Carlos Labbé. Caracteres Blancos. Sangría editora. 149 páginas
Una forma interesante de acercarse a la narrativa contemporánea es estudiar el mundo que se revela en la mirada del autor y que, accidental o conscientemente, se imprime en el texto. A su vez, esta aproximación se vuelve una posibilidad de creación, utilizando este proceso de observación de realidades y relaciones, sociales e individuales, como un motivo, y convirtiéndolo en un tópico novedoso, o que por lo menos nos pone en alerta al momento de leer.
En cierto sentido, esto es lo que Carlos Labbé intenta, y a mi parecer logra de buena manera en su último libro. Luego de la publicación de sus cuatro novelas, incluyendo la bullada Locuela (2009), Labbé lanza su colección de cuentos breves Caracteres Blancos (2010), donde es posible encontrar una concretización más osada y directa de un proyecto literario, el cual ha sido comentado como múltiple, dialéctico y en suma complejo, pero que, sin embargo, se evidencia de manera autónoma, sin tener la necesidad de salir de sus páginas.
El libro contiene doce cuentos breves y uno más extenso que se divide en siete partes que van intercalándose entre los primeros. Además, uno de sus relatos está dividido en nueve partes declaradas “fábulas automáticas”. Sus textos en general están compuestos por personajes que intentan entenderse, relacionarse y descubrir algo en el otro “Pero no hay manera de hablar, reflexionó, justo cuando se le escapaba una frase: -Es como si yo estuviera dentro del agua y tú afuera”. Algo semejante sucede en el relato “Vida breve”, construido en torno a las manifestaciones del inconsciente de un joven y talentoso autor (o proto-autor) argentino, Facundo, quien sin conocer el texto original, parafrasea una novela de Onetti, la que llega a través de sus sueños. En este sentido, lo que más llama la atención es que esta situación de “plagio”, al revelarse, poco importa.
Así también la integración de la tecnología y la participación de los autómatas en la obra (“Nueve Fábulas Automáticas”), adhieren a ésta el tópico de las relaciones “sociales” con aquello que no puede interpretar, ni menos interpretarse (nada más directo que la lectura de “Caracteres blancos”). Por otro lado, en el intento de comprender la situación de autoexilio en la que se encuentran los personajes en “Segundo día de ayuno”, es necesario recurrir al discurso de otro (en otro lado, en otro tiempo, en otro idioma); un yogi, en Osaka, en caracteres katakana, hiragana y kanji.
A partir de la lectura de los siete días de ayuno, días que se convierten en episodios, que a su vez intentan funcionar como recurso de ilación novelística de esta compilación de cuentos (o tal vez es sólo un espejismo), aparece, lo que me parece ser el motivo básico que se diluye en esta obra: las relaciones con el otro. Lo que bulle en cada uno de estos cuentos es la interpretación y observación de las acciones y los discursos, lo cual toma un rol fundamental que no se resuelve en el trabajo del escritor. En este sentido, es el lector quien se hace partícipe de la acción interpretativa principal con las historias, pero más allá y de manera más o menos dificultosa, con los personajes.
De forma más explícita, en el “Memorándum” de un funcionario público de la municipalidad de Santiago, que funciona como diario de observación de un sujeto que justamente observa, se revela quizás el juego de roles más interesante de la obra, donde es posible tomar un lugar claro en la tarea de interpretación. Si bien es evidente que aquello que se revela es el mundo a través del que observa, es aún más notable el proceso de observación de aquella tarea de construcción de la realidad, que produce extrañamiento y que de cierta manera nos deja un gusto desagradable.