En la memoria genética y no en la historia oficial de Chile podremos encontrar los ecos de los hechos recuperados por la séptima novela de Antonio Gil, Carne y jacintos (Santiago: Sangría Editores, 2010). Una novela que a partir de los más dispersos materiales documentales (la mayoría verdaderos) llega a transmitir “el alma de una época” que aglutina procesos históricos y sociales de la mayor importancia para entender el presente de nuestro país.
El año 1905 se vuelve así el punto en el que se cruzan trayectorias que habían permanecido separadas y que vienen a configurar un orden social en Chile, un orden que va a prevalecer todo el siglo XX y que ampara a una clase dirigente contaminada por el abuso sexual de sus educadores y guías espirituales y que cierra el paso de manera violenta a una incipiente clase media que empieza a exigir un lugar propio. Allí vemos un mundo en que Iglesia y estado parecen aún inseparables y los oscuros discursos y prácticas que intentan mantener esa convicción (la educación pública se critica, José María Caro urde alianzas entre un demoníaco judaísmo y la revolución social que acecha).
En este marco general, la carne irrumpe como el verdadero protagonista de la novela, una carne que le sobra a algunos macizos señores y que escasea entre los sectores populares que luchan para que se retire el impuesto a su importación. Un peligroso impulso al canibalismo parece ganar terreno en quienes se cansan ya de vivir la restricción alimentaria, que amenaza con chocar de lleno con un canibalismo más feroz en quienes por razones espirituales prescinden de otras carnes, como los curas Jacintos.
Dicho ya de una vez, enfrentándonos a este duelo entre hambrientos y pedófilos, la novela desplaza toda noción ingenua de bondad y victimización y nos lleva a un terreno que quizás solo podamos enfrentar gracias al velo de los sueños porque también habla de algo que hemos permitido como sociedad y que por lo mismo reaparece como una maldición. De hecho en sueños llegan las escasas imágenes de brutalidad sexual ejercida contra niños que la novela hace explícitas y en ellas se va haciendo cada vez más complejo identificar víctimas y victimarios, ya que la virilidad infantil humillada de una clase privilegiada se transmutaría “de algún modo misterioso, como elemento esencial de la cosmovisión católica, neoliberal, sadomasoquista” (220) que hoy dirige nuestra sociedad.
En este arenal de pecado que parece arrastrar a una ciudad enferma, surgen un par de personajes que ejercen una fuerza contraria: uno es Justo Bravo, reporter del diario La Ley que lucha por testimoniar y sacar a la luz las verdades que la inercia de las estructuras y los hábitos sociales permite ignorar, y el Pope Julio, quien se aleja de la suciedad que ve y por eso va a vivir un destino de renegado, predicando a favor de las demandas de los pobres: “El tiempo de las discusiones estériles ha pasado… Hoy es necesario abordar los problemas económicos y sociales. ¿En qué diablos se contrapone todo eso a las enseñanzas de Dios?” (96).
Así, esta novela narra también un viaje, el viaje de un hombre que llega desde Carrizal Bajo a la Calle Cuevas, en el antiguo barrio de Diez de Julio, la trayectoria de la vida de Julio Elizalde, el Pope Julio, primero poeta, luego cura positivista y aspirante a fundador de la Iglesia Nacional de Chile, más tarde masón y finalmente renegado. Se trata de una trayectoria profundamente entretejida con los conflictos, escándalos y contradicciones del Chile de esos años, pero que sin embargo ha sido olvidada: «El Pope Julio, conductor de grandes masas obreras. El líder popular aclamado por su coraje. El orador elocuente y atronador, está solo y en silencio escuchando la voz de su conciencia. La más difícil de oír. Pudo seguir siendo el cura obediente y sumiso a su jerarquía. Pudo escalar los peldaños de mármol. Ir a Roma . . . Pero un llamado de Dios lo convirtió en Juan el Bautista de una sociedad agusanada. Antes que un cura era un hombre. Tenía ideas propias, ideas nuevas, leía, escribía. Tenía convicciones. Él quiso amalgamarlo todo en un pensamiento unificado y le ocurrió lo que le ocurre a la mayoría de los locos y los valientes: falló. La historia lo ha borrado.» (100)
Recuperar estos hechos hoy cuando parecen repetirse es un acto necesario para que el ángel de la historia no vea al mirar hacia el pasado en todos estos años que van de 1905 al presente los gestos absurdos de una catástrofe única. Carne y Jacintos es así una novela que toca un tema contingente y brutal, aunque al mismo tiempo destila la historia y el lenguaje para alcanzar imágenes en movimiento y de una belleza desconcertante, que enseña a mirar una realidad actual cargada de pasado, pero un pasado que respira, se ríe y despide aromas de viejas cosechas, un pasado siempre dispuesto a volver.
Dom Rosario
15 abril, 2011 @ 16:45
Carissimo Console D. Antonio Gil
i miei complimenti e l’augurio di grandi
e meritati successi.
Cordialmente.
Suo
D. Rosario, XXII° duque de Bragança