Se me disculpará que esta vez hable desde la experiencia más privada. Es que cuando la muerte arrebata, sólo el recuerdo de la vida es capaz de conjurar la pérdida. Y en el caso de Gonzalo Rojas, su vida no fue para mí sólo escritura, sino también conversación. Es eso lo que viene a la memoria en estas horas de luto. Escribo desde un yo íntimo, y aunque poco o nada de interés despierte en el lector la vida mía, estas líneas se salvan porque hablan de alguien que sí aviva la curiosidad.
Conocí la poesía de Rojas en el momento en que hay que conocerla: en la cima misma de la adolescencia, por allá por los monstruosos quince o dieciséis. Corría el año ’98 o ’99. No recuerdo cómo fue que supe de su escritura, pero aventuro que antes de leerlo, lo oí. Antología de aire fue justamente el primer libro de mi modesta biblioteca, y lo compré con un dinero que junté palmo a palmo. Vuelvo ahora a esa edición para tratar de recuperar con esfuerzo la ingenuidad y el gozo con que leí entonces aquellos versos. El mero recuerdo de esa lectura, la primera que en mí despertaba una sensación estremecedora, es motivo bastante para guardar a Rojas en ese reducto del afecto que los lectores reservamos a ciertos nombres.
El año 2000, y vistiendo aún uniforme de colegio, pude conocerlo. Participaba yo en esos tiempos en un Taller de Poesía que se realizaba en la casa museo La Sebastiana, ciudad de Valparaíso. Sergio Muñoz, a la sazón un poeta cercano a Rojas, gestionó su visita para una mañana de octubre. Hecha mi petición de retiro anticipado en el colegio católico al que pertenecía, me encontré con la rotunda negación del permiso. No me quedó más que arrancarme en un descuido del portero. En La Sebastiana no éramos más de siete u ocho jovenzuelos con dos o tres lecturas en el cuerpo. Y aún frente a público tan novato, Rojas conversó con nosotros por cerca de una hora. Semejante generosidad la entendería años después, cuando tuve ocasión de conocer a decenas de otros escritores que más de alguna vez rezongaron por escasez de oyentes o por los diálogos no incluidos en los acuerdos previos a la visita. Para 2000, Rojas ya no sólo era un Premio Nacional y Premio Reina Sofía, lo que en su modo de ver las cosas no era más que un detalle, sino que, sobre todo, era una de las voces más respetadas de la poesía iberoamericana. Ese gigante, entonces, se sentó a conversar con generosidad frente a estos muchachos que éramos por esos años.
Ese Rojas que vi por primera vez, no era tan distinto al Rojas cuya foto aparece en la tapa de su libro Antología de aire. Le conocí con 83 años. Siempre fue para mí “el viejo Rojas”. Todavía me cuesta imaginar sus entonaciones en la época en que la ancianidad no le había envejecido aún la voz. Su trato y su humor eran los de un abuelo lúcido. ¿Cuánto de eso habrá existido en él hace décadas?
Tras ese primer encuentro, estuve con él tres o cuatro veces más, en los años siguientes. Hasta que noté que era el momento de alejarme un poco. Sobre todo, porque Rojas era un gran explicador, y ese discurso entorpecía la lectura desprejuiciada de sus textos. Ahora que esa voz aspirada se ha callado, es tal vez el momento para vérselas de frente con su escritura. Que no nos pasen tanto documental sobre su vida, ni volvamos tan emotivamente a la infinidad de grabaciones de sus lecturas. Desaparecida la vida, es el momento de la obra, y ésa ha de leerse. La cadencia y los giros de su habla eran envolventes, y eso me parece peligroso para el instante en que como lectores tenemos al poema enfrente. Seguramente, será difícil alejarse, porque su voz resuena como una musiquilla constante. A mí, en lo particular, me cuesta encontrar una nueva veta rítmica a sus textos. La recitación calaba tan hondo que reverbera aún.
Además, Rojas no decía mucho de nuevo en sus últimas apariciones. Sus confesiones se transformaron en un lugar común para un lector que se precie. El logro está en ser capaces de pensar otra vez su poesía. Releída con ocasión de su muerte la entrevista que le hace Andrés Piña en Conversaciones con la poesía chilena, y que data de 1990, me doy cuenta de que en todas las veces que le escuché en vivo, y en todas las entrevistas que de él leí en los periódicos, no hubo algo nuevo. “Metamorfosis de lo mismo”, hubiera dicho él. Todo lo confesado después ya está en ese libro. Y puede ser que mi desconocimiento no me haga citar aquí algún texto anterior del cual la entrevista de Conversaciones sea un remedo. Acabadas sus agradables pero distractivas declaraciones, es el momento de entrar más hondamente en el verso mismo.
Una de esas muchas confesiones que hacía reiteradamente el viejo Rojas, era que se trataba de un poeta tartamudo y asmático. Hoy, que la muerte condesa en un instante gran parte de su vida, y se echa un vistazo rápido a tantos años, siento el asma en su respiración difícil, pero dudo de la tartamudez tantas veces advertida. En Rojas el verbo se daba a borbotones. Habrá publicado a los 31 años su primer libro, y a los 47 el segundo, pero eso no quita en nada la torrencialidad con que escribió hasta sus últimos días. Y cada poema se deshilvana con una impecabilidad que muestra oficio y dominio absoluto del verbo. Al tartamudo se le atraganta la palabra, a este viejo Rojas le fluía. Hubo quizás en sus últimos años un volver al desborde de La Miseria del Hombre, con un lenguaje rebasado en poemas medianamente largos y en continuas publicaciones. La contención de Contra la muerte, con ese gesto absoluto que es abrir el libro con un poema titulado “Al silencio”, me parece que quedó en lejanos años. Conocí a un Rojas verboso, con un talento inigualable para dar vueltas y revueltas a esa forma tan propia que tenía de decir las cosas, pero no al tartamudo confeso que dicen que fue.
Y en la época de todo esto que voy contando, Rojas se erigía como un escritor que gran parte de los poetas veinteañeros leían –o decían leer–, con devoción casi febril. No recuerdo lectura de Rojas sin un público desbordando las salas ni sin esos aplausos enfervorizados que venían tras el último verso de cada poema. Se extrañará esa catarsis masiva. Rojas era citado, Rojas era honrado, imitado y querido, Rojas era escuchado y palmoteado. ¿Pero era –y es– lo suficientemente leído por esos jóvenes a quienes tanto interés despertó su figura? Y leído que fuese, ¿cuánto quedó de esa poesía en la escritura de los novatos que éramos? De todo lo que nos podía quedar, hubo algo que siempre me llamó la atención: Rojas fue una muestra perfecta de ese talento para descubrir en cada poema el ritmo que a éste le era propio. El viejo Rojas cuidó de la eufonía como el que más. Pero no se trataba de una mera sonoridad agradable al oído, sino de un buen sonido que lo era en la medida que se descubría como el único dable en el poema que se escribía. Y ese ejemplo de esmero, que incluso el viejo Rojas confesaba a gran orgullo, es una de las carencias mayores que yo, como mediano lector que soy, noto en la poesía que escriben esos que pregonan su admiración. Rojas fue torrencial, pero no descuidado en los ritmos, y justamente torrencialidad con descuido es lo que parecen confundir algunos.
La muerte de este querido viejo no sorprende, pero igualmente duele. Y con justas razones. El día anterior a su fallecimiento, un matutino consignaba la confesión de su hijo: “mi padre se apaga lenta y dignamente”. No podía ser de otra forma cuando se tiene por destino “todo el hueco del cielo/ toda la cavidad de la hermosura”. Rojas era un poeta demoroso, y a ese ritmo del lentiforme que era, fue guardando silencio. Se apagó al compás del aire, del aire, del aire, pero sus versos seguirán galopando como el potro colorado de la remota infancia.
Adriana Valdés
13 mayo, 2011 @ 17:43
¡Muy buen texto!
Diego Alfaro
21 julio, 2011 @ 2:35
Justo homenaje, Gonzalo. Espero que no siempre seas el que escriba las elegías -es una pega atroz- aunque de verdad tienes el ton y el son para emocionarnos.
Yo vi al viejo, dos o tres veces, de lejos y lo vi, pero siempre lo preferí transparente. ¿Qué quedará de su lectura? Sobre todo aquello que mencionas: esa capacidad infinita de dar en el clavo en el ritmo, de saber cuándo se corta un verso y de cuándo la aliteración es justa y no desmedida: ahí se juega la verdad de lo que se diga; la literatura, al fin y al cabo.
Un gran abrazo y felicitaciones.