En medio de la crisis sanitaria nace un niño y un canto que celebra y sana. Dos años después surge un libro: Cantando me amaneciera, de Rubí Carreño, que se acaba de lanzar con recitado y música en el campus San Joaquín, en pleno gozo de la presencia. Hoy compartimos las palabras que pronunció la académica de la UAI, María José Barros, para quien este libro es un lawen, como le llama el pueblo Mapuche al poder medicinal de las plantas.
Las primeras noticias que tuve de Cantando me amaneciera, libro-disco ofrecido como regalo para el nacimiento de Baltazar (hijo de Felipe), ocurrieron en plena cuarentena. Eran días de encierro, clases virtuales con estudiantes que aún no conocía, uno que otro Rize para calmar la ansiedad y un estricto horario de “turnos éticos” que diseñamos con Francisco, mi marido, para poder seguir trabajando y cuidar a nuestro pequeño Manuel. De pronto nuestro hogar se transformó en una suerte de casa donosiana, a ratos asfixiante y ominosa, con sus propios sujetos monstruosos (niño incluido) e invitados inesperados que espectralmente nos visitaban en nuestras pantallas. Al igual que para la gran mayoría de ustedes, las fronteras entre la casa y el trabajo, el living y el jardín infantil, la cama y el escritorio se difuminaron casi por completo, y la posibilidad de que la enfermedad o la pelá tocara la puerta de algún ser querido nos dejó expuestos frente a la vulnerabilidad propia y ajena.
Pero no todo fue distopía ni catástrofe, tal como algunos mediáticos intelectuales se apuraron en predecir. Como nunca antes conversé con antiguas amistades por Zoom, los viernes se convirtieron en noches de alquimia gastronómica, masas y pizzas, y lo más importante, con Francisco tuvimos el privilegio de acompañar y ver crecer a nuestro hijo en sus primeros años de vida. La casa fue también nuestro refugio, un nido de cuidados y afectos, y en esas circunstancias recibí un día un audio de mi querida Rubí, en el que me contaba que estaba haciendo un libro con música y me compartía uno de los relatos incluidos en la publicación que hoy nos vuelve a reunir, cuerpo a cuerpo y por fin sin distancias sociales.
Acompañada de la guitarra de Felipe, escuché a través de mi celular la voz de Rubí leyendo “La luna, pluma por pluma”, texto que me trasladó desde los días pestilentes y oscuros de la pandemia, el estado de excepción y el toque de queda hacia los tiempos de “cuando Chile era todavía una república y sabíamos del fascismo por las canciones aprendidas de discos de Rolando Alarcón y Quilapayún” (37). Porque en la escritura de Rubí se entrelazan la historia del país con la historia familiar, las memorias heredadas de los antepasados —posmemoria dirían algunos— con los recuerdos y las vivencias propias, y las canciones que desde su niñez hasta hoy forman parte de su playlist biográfica y vital. Porque como buena profesora de teoría literaria y devota declarada de Bajtin, al igual que nuestro querido Danilo Santos, en la escritura de Rubí habitan y hablan otras voces, otras hablas, otros cuerpos, y se encuentran amistosamente la literatura y la música, la ficción y la historia, la ciudad letrada y la calle.
Así, en este primer relato que tuve el privilegio de escuchar, Rubí narra e imagina la llegada de los republicanos españoles en el Winnipeg y sus palabras se nutren de los recuerdos de sus abuelos porteños, la poesía de García Lorca leída en su infancia, las canciones de la Guerra Civil Española cantadas por Rolando Alarcón y los poemas de Miguel Hernández escritos en la cárcel y cantados por Serrat. Al igual que en sus valiosos y pioneros trabajos de crítica literaria, la prosa de Rubí está atravesada por la música popular y fue esta banda sonora variopinta de canciones, donde convergen la cebolla con el fusil, la que me hizo conectar con mis propios recuerdos de infancia y padres, a quienes no veía hace meses debido a la pandemia.
En “El cielo de los cantantes”, uno de mis relatos favoritos, Rubí nos enseña con humor y de la mano de Congreso y su canción “El cielito de mi pieza” que incluso en el reducido metro cuadrado de nuestras habitaciones era posible mirar el techo como si fuese una “capilla sixtina” (23) e imaginar otros mundos, otras ficciones. Viajando por el espacio infinito Rubí se pregunta “¿Cómo será el cielo de los cantantes?” (21) y da rienda suelta a una serie de imágenes que nos sitúan en un paraíso festivo, gozoso y terrenal, donde todos y todas tienen cabida, y que reúne a estrellas musicales tan diversas como Víctor Jara, Juan Gabriel, Chabuca Granda, el Gato Alquinta y Víctor Alarcón, entre otros. Así como en el Decamerón de Boccaccio los jóvenes narraban cuentos sobre esposas adúlteras o monjas y frailes que poco y nada tenían de castos con el mero propósito de entretenerse y olvidar su Florencia putrefacta, en Cantando me amaneciera Rubí nos demuestra que las canciones y las memorias vinculadas a la música nos salvaron de los reportes diarios de la doctora Daza y del uso y abuso del alcohol gel, el Lisoform y las mascarillas. Pienso —por ejemplo— en el primer relato del libro, titulado “La dicha en el caldo”, en el que Rubí recuerda una salida del Coro de Estudiantes UC a Chiloé y celebra la generosidad de Doña Teresa Andrade, dueña del restaurante El Rosal, en cuya mesa comieron abundantemente como si de un banquete rokhiano se tratara. ¿Cuáles son esas memorias de la abundancia y lo colectivo que atesoramos y frecuentamos cuando “solo hay islas de sequedad o espanto” (19)? ¿Cuáles son esas canciones —me pregunto— que nos vuelven a reunir para que nunca más nos soltemos?
En su último proyecto de investigación Rubí trabajó en torno al poder sanador y medicinal de las plantas, el lawen como le llama el pueblo Mapuche, y me atrevería a decir que en Cantando me amaneciera las canciones son también lawen, remedio. Porque en los relatos aquí reunidos las canciones son resistencia, lucha, fiesta, comilona y baile. La teoría de Rubí Carreño sobre la biopoética desarrollada en su libro Av. Independencia se hace carne en estas prosas en las que la literatura ha dejado de ser un objeto de estudio para convertirse en creación propia –aunque siendo rigurosa, debo decir también que la escritura crítica de Rubí siempre se ha caracterizado por su estilo literario, ensayístico, libre y creativo. Lejos del paper estrictamente académico o científico, Rubí se atrevió desde temprano a romper los muros aislantes y entrelazar aquello que el patriarcado, el colonialismo y la academia nos ha enseñado a pensar como excluyente.
Desde este lugar abierto a los cruces entre música y literatura, memorias propias y ajenas, saberes letrados y populares, voces de por aquí y por allá, Cantando me amaneciera se configura ante todo como una invitación a celebrar la vida en sus múltiples formas y manifestaciones. Es un libro que celebra sin romantizar la llegada de los hijos y la crianza; que nos invita a volver nuestra mirada al juego infantil en el collage-portada de Ana Lea-Plaza; que no por nada está dedicado a los jóvenes estudiantes que movilizaron a todo un país dormido; y que incluye al menos dos textos sobre el cuidado de los hijos en pandemia: el de la pequeña Clara (hija de Felipe) y el de Simón (hijo de Rubí). En tiempos de enfermedad, muerte y una revuelta popular abruptamente interrumpida, Rubí da la bienvenida a los nuevos brotes y nos invita a pensar el feminismo como una lucha que también, por supuesto, compete a las madres. Porque maternar —y que por favor esto no se entienda en un sentido restrictivamente biológico— es un acto amoroso, político y creativo, que duele y emancipa al mismo tiempo, y que la pandemia contribuyó a visibilizar y valorar. Desde ahí, también, emergen estos escritos y se canta, cantamos hasta el amanecer.