Asistí el año pasado a un curso de Andrés Claro por primera vez. Un seminario de poética china, que compartió con Fernando Pérez y que tuvo como invitado final a Raúl Ruiz, sorprendentemente –o quizás no tanto- un gran conocedor de la cultura china y sus operatorias. Al final del curso, Claro entregó a los asistentes un pequeño volumen de haikus recientemente editado por Tacitas. La selección y versiones, decía la portada, estuvieron a cargo suyo. Una nota preliminar mencionaba que el traductor, relativamente ajeno a la lengua japonesa pero igualmente decidido a hacerle justicia a este leve equilibrio entre concisión formal y sonoridad, forjó cada versión gracias al estudio de traducciones anteriores, el siempre oportuno diccionario y la ayuda de una paciente vecina que se animó a entonar cada palabra de estos poemas –trabajo este último que permitió la elaboración de un volumen propiamente bilingüe: la parte superior de cada página consigna cómo suena el poema en japonés; la parte inferior, cómo suena en español.
A la mañana siguiente, un correo de Fernando Pérez invitaba a escribir una reseña sobre el libro. Estaba cazada de tiempo –sin mencionar que nunca había reseñado un libro de poemas-, pero me ofrecí de todos modos. Tardé varios meses. Venía de escribir un paper para el curso de Claro y no sabía ahora cómo emprender la lectura de estos haikus. En primer lugar, porque el seminario era sobre poética china y estos eran poemas japoneses. Luego, porque la escritura académica dista –o debiera distar, idealmente- del estilo ensayístico de una reseña. Finalmente, porque la calidez del verano y la flojera de marzo me distrajeron cada vez que lo intenté.
Pero aquí vamos.
A primera vista, pareciera que los poemas de Kirigirisu se plegaran a un orden exclusivamente cronológico. La contraportada, por su parte, nos advierte que el volumen de haikus “recoge a los autores más relevantes de esta tradición”. Sin embargo, algo resuena en los poemas que me impide pensar este libro en los términos de una antología. Quiero decir que el orden propuesto en Kirigirisu se confiesa deudor de otro tempo. Andrés Claro compuso este libro desde el oído. Infligiendo a cada poema un tono particular, sigiloso pero constante, dio cuerpo –espesor o materialidad, pero también ánimo- a estos haikus: “patos que aletean”, “insectos contenidos”, “chasquido en el agua”, “gansos que graznan”, “grazna un cuervo”, “pájaros piando”, “conejos que cruzan”, “crepita el agua”, “resuena el viento”, “se escuchan ecos”… y “cricrea un grillo”. Estos rumores, presentes en la mayoría de los poemas, reverberan aún con mayor intensidad si consideramos que la premisa explícita del traductor fue hacer pasar no sólo las imágenes sino especialmente los efectos sonoros. El resultado es que los oímos en todas partes, incluso allí donde pareciera que no hay nada que escuchar: «La oruga / roe la planta de arroz / en silencio».
Estos haikus, podría decir, están atentos, como si aguardaran algo. Más que a la sensación de que algo está por suceder, me refiero a la sensación de que siempre hay algo sucediendo o que incluso ya ha sucedido. La lenta insistencia del tiempo gotea sobre estos poemas hasta empaparlos, a la vez que los absorbe en su incansable recursividad. El orden cronológico de Kirigirisu no es tanto un orden lineal como un orden cósmico, poblado de repeticiones, de instantes que sobreviven, de imágenes entrampadas en un hiato del tiempo: «Vistas de nieve / aún en primavera / negras de polvo».
Dentro de este tiempo cósmico, los rumores de Kirigirisu devienen ritmo. Aunque no uno que se pueda seguir con la patita, o golpeando palmas como enseñaban en el colegio. En estos haikus, cosa extraña, se cruza un tiempo continuo y otro impredecible: «Apenas / se arquea la peonía / con los días».
Ya sea que estemos a la espera, que seamos testigos o que hayamos llegado tarde, el haiku consigna un paso del tiempo. Kirigirisu no es mezquino en este aspecto. No sólo señala el paso de las estaciones (“encierro invernal”, “chubasco estival”, “aún en primavera”, “noche de otoño”); también el de los años (“se acaba el año”, “dos años de más”, “año nuevo”); de los meses (“lluvia de mayo”, “lluvia de junio”); de los días (“se atascan los días”, “se desprenden día a día”, “al fin del día”, “todo el día en silencio”). ¿Cuál es el residuo último de este vago acontecer?
Si bien los poemas alternan ciclos, podríamos decir, “de escasez y abundancia”, como sucede en estos dos poemas, aparejados en las páginas 80 y 81 («Lluvia de mayo / Las ondas destellan / y el pino brota», «Lluvia de junio / El techo gotea / en el retrete«), el tono de los haikus seleccionados por Claro es más frecuentemente el de un ocaso: algo así como un destello antes del fin. Los tres poemas donde aparece la palabra kirigirisu dicen mucho en este sentido: «Bajo la almohada /en que me arrancan canas /cricrea un grillo», «Cricrea el grillo / bajo la mesa / del que parte», «Cricrea un grillo / La casa poco a poco / Decayendo». La vejez, la partida, la desgracia, convocadas por un grillo –agazapado, como el tiempo casi perezoso del haiku– que sigue cricreando.
Recuerdo veranos en que me entretenía en predecir el próximo cricri de los grillos invisibles que se disputaban con algunos escarabajos el reino de un patio de pasto largo y mal cortado. No sé qué sentido le asignaba entonces a poder definir el ritmo de ese cricrear. Quizás no lo hacía más que para dejar pasar el tiempo, a ver si lograba adelantar en diez o veinte minutos la hora de once. Ninguna de las dos cosas –ni la definición del ritmo, ni la anticipación del tiempo- tuvieron resultado.
cristina
24 mayo, 2011 @ 13:38
lindo chicos. bien cecilia!! la mejor alumna!!!