“¿Hay un sonido que acompaña a la escritura? ¿La herramienta hiere o roza la superficie? ¿Podemos palpar el surco que deja la punta del lápiz sobre el papel? ‘La escritura —afirma Roland Barthes en La aventura semiológica— debe permanecer unida, no a la voz, sino a la mano, al músculo: instalarse en la lentitud de la mano’ (99). Megumi Andrade, hábil tejedora, urde en este libro un abanico de experimentaciones que asientan la escritura en el movimiento de las manos”. La cita es de Marcela Rivera Hutinel, ensayista y autora de Lo que la mano da, quien lee atenta y delicadamente el último libro de la escritora y académica Megumi Andrade Kobayashi, Otras escrituras. Gestos, movimientos e inscripciones en el arte y la poesía contemporáneos (Ed. UAH, 2024)
En las superficies todas –papel, pantalla, paisaje, palabra– están las
sombras del tiempo y del deseo, de la memoria que aún sucede y por
venir, la vida propiamente revuelta, la historia.
(Guadalupe Santa Cruz. Lo que vibra por las superficies)
En el arte, en el amor del arte, como en todo amor, hay siempre cuerpos que se encuentran, se entrelazan, se tocan. Así como no amamos simplemente la idea de ese otro, sino lo que de nosotros se entrevera con su piel, su olor, la irrepetible singularidad de sus rasgos, el encuentro con el arte, ya sea el del artista con sus materiales, o el de aquel que queda cimbrando sobre los hilos tendidos por sus obras, requiere ejercitar una atención al cuerpo, a sus movimientos, a sus pequeños detalles. Amar al arte implica imbricarnos con los destellos del tiempo y del deseo que vibran por sus superficies. “Amar el arte, dedicarse o consagrarse a él —dice Jacques Derrida en Las artes de lo visible—es ante todo saber que no debe separarse el soporte de la obra”; “No podemos separarnos de lo que en el cuerpo de una obra, no tolera la separación” (255). Si la experiencia del arte reclama al cuerpo como morada, si lo que en él acontece es del orden de la materia y del contacto, debemos acusar recibo de lo que allí serpentea socavando el primado de la representación. Tendremos que desactivar nuestra pulsión hermenéutica, soltar la certidumbre del sentido, imaginar una nueva manera de ver donde todos los sentidos están dislocados. Habrá que aprender a ver de nuevo, buscando las palabras para que sea dicho no lo que hemos visto, sino lo que en el arte, en el amor del arte, transforma con su materia punzante nuestros modos de mirar. Acaso inventarse ojos en la punta de los dedos, oídos en las pupilas, hacer que germine en la mirada una inusitada forma de tacto.
Es esto lo que hace el libro de Megumi Andrade, tendiéndonos el don de su amor por el arte, por las materialidades que allí se encuentran. Ella escribe anudando – “Anudar, apunta, puede ser también una forma de escribir” (221)—, las obras de cinco artistas que comparten con ella el amor por el grafo, por la mano que prensa entre su índice y su pulgar un lápiz o un pincel con el único afán de experimentar la aventura que se juega en cada trazo. Sus dedos videntes anudan con movimientos minuciosos las líneas que surcan las prácticas artísticas de estos hacedores de grafismos que nos dejan tambaleando entre escritura e imagen, visualidad y texto. Cy Twombly, Henri Michaux, Inoue Yuichi, Mirtha Dermisache, Mira Schendel son los nombres tras estas otras escrituras que tensan con su trazado la condición de imagen de sus obras, diseminando en ellas marcas que, conservando la aparienciade la escritura, se resisten a su descriframiento. Escrituras ilegibles que, sin embargo, comparten una misma pasión por el contacto del pincel, la tiza o el lápiz conlas superficies de inscripción, y que atesoran lo que, en esas líneas, deja de ser límite o demarcación, para volverse coordenadas de errancia o de vuelo, constelaciones que contienen todas las lecturas posibles, o más precisamente aún, todas las posibilidades inesperadas de la lectura. “Entre estas obras y estos artistas existe una conexión tan profunda como conmovedora”, advierte en el prólogo. Nos invita, así, a seguirla en su recorrido, “un recorrido —dice— en el cual ir[á] hilando estas relaciones hasta conformar una trama que permitirá percibir, en el amplio sentido de la palabra, una manera compartida de explorar y concebir la escritura” (12-13). Ella anuda, hila, teje la confluencia entre estas obras con la misma delicadeza con la que su abuelo recortaba los calendarios que les llegaban de Japón, para transformar su noble factura en tacos de papel a los que amarraba un lápiz con una cuerda blanca de algodón. En esta imagen de infancia —la de sus abuelos escribiendo en japonés sobre esos papeles cuadrados palabras a cuyo significado no podía acceder— se cifra su amor por las infinitas maneras de unir esos puntos con los que nuestra existencia deja vestigio de su paso por el mundo. Si me permito citar en extenso este pasaje de la introducción es porque en esta imagen reconozco un precipitado sensible del don de pensamiento y escritura que trenza este libro que es, a su vez, muchos libros: un ensayo teórico particularmente luminoso, una bitácora vital de una pensadora que pone su cuerpo en escena para hacernos partícipes de lo que acontece en el encuentro singular con estas obras, la invención de una poética de la écfrasis que tantea la intimidad de los gestos que estos artistas pusieron en juego, el bosquejo de semblanzas que nos permiten advertir la tenacidad de sus búsquedas. Invocando esta imagen de su niñez, invito a sus lectores por venir a seguirla en el amor por el engendramiento del trazo, por la gestualidad y la energía que les dieron forma a las líneas en las que ella aprendió a leer las huellas de las manos y los gestos que laten, que continúan latiendo, en cada surco.
“No leer japonés me permitía —y me permite todavía— ver y sentir aspectos que normalmente pasan desapercibidos o que no solemos tomar en cuenta cuando nos enfrentamos a un texto que sí podemos decodificar. En el caso de las listas de mis abuelos recuerdo con vividez su superficie: un couché mate con líneas horizontales y verticales interrumpidas con uno que otro número, ideograma o letra entrecortada, un material particularmente grueso y costoso para algo tan ordinario como la orden de un almuerzo. También la herramienta de inscripción, un lápiz bic de punta gruesa cuya tinta azul me parecía infinita y, sobre todo, la expresividad gestual a propósito de la manera en que cada línea se desplegaba sobre el papel. ¿Dónde comienza y dónde termina cada trazo? ¿Cuál fue hecho primero? ¿Con cuánta presión se deslizó el lápiz? ¿Ese encuentro habrá tenido un sonido particular? ¿Será posible palpar la hendidura que generó la punta sobre el papel? ¿Es la letra de mi abuelo o de mi abuela? ¿Escribió de pie? ¿De prisa? ¿Hacía calor ese día? Estoy segura que de haber sabido —aunque fuera mínimamente— el idioma, no me habría fijado en tantos detalles, no le habría dado tanto espacio a la imaginación ni a posibles sentidos que se desprenden de indicios sensoriales y que no se agotan ni se detienen en un significado estable y predeterminado” (10).
¿Hay un sonido que acompaña a la escritura? ¿La herramienta hiere o roza la superficie? ¿Podemos palpar el surco que deja la punta del lápiz sobre el papel? “La escritura —afirma Roland Barthes en La aventura semiológica— debe permanecer unida, no a la voz, sino a la mano, al músculo: instalarse en la lentitud de la mano” (99). Megumi Andrade, hábil tejedora, urde en este libro un abanico de experimentaciones que asientan la escritura en el movimiento de las manos: la escritura de Inoue Yuichi, por ejemplo, “es una escritura de la mano que fuerza y que hiere” (129); “Una fotografía, publicada en la portada de la revista Shukan Asahi, lo captura en pleno proceso de composición de una de las obras […]. Con las rodillas dobladas e inclinado a ras de suelo, Inoue presiona con fuerza un pincel que agarra con ambas manos” (103).“Pienso en la gestualidad que acompaña la producción de las Droguinhas”, dice a propósito de las obras de Mira Schendel, confeccionadas con papel de arroz arrugado, retorcido en una cuerda y luego tejido en nudos. “Para anudar, los dedos se enlazan entre sí y el cuerpo tiende a inclinarse hacia adelante. Para escribir-tejer, Mira Schendel ocupó ambas manos” (225-226). De Panorama, la obra de Cy Twombly, señala que “sus trazos dan cuenta de un cuerpo agitado que, en lugar de deslizar calmadamente la tiza o el lápiz sobre la tela, pareciera hacerlo a partir de movimientos rápidos y breves” (34). El cuerpo de Twombly, como el de su escritura, es “un cuerpo porfiado”: “Escribe de pie, el movimiento de su brazo no es constante ni uniforme” (50). Megumi Andrade nos enseña así un nuevo arte de la lectura, capaz de hacer tangibles los gestos y movimientos que acompañan cada trazo de lo escrito, recorriendo sutilmente las superficies de estas “materialidades enfrentadas” (130) en las que la vida respira. Como lo hacen estas otras escrituras, ella escribe con manos que nos tienden un gesto para tocar los sentidos.
Referencias
Barthes, Roland (1993). La aventura semiológica. Barcelona: Paidós.
Derrida, Jacques (2013). Las artes de lo visible. Pontevedra: Ellago Ediciones.
Santa Cruz, Guadalupe (2013). Lo que vibra por las superficies. Santiago: Sangría Editora.
Este texto fue leído por Marcela Rivera durante el lanzamiento del libro de Megumi Andrade, en el Centro de Investigación Il Posto, ubicado en José Miguel de la Barra 480, Santiago Centro.