvando por cierto todas las distancias y creo yo con más mérito y verosimilitud para mi amigo que para Nicolas Cage. Pero este es solo mi punto de vista –para que no me acusen de hacer spoiler, que no creo estarlo haciendo–, e insisto: no es un punto de vista que pretenda representar a nadie más que a mí, que dada mi condición de amigo del autor, he hecho abuso de tal licencia. Dicho lo anterior, les agradezco a él por la enorme confianza y a ustedes por la infinita paciencia.
Qué dolorosas palabras, piensa uno, la voz que habla ama a sus amigos y cree aún en el supremo valor de esas afectividades elegidas. Porque hoy en el mundo que ha instalado la política de lo desechable desde las mercancías hasta las relaciones, y tenemos parejas y trabajos desechables, a los niños y adolescentes se les enseña o recomienda cambiar de amiguis para evitar traumas o depresiones cada vez que un o una bestfriend le haga un desaire. La lealtad férrea para con los amigos parece un resabio, un vestigio, algo que quedó ahí como una pieza de museo, es propio de una época pasada, remota.
Rodrigo Hidalgo
Elisa: No recuerdo demasiado El ladrón de orquídeas, pero sí Martín Hache, y otras referencias más sudacas con las que dialoga el narrador, en una suerte de crítica cultural que de pronto parece irse para otro lado, pero siempre vuelve al libro que escribe, a la historia de Roberto Rico, el padrino. Como me toca cerrar aquí intentaré no desviarme demasiado. Hace no mucho volví a la Facultad de Filosofía de la Universidad de Chile y me encontré con un profesor con el que tuve clases a fines de los años 90 del siglo pasado. Qué tiene que ver, se preguntarán; justamente él daba un curso de literatura rioplatense, y leyendo esta novela volví de alguna manera a sus clases. Como no recordaba a cabalidad lo que nos había enseñado a partir de las lecturas de Onetti y de Arlt, encontré un artículo del profesor Thomas en que aborda la figura del “desesperado”, figura que también podría estar presente en Morir solo. Pensé también en Los adioses, de Onetti, y cómo genera una tensión narrativa a partir de una carta de la que nunca nos enteramos del contenido. Así como no nos enteramos por completo de qué le pasaba al ahijado en Montevideo junto a su padrino, por qué quería escapar del mundo de sus padres, tampoco sabemos de qué manera Roberto se había desviado, ni por qué habían dejado de hablarle personas que en otro tiempo formaron parte de su núcleo más íntimo, ni menos la razón por la que nadie se molestó en informar de su muerte al ahijado.
Vértice, vórtice, vértigo. Palabras que se suceden como en un torbellino en este libro. Cuando el protagonista se arriesga a insistir en buscar el rastro de su padrino en Montevideo, el relato se vuelve vertiginoso. Lo experimenté aunque mi lectura haya sido interrumpida por los viajes en metro, los innumerables “mamaaaaá” que escucho durante el día, y otras urgentes ocupaciones. Morir solo está lleno de sorpresas que cautivan como una música que se oye en el transporte público, aunque produzca adrenalina y ansiedad. Leyendo el final, mientras el libro iba perdiendo sus hojas, me pregunté también quién era yo, qué y cómo quería escribir, protagonicé performances tan absurdas o ridículas como la del protagonista, y me vi llorando en medio de un trámite burocrático y haciendo un escándalo, siempre con la novela en el bolso. La realidad supera a la ficción, lo sabemos, pero la ficción puede rescatar, visibilizar y reinventar aspectos de la realidad que no queremos ni podemos olvidar. Federico Eisner lo logra dejando preguntas y una atmósfera de misterio en el aire.