Presentación de “Pensamiento y creación por el lenguaje. Acercamiento a la obra poética de Eduardo Anguita” de Ismael Gavilán, Ediciones escaparate y Universidad de Viña del Mar, Concepción, 2010.
En un libro de Jean Pierre Vernant, que pretende recorrer la trayectoria de algunos temas por él tratados como una especie de biografía intelectual o, más exactamente, como una pasión del pensar tramada por la vida, el estudioso del mundo griego y ex miembro de PC francés se pregunta cómo uno llega a esa zona donde no pretendía llegar y, sin embargo, sigue siendo uno mismo: “¿Se recorre la vida como una comarca, explorando el terreno todo a lo largo o como se recorre un libro, hojeándolo en diagonal, saltando páginas, precipitándose sobre alguna idea, sin conocerla verdaderamente? (…) Una compilación –señala más adelante- es un poco como una vida: rompecabezas hecho de piezas y fragmentos”. Recuerdo estas frases de Vernant a propósito del camino genuino que un escritor emprende cuando se tienen obsesiones que arrecian la vida; no es claro cómo ni cuándo el poeta, el intelectual, el ensayista (que pueden ser lo mismo), se ven impelidos a comenzar la acechanza de una ruta que puede demorar la vida.
Cuando conversé la primera vez con Ismael Gavilán, hace ya más de diez años, por la razón fortuita de haber sido invitados como estudiantes de universidades distintas a un encuentro en el sur, recuerdo que me habló con pasión del poema “Definición y pérdida de la persona” de Eduardo Anguita. El viaje fue largo, así es que todavía guardo en la memoria algunos de sus alcances. Creo que, como señala Vernant, Ismael no estaría en desacuerdo con la idea de la vida trazada como un libro que no se llega a conocer a cabalidad, como sucede en general con los buenos libros. Eduardo Anguita ha sido un poeta fundamental para él (incluso en su poesía como muestra un texto todavía inédito), un diálogo acrecentado por la escasa recepción de la obra de este poeta metafísico. Pasaron más de diez años, y recién Ismael logra cristalizar sus observaciones de lector arrobado con esta publicación, sin que en el intertanto se haya modificado de manera sustancial la recepción de la obra de Eduardo Anguita. No es algo inusual en el medio poético, donde se declara la ruptura con el pasado antes de que incluso las obras hayan sido siquiera recibidas. El intento de Ismael, me parece, no viene a arrogarse la capacidad de reparar y saldar la pérdida, sino a mostrar un camino inconcluso.
Más allá de la abundante indiferencia con la cual opera la literatura chilena, el caso de Anguita reviste ciertos matices que de algún modo explican –pero no fundamentan- las lagunas acerca de su obra. Me da la impresión que la razón primordial se debe a esa parte de su vida –que no fue siempre- ligada al catolicismo, descrita de manera detallada por Ismael con el fin de diferenciar el concepto de creación entre Huidobro y Anguita.
El peculiar catolicismo que Ismael recaba en la obra del poeta, da cuenta –si se lo lee atentamente- de una comprensión que subvertiría la misma iglesia, entendida ésta bajo el sello conservador, anquilosado y clasista que domina en los sectores más acomodados de la sociedad. Anguita aúna su propuesta poética con el ejercicio de la vanguardia, donde la pretensión de conjugar vida y obra –en un primer momento-, y la reflexión sobre la creación -en “Definición y pérdida de la persona”, romperían con la versión más acartonada del catolicismo, enfatizando el aspecto erótico y corporal que aparece soterrado en su doctrina.
Allí es donde se muestra el nódulo de la lectura de Ismael; es decir, el concepto de creación que distingue a Eduardo Anguita de otras poéticas, sobre todo de la de Vicente Huidobro. Pasando por la idea de mala lectura de Harold Bloom que conlleva la distancia que alcanza Anguita respecto de Huidobro; por la comprensión metafísica inherente a la poética de Anguita; y por la manera en que este poeta asimila las propuestas de la vanguardia –a diferencia, nuevamente, de Huidobro-; Ismael logra enfatizar ciertos puntos medulares que distinguen la escritura anguiteana. En las últimas páginas del libro aquella singularidad quedará remarcada en breves e importantes pinceladas:
“En Anguita está justamente esa apuesta por rescatar el lenguaje poético de toda transitoriedad cotidiana para ver en él un órganon transformativo de sí mismo y de la realidad (…) Tal vez por eso puede comprenderse el peligro solipsista que enfrenta este intenso y bello poema [“Definición y pérdida de la persona”], pues su extrema autorreflexión representa un límite que desde el punto de vista de este trabajo tiene dos posibilidades: transgredir ese lenguaje como un espacio vacío de significaciones tal como acontece en el canto VII de Altazor o retroceder para colonizar el territorio descubierto en el viaje que inaugura. Esto último transmuta otra posibilidad; en ver hasta dónde llegan las pretensiones humanas con la Poesía y descender desde el rango de creador de realidades al de contemplador de las mismas. Aquello entraña una renuncia y ciertamente evidencia la precariedad que sustenta el existir” (154).
Ciertamente, aquí ya estamos hablando de la parte final de la obra de Anguita; el poeta ha dejado atrás la pretensión de unir arte y vida, para continuar con ese otro lado de la vanguardia que pone en tensión los significantes. El periplo del poeta resulta llamativo, al dar cuenta al mismo tiempo de ese doble aspecto de las vanguardias: la revolución vital y la revolución lingüística. Quizás, en Anguita, una fuente común pueda relacionarlas: la recurrencia del erotismo. Al respecto, recuerdo un relato que Ismael recopila del creador, cuando confiesa que quiso ingresar a un monasterio y no pudo soportar más de un día: el poeta extrañaba la belleza. Tal vez esa sea la parte ausente del libro; es decir, principalmente el hermoso e intenso poema “Venus en el pudridero”, dejado –como aclara Ismael- a la confrontación de futuras lecturas comparativas.
El catolicismo retrógrado, como decíamos, se ruborizaría con estas obsesiones de Anguita. No sólo en el plano erótico, también ante el resultado al que llega en “Definición y pérdida de la persona” –como enuncia Ismael- después de pasar por el cuerpo en cuanto culminación del hombre en el acto sexual, donde se evidencia “la precariedad que sustancia el existir” (154). En esta afirmación Ismael consigna una diferencia más con Huidobro, o si se quiere, entre el mismo Anguita confiado en su antiguo maestro, y aquel que se detiene en el acto amoroso de la creación. La insuficiencia del ejercicio creativo, donde comparece el misterio, aproxima al poeta a concepciones religiosas piadosas que acentúan más la fragilidad que la certeza humana. Y ello queda remarcado con una cita de Anguita, en que se logra entrever que el tejido propio del poeta consiste en una gratuidad, en la labor de nombrar lo singular. De ahí que Ismael afirme que la imagen en el poeta es un acto de caridad, al “aunar en un solo crisol la relación múltiple de las cosas” (101).
A partir de este cuño cristiano, se entiende la distancia que comienza a delinear Anguita respecto de Huidobro, cuando caracteriza aquella poética como un “antropocentrismo ateo”, cimentado en el deslumbre de la ciencia y la técnica. En cierta medida, Anguita hace eco de la crítica de Heidegger al voluntarismo del mundo técnico, que cosifica como un plano de objetos todo lo real, incluso el mismo sentir y pensar. Si es cierta la observación de Óscar Hahn en su prólogo de Altazor de que el poema sigue una orientación nietzscheana, la matriz de la crítica de Heidegger a Nietzsche es reformulada a su modo por Anguita en relación con Huidobro, ante la pretensión engañosa de la voluntad de dominar la técnica, justamente en un mundo donde entra en crisis la potencia de la subjetividad. O para ser más precisos con Anguita, en un mundo donde la creación no puede ser explicada plenamente desde el hombre. El poeta, de acuerdo a Ismael, realiza “una lectura crítica de las falencias que cree vislumbrar en el proyecto poético huidobriano y se percata que su eventual superación, consistiría, no en su negación, sino en su ampliación comprensiva”(106). En este caso, el poeta agrega la hipótesis de dios, un dios bien poco usual por lo demás.
Volviendo al comienzo, las piezas que articula Ismael sobre este creador que lo ha acompañado por tanto tiempo, dan cuenta de por qué Anguita ha sido tan poco interpretado, aunque sí -me da la impresión- leído. Al pasar, Ismael caracteriza “Definición y pérdida de la persona” como una victoria pírrica. Vale decir, como un triunfo y una derrota a la vez (¿no será acaso que los poemas no son eso al fin y al cabo?). La amplitud del poema largo anguiteano, su extensión en versículos, aireados e inteligentes, exhiben un tono áureo que sólo podía acabar con una caída portentosa, con ese: “Eternidad, tiempo, eternidad, tiempo. Rayado por estos dos túneles alternos, una hermosa zebra es el hombre”; esto es, en la derrota de lo que Ismael describe como éxtasis sexual, que por su propia condición no puede ser sino finito. Pareciera que Anguita era consciente de tal fenómeno, de la marginación y polvareda en las que zozobra el humano, incluida su obra. Por eso es inevitable preguntar: ¿cuál es la recepción que puede esperar un trabajo poético? ¿Es ya un dato de la causa la medida borgeana del puñado de lectores? O ¿“todo quedará reducido, pronto, –como dice Anguita- a una sola dimensión, a un papel radiante”? Pareciera que no, o al menos, no siempre, pues aquí estamos porque una nueva dimensión la aporta este libro.
Agosto de 2010, Viña del Mar