Esta nostálgica y sensible crónica, ha sido escrita por Ivette Guajardo Saavedra, estudiante de la Licenciatura en Lengua y Literatura de la UAH, dentro del marco del taller de crónica impartido por el escritor y docente Gabriel Zanetti: “La vuelta a casa estaba envuelta de un silencio soñador porque la atención de todos estaba en algo, los conductores se fijaban en no perder el control, algunos disfrutaban en silencio de la lluvia, otros hacían carreras con las gotas en el vidrio y algunos otros elegíamos una canción para que los audífonos le dieran un ambiente de película a la tarde”
En Santiago, la lluvia siempre ha sido un gran acontecimiento. Calles anegadas, patios inundados, incesantes noticias sobre la posibilidad de más agua y a veces la imposibilidad de salir de la casa producto de un charco del ancho del estrecho pasaje de alguna comuna. También para mí, desde que tengo memoria, la lluvia ha sido un suceso demasiado importante como para dejarlo pasar sin gloria. El repiqueteo de las gotas en el techo de lata y la promesa de un día en casa a mitad de la semana; el olor a aceite y masa… porque un día de lluvia no es un día de lluvia sin sopaipillas, sopa de pantruca y leche caliente. Un verdadero gusto luego de los secos meses de verano.
La primera lluvia del año siempre fue un suceso esperado: las noticias se llenan de alarmas y avisos de una inundación que llega infaltablemente solo por la eterna falta de previsión urbanística. En el pasado, mis hermanos y yo rezábamos porque la ropa no se alcanzaba a secar y negociábamos por largo rato sopaipillas para el desayuno (con kétchup, porque era la magia de lo que no se comía todos los días) y la taza de leche podía ser intercambiable por una de té (jamás un vaso agua porque estaba muy fría y mi mamá se negaba a que alguno se enfermara).
En los días en que el temporal caía de improviso mi mamá nos abrigaba bien y, entre quejas y promesas de ayudar a hacer las camas con tal de no ir, nos mandaba al colegio (a veces con el trato de masas para la once o, si despertaba muy temprano, con masas en la mochila como colación). Y eran los días más largos del año, días somnolientos con el arrullo de las gotas en que los profesores se tomaban con calma la vida o incluso alguno faltaba y su clase era reemplazada por una película para evitar que nos moviéramos de nuestros lugares y, mientras avanzaba la peli, también fingíamos no escuchar el paquete de galletas que se abría en alguna mesa.
La vuelta a casa estaba envuelta de un silencio soñador porque la atención de todos estaba en algo, los conductores se fijaban en no perder el control, algunos disfrutaban en silencio de la lluvia, otros hacían carreras con las gotas en el vidrio y algunos otros elegíamos una canción para que los audífonos le dieran un ambiente de película a la tarde. A veces eran viajes cortos que dejaban gusto a poco, otras veces eran largos trayectos que daban para armar una buena historia, y otras viajecitos livianos que se prestaban para disfrutar de la naturaleza. Todo dependía de adónde nos hubiésemos mudado en el momento… por años fueron viajes largos en la parte de atrás de una camioneta donde el sonido de la lluvia era la única magia necesaria.
La llegada a casa era igual de emocionante, las ansias por quitarse el uniforme y estar en pijama el resto de la tarde hacían que varias veces nos olvidáramos de saludar a mi mamá. Pero aun cuando el clima nos llenaba de una extraña energía, no podíamos esquivar la tarea. En ocasiones, ella nos permitía hacerla en cama, pero con todo estábamos obligados a primero cumplir con el colegio antes de descansar como Dios mandaba, como el clima mandaba. Claro que siempre alguno se libraba de ello por la suerte casi mística de que sus profesores decidieran no mandar nada para hacer.
Cuando la lluvia no sorprendía a nadie, en la calle el charco era demasiado grande como para que los niños pudieran saltar, se nos permitía el lujo de quedarnos en cama. La alarma no sonaba y despertábamos por fuerza de costumbre entre media y una hora después de la hora debida. Mi madre, siempre tan atenta, ya tenía el desayuno listo y el agua hervida; entre chistes sobre faltar al colegio nos ponía una película y continuaba con su día. Luego nos dejaba holgazanear hasta que llegaba la hora de hacer aseo y, mientras sonaba un canal de música gringo, movía las camas y nos hacía saltar de una a otra para que no estorbáramos.
Al acabar el día, ya bañados, comidos y lavados de dientes, el silencio se hacía presente, con una que otra risilla de complicidad, algún gato corriendo en el entretecho para huir del agua o alguna lata en el techo saltando producto del viento. Arrullados, nuestro último recuerdo del día anterior era la lluvia o alguna ensoñación antes de dormir. Y a la mañana siguiente despertábamos igual de emocionados que el día anterior, abrigados y con un desayuno a base de masas, salíamos al exterior buscando la marca distintiva de la lluvia: un cielo especialmente despejado y el aire con un olor indescriptible que me emocionaba hasta las risas.