El libro La pose autobiográfica. Ensayos sobre narrativa chilena (Ediciones Universidad Alberto Hurtado, 2018) “es en gran medida el descubrimiento de un salar, es decir, un lugar vasto que ocupaba un espacio dilatado, pero que había sido pocas veces visto o divisado, debido a la distancia, y al desinterés por su aparente infertilidad”. Así describe Hugo Bello este importante trabajo crítico de Lorena Amaro, y que hoy, el día del libro, queremos celebrar, porque es en sí mismo la celebración de un gran corpus de obras y temáticas descuidadas por la academia y los lectores, y que prometen volver a a circular.
Autobiografía, autografía, novela autobiográfica, memorias: son muy diversas y flexibles las manifestaciones genéricas de las que trata el libro que Lorena Amaro nos invita a leer. Se trata de una visión panorámica y crítica que tiene como foco la escritura y las mil y una posibilidades de desdoblamiento, estiramiento y repliegue que tiene el “yo”. Es también, en casos concretos, la concurrencia de una manera singular de acercarnos a lo que ha sido antes leído de maneras distintas y distantes. La comprensión de una práctica escritural que, por lo general, no le ha interesado al mercado de los consumidores, conducidos por el temible aparato de las editoriales, de exclusivo interés comercial, ni a los estudios literarios tradicionales, asentados en definiciones declinadas de géneros, periodizaciones o efímeros términos de turno.
Biografías, memorias y autobiografías, no parecían tener un lugar de prestigio ni de interés científico, al menos en el régimen universitario que perseveró en las universidades chilenas hasta los años 90. Actualmente el currículo formativo ha cambiado, pero desde ese entonces aún no contábamos en Chile con un enfoque tan amplio, panorámico y de innegable densidad crítica, que sistematizara el abigarrado paisaje de las formas de escritura antes dichas, como es este libro de Lorena Amaro.
La pose autobiográfica. Ensayos sobre narrativa chilena se articula en tres partes: “Autorías y herencias”, “Postales de infancia”, “Autobiografías, autoficciones”. En cada de una de estas hay un centro temático y discursivo que permite nuclear la lectura de los textos y de las autoras o autores a los que están referidos los artículos. En todos ellos hay también movimientos de flash back o de ricorsi que permiten establecer, en la generación de estas variables discursivas, la presencia articulada del tiempo, la memoria y el yo.
De la primera parte resulta importante destacar la operación crítica de la exhumación, es decir, el desenterrar una serie de nombres que estaban disponibles solo para especialistas, como historiadores y etnógrafos. Surge así una literatura que aparece tras remover el polvo de los anaqueles, dibujándose como una aparición. Fundamentalmente mujeres dan contenido a estas lecturas. Memorias que dejaron en la escritura la inscripción de sus vidas, asomadas tras el velo de la masculinidad o de las formas de dominación patriarcal, en una escenificación histórica en que las oligarquías decimonónicas y sus herencias imprimen su marca de saberes y disciplinas. Aparecen los nombres de Neruda y Alone, pero, Martina Barros y María Flora Yáñez implican lecturas valiosas, que hacen justicia a las mujeres que se atrevieron con la escritura cuando su destino no era ni la sartén por el mango ni las plazas universitarias, sino una grisalla de ritos, gritos, sentencias y obediencias.
En este apartado se descorre el tupido velo de las voces de mujeres que, atrapadas en el maderamen de la historia, levantan, tímidamente, la voz para poder (de forma vicaria) hablar, antes que de sí mismas, de un otro, por lo general masculino, empotrado en las sombras de su escritura. Quizá en esta parte del libro Lorena Amaro se haya jugado algunas de las más importantes cartas, desde el punto de vista de la ética de la escritura del yo, en el campo cultural chileno, de las que tengamos información. Sus textos críticos operan de manera empática, como una forma de exhumar lo inhumado por el tiempo, la ceguera y el olvido.
Igualmente atractiva resulta la actitud de no quitarle el cuerpo a una autobiografía que tiene, entre una buena porción de sus escasos lectores en Chile, un lugar de privilegio, como es la de Neruda. Si el título del libro, Confieso que he vivido, es pomposo y cursi, como muchas de sus prosas, no concuerdo con la recriminación que Amaro vierte sobre Neruda de no ver al pueblo Mapuche, en un tiempo y un lugar en el que casi nadie movía ni una hoja, ni un lápiz por un pueblo al que, en realidad, toda una nación le había arrebatado el territorio y vuelto la espalda. Más que la ceguera de Neruda, se trata de una ceguera nacional, que lejos está de ser responsabilidad de un joven de menos de 20 años. Pero, superada esta discrepancia, me parece que la lectura crítica, referida a la inflexibilidad retórica del yo escritural de las confesiones nerudianas y la evidencia respecto de la función redentora autodesignada del vate, muestran que la exegesis del texto es convincente y agrega una forma de lectura rica en problemas, frente a lo mencionado antes por la recepción crítica de dicha autobiografía.
Lo mismo sucede con la compleja lectura que Lorena realiza de los textos autobiográficos de Alone, de quien se nos muestra una cara escondida en el pliegue de una escritura diáfana y directa. Definitivamente, la lectura de Amaro invita a la relectura de todas las autoras y autores tratados en el capítulo.
En la segunda parte, donde la representación escritural autobiográfica se conecta con la infancia, hay sugerentes lecturas de un fenómeno que se ha venido denominando “la literatura y el cine de los hijos”. La infancia, y la literatura que se refiere a ella en los tiempos contemporáneos, tiene o padece del mismo efecto que ocurre con los espejos de los automóviles: los objetos parecen estar más lejos de lo que en realidad están. La memoria estallada, los fragmentos dispersos y la desarticulación que acarrea el espectáculo de la mercantilización, aparecen como elementos de composición y de trasfondo para la mayor parte de los autores y textos citados. Lorena Amaro encuentra rizomas anticipatorios en autores de las décadas anteriores, que presagian de manera implícita o elusiva, el modo de aproximación al lugar de la infancia que se dará en una importante producción literaria chilena. En ese sentido, la obra de Enrique Lihn, a mi juicio, pudo ser un referente más inmediato. Se trata, desde la perspectiva de Amaro, de la infancia concebida como construcción histórica, cultural y política, que ha tenido lugar enfáticamente en los procesos de reconstrucción democrática en América Latina. La infancia siempre fue, como la familia o la soltería, la viudez o la soledad, una forma de convivencia humana definida antes que todo por los instrumentos de autorización ideológica. En la literatura española del siglo XX, tras la Guerra Civil, como han mostrado otros estudios, se puede observar también la representación de la infancia en narraciones que exhiben el desconcierto y dramatismo de esa edad desde una perspectiva desacralizada. Mediante esa imagen deshumanizante, ajena a toda idealización, se mostraba la vulnerabilidad o la inocencia perdida como alegoría o metáfora de una sociedad fracturada irreparablemente. La infancia dañada, condenada a repetir la violencia que se inscribe en los cuerpos y deja pesadillas que otros nonatos habrían de reproducir en otras tierras en décadas posteriores tiene un referente en la literatura europea. El tropo articulador de la infancia, en este capítulo, podría ser el de la restitución del tiempo perdido; sin embargo, se postula en la literatura que aborda esta temática, que ella está –en conformidad con los tiempos–, irremediablemente perdida. Efectivamente, la infancia perdida autoriza al memorioso a intentar la trama del pasado a partir de los datos diseminados de la memoria. El libro de Amaro pone atención a una representación de la memoria que se encuentra en un estado de desplazamiento y de diseminación. Es una literatura que se articulada en la preponderancia de mundos cruzados por la desconfianza y la incomprensión de las lógicas de la historia, precisamente porque no hay lógica capaz de restituir las secuencias ni los hechos, menos aún un sentido teleológico que conecte al pasado con la perplejidad del presente. De este modo, germina la infancia como lugar de la incertidumbre y la pesadilla iniciática, antes que como el tiempo mítico de la fundación. Sin dejar de ser un lugar que se recrea es, sobre todo, como afirma Amaro, un motor. Lugar que moviliza, o teledirige los pasos en falso que explican los ahogos del presente. La infancia como interpelación a un mundo en el que se contaban historias de hadas y que en nada se condice con las historias reales, de niños que viven en la nigthmare movie de las dictaduras y las democracias del continente americano. Una literatura, sincronizada a su pesar, comienza a dar cuenta de esta versión gore de la infancia y del pasado. Los referentes de Amaro son Zambra, Schweblin, Henríquez, Eltit, Lina Meruane, Diego Zúñiga, Nona Fernández. Esta contrasta con las representaciones de la infancia que leíamos en la imaginación literaria de autores como Manuel Rojas, González Vera, Adolfo Couve, Luis Oyarzún, Sepúlveda Leyton y Mauricio Wacquez.
La tercera parte, “Autobiografías, autoficciones”, nos pone frente a una circunstancia escritural problemática, referida a la autenticidad (o inautenticidad) del yo de la enunciación. Entre otras autorías discutidas encontramos a Lina Meruane, Christián Huneeus, Augusto D´Halmar, Alberto Blest Gana y Pérez Rosales, José y Pilar Donoso. A mi juicio, se omite en este capítulo la articulación del pacto de lectura que desambigua o, por el contrario, incrementa el deíctico problemático del yo escritural. En los relatos “Borges y Yo” o el personaje, de “El Aleph”, un tal Jorge Luis Borges, se cruzan en el espacio textual para acarrear dudas e incertidumbres sobre la constitución referencial y ontológica de las especies o criaturas del mundo representado. Estos textos, a mi juicio, multiplican las aporías de la representación literaria hasta el plano de lo absurdo. El yo discursivo, textual, no tiene un referente externo al producido en el acto de lectura, pero sin embargo actúa dentro del pacto de lectura como un código de referencia realista.
En definitiva, el trabajo de Lorena Amaro practica recortes sobre un fondo prolífico de múltiples voces y épocas, fundamentalmente del siglo XX y XXI. Sobre las biografías, autobiografías y memorias, sobre la infancia representada literariamente, provee un panorama extremadamente exhaustivo, que puede abrirse a muchas de las voces; sin embargo, por una necesidad de síntesis, selecciona, corta y esboza familias, linajes, raíces y asociaciones.
El panorama que nos presenta el libro de Amaro es en gran medida el descubrimiento de un salar, es decir, un lugar vasto que ocupaba un espacio dilatado, pero que había sido pocas veces visto o divisado, debido a la distancia, y al desinterés por su aparente infertilidad. La autorreferencia egocéntrica del texto autobiográfico dio lugar a una mirada moralizadora que no validaba la introspección individual. A mi juicio, el texto radica su crítica en un giro en la forma de concebir el mundo, la historia, las clases y el género que ha permeado a la crítica literaria. Una mirada que se venía desplegando a través de distintas oleadas de pensamiento renovador, mediada en gran medida por las sucesivas crisis del pensamiento occidental y, en particular, por las insuficiencias hermenéuticas del aparato ideológico desplegado por la izquierda y la crítica universitaria. El pensamiento que realiza Lorena Amaro permite leer (y escribir) de otra manera, desde un ángulo no percibido o glosado; se inscribe en una subjetividad emergente, antes que en una cognición tradicional o residual. Es, desde la perspectiva epistemológica, más amplia; en ella se construye o reconstruye el pensamiento crítico y la mirada de una materia que, si no estaba inerte, era vista de manera tal que lo parecía.
El libro de Lorena Amaro se puede leer en función de tres verbos que describen (entre muchas otras) las funciones de la crítica: inhumar, exhumar y transitar. Ahora, es el tiempo de los lectores.