Inauguramos con el pie de derecho nuestra sección de crónicas. Desde México, Alex Almazán, tres veces ganador del Premio Nacional de Periodismo en la categoría crónica, nos trae un fragmento de su vida en estos días de coronavirus. Se observa a sí mismo y sus rutinas -la ida al súper, la lucha libre en el barrio periférico de Pantitlán- y nos lleva hacia un enigma que parte y termina con Octavio Paz.
Entonces, en vez de quedarte en casa durante la pandemia como lo recomiendan las consecuencias, vas a las luchas hasta Pantitlán. Tu parte irresponsable te ha convencido de que quinientas personas en un bodegón al fin del mundo y que moverte en Uber no representan ningún peligro para tu salud ni para la de tu pareja. No te cae Octavio Paz, pero bien dijo que “la indiferencia del mexicano ante la muerte se nutre de su indiferencia ante la vida”.
Y en ese valemadrismo colectivo, ese en el que el Presidente reparte besos y la banda asiste al Vive Latino, la familia viaja a la playa y los culomnistas inventan muertos o llaman al caos, en ese valemadrismo en el que los amigos se reúnen para la última de las últimas borracheras, los gimnasios extienden sus horarios, la gente abarrota los supermercados y se pelea por el cloro y el papel de baño, en ese valemadrismo incuantificable llegas a la arena San Juan y lo primero que descubres es que no hay jabón y que el mingitorio está tapado.
Quisieras preguntarle al doctor que atiende a los luchadores qué tan seguro es estar aquí, pero viene en muletas y parece más enfermo que cualquiera de las personas diabéticas e hipertensas que han venido hoy a la San Juan. Dejas de preocuparte cuando compras una torta de queso de puerco y ves que la señora la prepara a mano pelada, la misma mano con la que te recibe el dinero.
“Nos la pela el coronavirus”, dice el anunciador, un bato entrado en carnes, vestido con una playera del Kemonito. Vendrán entonces tres horas de golpes (el Diablo y el Puma de Oro se agarrarán a sillazos, sobredosis incendiará una parte del ring y a Fly Warrior le lesionarán el cuello al azotarlo en una hilera de tabiques) y vendrán tres horas de gritos, de escupir las esporas entre mentadas de madre y lo políticamente incorrecto y vendrán tres horas en las que los luchadores, chorreando sudor y sangre, se dejarán tocar, abrazar y fotografiar por los asistentes, como si el virus fuera algo remoto, algo de otro planeta, como si estuviéramos curados de espanto. “Nos la pela el coronavirus”.
Cuando regresas a casa, evitas tocar la manija de la puerta del edificio donde está tu departamento, te diriges directo al baño y lavas las llaves, los billetes, las monedas, los lentes y te tallas las manos con jabón hasta que te arden. Pinche irresponsable.
El solo hecho de imaginarte el gentío con el que vas a tener que lidiar en el supermercado ya te parece apocalíptico. Pero tienes que ir: la página de internet está saturada y no hay manera de que lo compres sin salir de casa.
El centro de infección al que te diriges se llama Sams y está en la colonia Tránsito. Desde que ves a la gente buscando desesperadamente un carrito y que un hombre los limpia con cloro en la mera entrada del supermercado, piensas que a México no le bastaron los jinetes del narco, del neoliberalismo, de la corrupción ni del machismo. Ahora cabalga uno que nadie ve pero que, por razones que aún no son para el entendimiento humano, ha provocado compras de pánico y significa una sobreventa de papel de baño, de servilletas, de cloro, de limpiadores para el piso, de toallas antisépticas, de trapeadores y de jabón antibacterial.
Por eso en el pasillo de los artículos de limpieza, sanitizantes y desinfectantes, el único pasillo que cuidan los trabajadores del Sams para evitar el agandalle de la gente, se le avisa al cliente que se ha limitado “a tres piezas por familia”.
Mientras echas al carrito una caja de huevo, cinco kilos de arroz, otro tanto de verduras, un chingo de enlatados y todo aquello que no hubieras venido a comprar si no fuera porque entraste en pánico, husmeas en los carritos de los otros. Hay quienes llevan té de manzanilla y lactobacilios porque, según esto, “incrementan las defensas”. Hay quienes llevan pan dulce, cerveza, carne congelada y puños de bolsas de papas fritas y tú piensas que esa gente está frita con o sin coronavirus. Hay quienes llevan vinagre, cereales, malvaviscos, alitas y sobre todo Coca-Cola, porque la coca es la chispa de la vida. No falta el que agarra la oferta de ventiladores o el que sólo vino a abastecerse de croquetas.
Pese al gentío, la fila avanza relativamente rápido. La cajera usa guantes de látex que alguna vez fueron blancos y tiene cara de enferma pero sólo está cansada de gente como tú. Te cuenta que aumentaron las ventas desde que anunciaron la suspensión de clases. Que lo primero que se agotó fue el gel antibacterial. Que como las cajeras están más expuestas a contagiarse, sus jefes les dijeron que si se enferman no van a dejar de pagarles su salario. Que tiene miedo pero qué hace, debe trabajar. Y que, si por ella fuera, cerraba el Sams. Entonces quisieras decirle que Paz dijo que es el mexicano el que se cierra a la vida y a la muerte.
Esta crónica fue primero publicada en el diario Milenio, el día viernes 27 de marzo.