El Cuaderno verde (Santiago: Vaticanochico / Ocholibros, 2010), en tanto testimonio material del viaje que el artista Misha Stroj realizó por el sur de Chile, es una ficción. “¿Cuál es la ficción de tu obra?” solía preguntarnos en la escuela un profesor de pintura al que nadie pescó mucho pero cuyas clases recuerdo de tanto en tanto. “¿Cuál es la ficción?” (y me encantaba pensar que las obras que uno hacía contaban historias que no eran ciertas, o bien tenían una existencia posible en un contexto que no era real). En este caso la ficción es justamente esa: la de haber sido elaborado por el artista austríaco durante su viaje por el sur de Chile. La edición es facsímil (nadie puede negarlo) pero de un libro que solo aparenta ser la bitácora de ese viaje. Algo así como los juguetes hechos de plasticina y exhibidos por Boltanski, que evocan juguetes de verdad, pero que nunca tuvo.
El libro –que además se llama cuaderno– está repleto, sin embargo, de diferentes elementos que delatan su verdadera naturaleza. Para empezar, no ha sido escrito a puño y letra tal como suelen serlo las publicaciones de este tipo (pienso por ejemplo en la edición facsímil del diario de Frida Kahlo, en la edición facsímil de Altazor). Es difícil creer que el artista viajó realmente con una máquina de escribir a cuestas para luego recortar cada una de las líneas y pegarlas más tarde en el mismo orden con el que fueron escritas. Por otro lado, las páginas con renglones se alternan con hojas cuadriculadas, siendo que no existe en el mercado un cuaderno de esas características (¿cuál sería su propósito, qué asignatura?). Pero lo más importante es que el cuaderno verde marca Torre –el cuaderno que supuestamente el artista usó y que ahora se reproduce tal cual– no existe en el comercio tampoco, al menos no así, no con esas características. Ese cuaderno hace rato ya que está descontinuado, fuera de circulación. Constituye uno de esos objetos que, sin ser todavía una antigüedad propiamente tal, no se encuentran en ningún lado. Como el envase –ahora antiguo- de la recién rediseñada sprite.
Al observar la portada del libro inmediatamente sabemos que se trata de otra cosa, al menos de algo que no es un cuaderno, lo cual provoca que queramos verlo (y por verlo, entendemos tomarlo). Por eso considero que, de esos tres elementos mencionados, la portada es el mejor, el más importante, el más atractivo. Y si retomamos la idea de que con esto se está intentando crear la ficción de una bitácora de un viaje por el sur de Chile, resulta ser también el más eficaz. Porque si hay un lugar en el que se puede dar con este tipo de cosas, con estas futuras antigüedades, es justamente el bazar o la librería de pueblo pequeño. Es en esas repisas o rincones donde podemos encontrar versiones antiguas de las mismas cosas que usamos hoy, como si vinieran no solo de otro lugar sino también de otro tiempo. La cubierta es, por lo tanto, eficaz en ese sentido. Me recuerda al Diario de Sally Mara de Raymond Queneau, cuya portada emula una novelita rosa que la novela, obviamente, no es.
Al interior del Cuaderno verde encontramos diferentes fragmentos de El río de Alfredo Gómez Morel, transcritos a máquina y pegados línea por línea. Esos fragmentos se alternan a su vez con algunos párrafos en alemán de la poeta austríaca Ingeborg Bachman, que parecieran haber sido cortados y pegados directamente del original. También hay algunos pedazos en inglés de la novela Mientras agonizo de William Faulkner, en la que una familia completa transporta el cadáver de la madre desde un lugar a otro del sur, pero de los Estados Unidos. Castellano, inglés, alemán: la lectura es, por lo tanto, no solo fragmentaria, sino prácticamente imposible para la mayoría. Sin embargo pasan cosas bastante interesantes, como la textura visual o el entramado que crean las diferentes tipografías, tamaños e interlineados de los textos, la superposición de algunas oraciones e imágenes, e incluso la disposición de las palabras, que a veces parece carecer de cualquier tipo de estructura u orden. Me gusta particularmente la página en la que, en lugar de una fotografía o una imagen cualquiera, hay un montón de palabras eyes y face, sueltas y desordenadas (y algunas variaciones como eyes and mouth, face and eyes, etc). Como si se tratara de una fotografía o pintura de retrato grupal que ha sido reemplazada por la descripción verbal de las partes. También me gustan las veces en las que los textos constituyen la propia imagen, tal como sucede cuando no se ha suprimido el titular que acompañaba a una imagen tomada del diario, o bien cuando se usa la foto de una manifestación o protesta con pancartas.
En casi todas las páginas del libro hay fotografías que han sido recortadas de diferentes lugares. Es curioso pensar que constituyen algo así como los apuntes visuales que el artista ha tomado durante su estadía en este país, comparables en ese sentido a los que han elaborado otros extranjeros que han viajado por Chile (Mauricio Rugendas, Claudio Gay, Marianne North), pero a través de medios más tradicionales como la pintura y el dibujo. Ninguna de estas imágenes llama demasiado la atención, pero sí la manera en la que se relacionan entre sí. Por lo general encontramos una imagen a la izquierda, de la cual la de la derecha pareciera ser un comentario, una burla, una acotación. De esa manera tenemos una fotografía antigua de un soldado con una pierna amputada en una página, y lo que pareciera ser la intervención de Matta Clark en un edificio en la otra; un auto chocado en una, y el Quebrantahuesos de Parra en la otra; un conjunto de botes arrimados a un barco, y Dante y Virgilio en el río Aquerón en la otra. También aparecen por ahí una obra de Carlos Altamirano, una de Alicia Villarreal –en donde también hace uso del libro como soporte artístico- y una aeropostal de Eugenio Dittborn, a la que le sigue una foto de lo que según yo es una pupila, muy de cerca.
El libro en ese sentido, el formato libro podríamos decir, funciona perfectamente, ya que para lograr ese diálogo de una imagen con respecto a la anterior, debe haber sí o sí un antes y un después, algo que conduzca la mirada o la lectura de izquierda a derecha. No por nada son las imágenes tomadas de la historia de las artes visuales las que aparecen a la derecha y que por lo tanto son leídas después de aquellas que han sido tomadas -¿cómo diríamos?- de nuestra realidad, o de lo que el extranjero que viaja por Chile entiende como tal. Al igual que cuando se viaja por un lugar que se desconoce, se observa aquello que a uno le resulta nuevo y extraño (un suceso, un lugar, una comida), y se lo compara con aquello que nos es familiar. El diseño del libro repite ese esquema, y nosotros como lectores, también.
Finalmente, de tanto evitar ser un coffee table book, este libro terminó sin tener lugar alguno en el living, en la casa. No se sabe dónde ponerlo: en la biblioteca, en el escritorio, entre los cuadernos, entre los catálogos. Supongo que eso será uno de los tantos síntomas de su particularidad. Es un libro objeto: no me hubiera extrañado encontrar en su interior una página de mármol como la del Tristram Shandy.