Y aquí una crónica de la lectura en el tiempo; de libros, de crecer y recordar, escrita por Ignacia Kramm: “Lamentablemente, en ese momento no pude compartir este gusto con nadie cercano. Amigos y familiares eran ajenos a esos conocimientos. Sin embargo, por casualidades de la vida, a los diecisiete años, un día termino paradita en un mesón de la universidad para inscribirme en la carrera de Literatura y Lingüística. Ya he dicho que la vida nos da sorpresas y el panorama se va poniendo mejor cada vez”.
Viajo en el tiempo. Mis recuerdos me llevan a los siete años, cuando obligada a leer El polizón de la Santa María, lloro de frustración. No entiendo nada. Paso las páginas y siempre consigo el mismo resultado: oraciones y enunciados que no puedo comprender y que solo me llevan a más confusión y preguntas sin respuestas. Me siento perdida entre las palabras como si estuviera en un laberinto sin salida. En mi casa nadie puede ayudarme con la misión porque, aunque sepan leer mejor que yo, no son buenos lectores ni se interesan por la literatura. En eso nada que hacer, libro tras libro, pruebas de lectura con notas paupérrimas, y a nadie le sorprende porque se supone que así somos en mi familia: malos para leer.
Dicen que los buenos lectores son buenos desde cabros chicos, o por la influencia de un adulto que ha mediado la lectura para ellos. Nadie podría prever el cambio que experimentaría en el futuro… “La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida”. Hoy, la frustración que sentía a los siete años se ve lejana y la miro con ironía…
Sigo viajando en el tiempo y me veo a los quince años. Sigo sin interesarme por la lectura, pero comienzo a desarrollar pensamiento crítico debido a unos debates extracurriculares a los que comienzo a ir. Siempre he sido extrovertida, mi personalidad y mis gustos son un popurrí; desarrollar mi interés por las letras era algo que estaba latente en el ambiente del debate. En un principio, mi lado intelectual sentía una inseguridad tremenda, pero poquito a poco, comenzaba a perder la vergüenza tomándole confianza a mis pensamientos.
Lamentablemente, en ese momento no pude compartir este gusto con nadie cercano. Amigos y familiares eran ajenos a esos conocimientos. Sin embargo, por casualidades de la vida, a los diecisiete años, un día termino paradita en un mesón de la universidad para inscribirme en la carrera de Literatura y Lingüística. Ya he dicho que la vida nos da sorpresas y el panorama se va poniendo mejor cada vez. Ahora que lo pienso, tenía ganas de ser una simple profesora con vocación, pero a medida que pasan los años, comienzo a ver las dificultades propias de la vida moderna. A eso, hay que sumarle un estallido social y una pandemia que manda a la mierda el sueñito de ser profe. Dos años tuvieron que pasar, muchas dificultades y cambios propios de los veintes, para que pudiera estar de nuevo paradita en el mesón de la universidad inscribiéndome para continuar con la tarea que había comenzado hacía ya cuatro años.
Mi familia, desconcertada de tanto cambio y un variado acervo de actividades, me dieron las felicitaciones porque, después de todo, “el título más suma que resta”. Esa clase de ninguneo solo se encuentra en los espacios de confianza, pero menos mal y como ya dije, ellos poco saben. Durante mi primer año de regreso comienzo a (re)descubrir mi fascinación por el conocimiento. Mi versión más madura entiende, analiza y vive la literatura. Todos los días viajo por el recuerdo de los siete años para reírme del desgraciado tiempo en que no entendía los libros. Ellos son hoy día una parte constitutiva de mi versión actual. Llego a pensar muchas veces que en otra vida leía como si no hubiera un mañana. Así, poquito a poco, los libros impregnan de riqueza mi mente, mi alma y mi personalidad.
Ahora que soy una fanática de la literatura y quiero dedicarme a estudiar lenguaje y lingüística computacional, veo el primer recuerdo como una mera y bonita casualidad del destino. Creo que mi yo de siete años no tenía herramientas para comprender la magnífica sensación de viajar a distintos lugares mediante las palabras. Ella no sabía la importancia y poder que tiene el lenguaje de construir nuestras realidades. Suelo hacer conexiones entre estas cosas y mi vida, todo el tiempo estoy (re)construyéndome y (re)confIgurándome a través de la confluencia de los discursos que percibo y produzco…