Hoy, Raúl Rodríguez Freire, de ediciones mimesis, nos reseña «La sangre de la aurora», de Claudia Salazar Jiménez, novela que «aparece en Chile en el preciso momento en que feministas de diversas generaciones se han levantado contra el patriarcado» y que «pone en su centro una experiencia de la que difícilmente podrá atisbar: la violencia que se inscribe en el cuerpo de las mujeres».
1. Publicada inicialmente el año 2013, la relevancia para la literatura latinoamericana contemporánea de La sangre de la aurora ya ha sido señalada. ¿Qué decir entonces, aquí, en Valparaíso, luego de su importante recepción? Después de leerla busqué algunas reseñas y me encontré con algunas de las ideas sobre las que quería escribir. No tengo alternativa. Repetiré, posiblemente incluso sin saberlo. Pero decidí correr el riesgo porque esta novela de Claudia Salazar Jiménez, de quien tuve noticias gracias Ágata Cáceres, amiga peruana-polaca que hoy vive en Cracovia, esta novela, digo, aparece en Chile en el preciso momento en que feministas de diversas generaciones se han levantado contra el patriarcado que les juzga por el mero hecho de haber nacido. Se trata, por cierto, de un doble riesgo, pues quien ha escrito esta reseña goza del privilegio de saber que nunca será juzgado por el mero hecho de nacer y que, como tal, hablará sobre una novela que pone en su centro una experiencia de la que difícilmente podrá atisbar: la violencia que se inscribe en el cuerpo de las mujeres.
2. “¿Cuánto queda fuera del marco?”, se pregunta Melanie, luego de revelar las fotos de una masacre, la de Lucanamarca (1983), que junto a Accomarca y Uchuraccay, forman parte de una sangrienta historia “nacional”. De clase acomodada, Mel viaja con sus enérgicos veinticinco años y cámara en mano, para capturar y mostrar lo que está sucediendo en Ayacucho, sin imaginar lo que allí encontraría. “Si traigo imágenes”, se preguntaba, “¿será que ellas pueden ver algo distinto?, ¿podrán ver en realidad?”. El cometido que se ha propuesto es ni más ni menos que “romper el circuito de la censura y ese monopolio de la información”, cometido que la desinscribe de su clase. Para quienes la componen, “esos subversivos nos están haciendo un favor. Que sigan borrando a los serranos. Que los borren a todos”. Una vez de regreso, reveló las fotografías, y se dio que cuenta de que estas habían adquirido ciertas extrañezas. De una parte, algo así como “una dimensión distinta” que mostraba con mayor nitidez unos cuerpos por sobre otros. De otra, un efecto que tiene que ver con la cuestión del marco, pues algunas fotografías parecían cortadas, “obligando a prolongar la mirada de las mujeres, de los hombres, de los niños contenidos en esas cuatro líneas… Son fotos que empujan a mirar fuera del encuadre, a revelar todo eso que aún no se había podido capturar. ¿Cuánto queda fuera del marco?”.
3. Revelar. Quisiera detenerme un momento en esta palabra (que he subrayado), empleada de dos maneras en la novela que comentamos. Primero, revelar, en el orden de la fotografía como actividad, tiene que ver con mostrar, con hacer visible una imagen latente, inextricablemente unida a lo que Barthes llamó “el blanco”, esto es, lo fotografiado. En una de las fotografías de Mel incluso podemos encontrar el punctum barthesiano: “Pocos rostros se podían distinguir, pero había uno en especial que destacaba sobre los demás”, un rostro que parecía “estar más allá de esos cuerpos masacrados, como si hubiera alcanzado una comprensión que se nos escapa a todos. El sentido de un límite. Quisiera preguntarle”, dice Mel, como si de un punzazo se tratara, “¿qué entendiste? ¿por qué pasó todo esto?”. El otro sentido de revelado parece contrario a este primero, que descansa en un referente y es por ello mismo que resalto «contrario»; consiste en “revelar todo eso que aún no se había podido capturar”, lo que precisamente ninguna foto (re)ve(la).
4. No será entonces la fotografía, sino la escritura aquella llamada a revelar lo que queda fuera de marco. Pero la empresa de revelar, mediante la representación, una violencia que no se ha podido capturar no puede llevarse a cabo simplemente apelando al lenguaje. Su transparencia vela. Sometiéndolo a una operación de opacidad es que el lenguaje puede revelar una violencia que La sangre de la aurora busca conjurar. Recurre, para ello, a la fragmentación, a la cita intercalada, al quiebre de la sintaxis y a una focalización que podemos llamar múltiple, y que en ciertos pasajes se articula a diversas formas de reflejar el mundo interior de sus personajes. Estamos ante una novela de retazos que, en su estructura, itera los retazos de sus tres personajes, Marcela (Marta), Melanie y Modesta, que hacia el final (se) dice: “Recoges del piso los pedacitos de ti que todavía quedan”. Estos pedacitos constituyen los hilos que configurarán una novela-tapiz, que inicia con una polifonía trenzada para acabar explicitando, nuevamente en la voz de Modesta, su operación escritural: “Cada vez que recuerdo, duele. Cada vez que olvido, la vida parece tranquila. A veces detenemos nuestra labor y se nos junta otra mujer más. Una saca lanita y se pone a tejer. Los hilos se entrecruzan y el telar crece. Ellas diciendo cosas. Entre nosotras nomás, como todas somos mujeres, por eso nomás hablo. Otro hilo. Nuestras voces tejiendo.”
5. ¿Qué tejen? Mientras leía, La sangre de la aurora no dejaba de recordarme, de punzarme, el Informe de la Recuperación de la Memoria Histórica (Informe REMHI), también llamado “Guatemala: Nunca Más”. Obviamente también el informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) dedicado a la violencia política que va de 1980 a 2000 en el Perú, y que fue revisado por Claudia Salazar para la escritura de su libro. Pero también me recordó a las llamadas “mujeres de consuelo” o “mujeres de confort”, las esclavas sexuales reclutadas por y para el ejército de Japón durante la segunda guerra mundial. Alrededor de 200.000 mujeres (coreanas, chinas y filipinas) fueron forzadas durante años a satisfacer o a “tener contentos” a los miembros del ejército imperial. “La experiencia de todos los movimientos revolucionarios confirma que el éxito de la Revolución depende del grado en que participen las mujeres”. Esta cita le pertenece a Lenin. Teniendo en cuenta la historia japonesa, y leída unas páginas después de enterarnos de que “Los soldados están ya varias semanas caminando y guerreando. Se merecen una pichanguita, ¿no?”, la sentencia adquiere un sentido bien definido: la participación exitosa de las mujeres no se da en el frente, sino en la retaguardia. No empuñando un arma, sino satisfaciendo, en contra de su voluntad, el deseo sexual de la soldadesca. Solo a un escritor hombre como Vargas Llosa se le ocurriría transformar esta violencia en ironía, hablándonos de “prestaciones”. Pantaleón y las visitadoras, señaló el Premio Nobel, “fue la novela que me sirvió para descubrir el humor en la literatura”, para concluir afirmando que “hay ciertas historias que sólo [se] pueden contar en una vena risueña.” La violación es un arma de guerra que opera en distintos flancos, pero, independientemente del ejército, con un mismo propósito. Lucanamarca y Accomarca, dos nombres para una misma violencia por parte de un mismo agente. El tiempo lineal se suspende ante una heterocronía que la ficción reúne en pos de explicitar lo que queda fuera de marco: el femi-geno-cidio, al decir de Rita Segato.
6. “Lo principal es que les asestamos un golpe devastador, los detuvimos y entendieron que estaban tratando con un tipo diferente de luchadores populares, que no éramos los mismos que aquellos con los que habían peleado antes”. Esta es parte de la argumentación de Abimael Guzmán, a propósito de la masacre de Lucanamarca. Es su justificación histórica, justificación que La sangre de la aurora impugna radicalmente. Si bien los hombres de Sendero no eran “los mismos que aquellos con los que [los hombres del estado] habían peleado antes”, ambos, ejército y guerrilla, reproducen sin ninguna diferencia lo que Teresa de Lauretis llamó la “estructura sostenedora del pacto social” patriarcal que articula una explícita retórica de la violencia. Y la forma en que la novela lo muestra es de una radicalidad, que hace de la ficción la instancia a través de la cual, como diría Walter Benjamin, es posible pasarle a la historia el cepillo a contrapelo. “Blanquita vendepatria… Periodista anticomunista, tú vas a ser ejemplo para otros que vengan por acá… Esto te pasa por burguesa, ya verás por dónde te entra la ideología… Siga usted, camarada… A nosotros tenías que habernos hecho el reportaje para que el Estado genocida vea que estamos logrando el equilibrio estratégico”; “Terruca hija de puta… Subversiva de mierda… Siga usted soldadito, complete el trabajo, complételo… Dale con fuerza para sacarle su ideología… Ahora vas a ver lo rico que es que te la meta un Sargento por detrás, ya nunca más vas a hablar de tu revolución”; “Serrana hija de puta… India piojosa… Siga usted soldadito, complete el trabajo, complételo… Dale con fuerza que estas cholas aguantan todo… Ahora vas a ver lo rico que es que te la meta un Sargento por detrás, ya nunca más vas a darle comida a esos terrucos”.
7. Estas sentencias y sus adjetivos calificativos se incrustan sobre un idéntico tapiz compartido por las tres M: Melanie, Marcela/Marta y Modesta. Independiente del uniforme, la ideología se introduce o se retira, como el falo, de la misma manera: “Golpes en el rostro, en el abdomen, las piernas estiradas hasta el infinito… Hacen fila para disfrutar su parte del espectáculo. Ningún orificio queda libre en esta danza sangrienta… Sólo dolor en este bulto como un nudo apretado al cual no se le encuentra solución. ¿Cuánto tiempo más puede durar esto? Que pare de una vez. Paren, paren, paren… ¿Hasta cuándo pueden seguir haciéndolo?… ¿Cuántos más serán? Duele mucho. Es demasiado. Son demasiados… Espolones rasgando las frágiles paredes que soportan y siguen soportando ese desfile a pesar de la sangre y el excremento que se abren paso entre las extremidades”. De este tapiz, no varía ni siquiera una coma, y no podría hacerlo porque, como señaló Segato, “el pacto y el mandato de masculinidad, si no legitima, definitivamente ampara y encubre todas las formas de dominación y abuso, que en su caldo se cultivan y de allí proliferan”, independientemente de la posición que una mujer ocupe: “los lazos se estrechan así matriz ensangrentada todos juntos somos uno dentro de ella la que ya no nos mira ni habla pecho de sangre empapados ellas todos hermanos todos la tropa entera en ella en ellas en esas las putas las cholas las terrucas las periodistas las hijas las madres”.
7. De clase media, Marcela es una profesora que al ver que la esperanza de un mundo mejor bajo el orden establecido simplemente no es posible, decide incorporarse a la guerrilla, deviniendo terruca. Mel, como ya señalamos, proviene de una burguesía racista e indolente con la cual no quiere sentirse identificada. Por último, como su nombre lo indica, Modesta, la chola que habita humildemente la pobreza de la sierra, “enraizada, amarrada a ella”. A pesar de esta enorme diferencia, no comparten, sin embargo, solo la horrorosa experiencia de la violación, también una historia que por el mero hecho de haber nacido mujer las ha excluido de múltiples espacios. De niña, Marcela quería ser sacerdote, sin saber que tal función es solo para hombres, simplemente “porque así lo manda la santa iglesia católica”. Adulta, antes de ingresar a Sendero, deja a su hija y a su esposo. Desde la celda, recuerda sus primeros años de casada: “Escenario completo. Ahí vendrían los hijos. Casa. Cocina. Trabajar también, pero sumarle todo lo otro. Me mueve. Se mueve en mí y empuja dentro pañales, platos, cocina, vestido, maquillaje, por los siglos de los siglos y por siempre jamás. Todo dentro. Se me venía encima como un huayco. Escena perfectamente montada, preparada para mí desde que nací. Un camino sin ninguna salida, lo mismo que les toca a casi todas por haber nacido así”.
8. Pero Marcela, al devenir Marta, se desinscribirá del camino trazado por la “estructura sostenedora del pacto social” dominante. Lo primero que le preguntó al Líder, incluso antes de comprometerse, fue “¿qué papel en la revolución nos ofrece a las mujeres su partido?”. Sin embargo, este camino no le deparará ninguna garantía. A pesar de su amplia incorporación de mujeres, la aurora no dejará de estar signada por el mandato masculino. Así que es a contrapelo que su emancipación emerge y se fortalece y pareciera hacerlo aún más cuando se enfrenta a sus torturadores: “Par de infelices. ¿Qué saben esos de mujeres?”, se pregunta: “Me dicen machona por mi pelo corto, seguramente. No saben que lo femenino es el origen de todo. Lo femenino es fermento, magma, depuración y creación”. Mel, por su parte, se fugará tempranamente de la heterosexualidad y tempranamente también explorará su propio cuerpo, incluso, desde el infantil “estado de verdadera inocencia”. Por lo que será Modesta la última en subvertir en lugar que se le ha asignado. Y lo hará precisamente luego de enterarse que un comunero de su pueblo denunció ante los militares falsamente a Gaitan, su esposo. Este momento coincide con o se acerca al nacimiento de una hija que le ha heredado la violación. La fuerza con que asumirá su transformación ha sido marcada por el paso de una focalización externa a una focalización interna: “Estoy harta. Me cansé”. Con fusil en mano, ya no tolerará violencias: “Que no se vuelvan a meter con nosotras, no somos chacra de nadie para que vengan a plantar la semilla que les dé la gana.”
9. “Cada vez que recuerdo, duele. Cada vez que olvido, la vida parece tranquila”, dice para sí la nueva Modesta, un pensamiento que bien podrían compartir también Marta y Mel, Mel, que afirma: “La violencia me ha parido otra vez”. El nuevo nacimiento, sin embargo, no debe verse como resiliencia, exigencia neoliberal para enfrentar la precariedad de la vida bajo el dominio del capital en el siglo XXI. Estas tres mujeres han nacido de nuevo, y no están dispuestas a dejarse intimidar o a violentar una vez más. La sangre que trajo la aurora, aurora que prometía otro futuro y que ha terminado haciendo de este una palabra vacía, ha permitido el advenimiento de un acontecimiento inesperado: la emergencia de una conciencia oposicional. Que sea un doloroso recuerdo el que la permite nos indica que mientras no haya justicia, no habrá paz para nadie. La sangre de la aurora se levanta, en consecuencia, como una novela que se adentra en lo que queda fuera del marco, no solo del registro fotográfico, sino de la historia misma, resquebrajando el pacto que sostiene y fija sus límites. Una novela que se une a quienes trabajan por el por-venir de otro mundo, heterogéneo al que el capital junto al patriarcado nos han impuesto.