Vuelo (Ediciones Inubicalistas, Valparaíso, 2009) de Rodrigo Arroyo (Curicó, 1981) camufla punzantes observaciones sobre el estado del arte, por medio de una serie de cartas de desamor, que pueden entenderse dirigidas a una mujer o a la escritura misma. La lamentable necesidad de datarlo en la dedicatoria y con ello circunscribirlo a una experiencia en el territorio más minado de todos -el amoroso-, se salva en un proyecto escritural cuya remisión a la realidad es mínima. Como si se quejara del exceso de realismo, más bien de la escasez de reflexión de la poesía actual del cono sur. Porque acá la experiencia -lo verosímil, cuando no su verdad a secas- también opera como un motor imprescindible, sólo que se vuelve un elemento menor a la hora de la lectura, en que el lenguaje es el representado, y con la suspicacia de quien ha recibido golpes: “Hay que decirlo, es por caer que las cosas dejan de estar tan arriba, / escapadas de su sentido, o lejos del abajo, nada más.”
El autor suscribe a una cierta tradición de la imposibilidad de decir, Celan mediante, y desarrolla una poesía consciente del lenguaje como un cuerpo fisurado, donde “el extravío de metáforas es quizá la muerte resonando con las olas.” No desconoce, sin embargo, los estímulos que tensionan la creencia de tallar un poco la comunicación. Arroyo admite, y descubre, que “los objetos constituyen un modelo parecido al de un río / entrando al mar por la noche.” La escritura que estos ríos inundan viene, en este caso, a relativizar la certeza de Bertoni, para quien los sentimientos más intensos son aquellos más sencillos de expresar. Para Arroyo, el lenguaje de la tribu no resulta suficiente. A la abstracteza del desamor le tira capas de pintura, en telas que además están craqueladas. Son tantos los planos de lectura en la argumentación por vía de la acumulación de imágenes, del largo aliento del verso, de meditaciones propias de la teoría del arte e intensidades amatorias, que se requieren calma y repeticiones para asir algo del vuelo. La manera en que desencadena las asociaciones de ideas, como en Ashbery, obliga a leer a lo menos dos veces, con las perspectivas de cerca y de lejos que le asignamos a una pintura puntillista. En un mérito poco equiparado entre sus coetáneos, fusiona experiencia y reflexión hasta hacerlos indistinguibles. Y desde ahí se hace cargo, probablemente a su pesar, de hablar por la generación: “Es seguro, no volveremos a volar, hemos de regresar a la academia, / que ha huido de sí misma, de la representación, del espacio / de un espino dibujado sobre la cubierta fría de los muertos.”
En Vuelo se desplaza la dirección del deseo desde la posición tradicional de la receptora hacia la más contingente del diálogo. Se presenta un deseo a ser satisfecho por vía de la interpelación. Resulta interesante cómo la exaltación de un tormento personal no deviene aquí en expresionismo, sino en el remanso de Machado (“Hay en mis venas gotas de sangre jacobina / pero mi verso brota de manantial sereno”). Lo demandado en Vuelo expone un modo de acción contra la dinámica artificiosa de los quiebres humanos, en que las interpretaciones posteriores operan como guías de despacho, trazas llamadas a explicar razonablemente lo que se transó. Para Arroyo no cabe siquiera el cálculo: “Perderse es un invento que puedes guardar cuando no recuerdes / que fuimos un secreto tan grande en un lugar tan pequeño”. Necesita asirse a cimientos que no puedan caerse como los protagonistas. Duda del afán del mero trámite, del sentido de la experiencia en sí misma y de constatarla, en una tendencia escatológica que habría que analizar por recurrente en la poesía chilena. “No hay figura en ningún muro que me diga del vuelo que tuvimos (…) la boca se hace cobijo de piezas rotas que no pueden exhibirse”, afirma. “¿Qué recuerdo no contiene un exceso de proximidad?” es una de las decenas de preguntas que ofrece y que puede aplicarse también al poema de amor, hasta antes de este libro.
Los libros de Arroyo no tienen números de página ni títulos de poemas, porque están abiertos al picoteo de superposiciones difícilmente habitables en una lectura lineal. “Todo se camufla / entre espinos meciéndose a modo de metáfora, / sí, es turbio el aire en la ciudad; añoramos estallidos, pero las palabras / carecen de pólvora, de gas.” En ese camuflaje uno termina preguntándose por la necesidad de que aparezca el cuerpo de la musa, aunque sea la escritura. Arroyo podría escribir del solo traje y el traje mismo sería una excusa para ese espacio vacío que lo aturde, esa metáfora espacial que distancia lo dicho de la verdad, si es que hay alguna. Es paradójico como en Chilean Poetry, su primer libro, la ausencia de la contraparte quitaba pies forzados a su crítica del estado del arte, cuando en el subjetivo Vuelo esas reflexiones, sobre todo las referidas a las artes visuales, son más explícitas. El camuflaje antedicho opera como el de los militares para la guerra, y no para los ejercicios preparatorios. Y es en serio, pródigo en lugares comunes entre versos a veces gráciles, a veces malogrados. Si en La Compañera de Efraín Barquero el objeto del deseo se muestra casi entero, acá las cartas son sampleadas y se leen desde su fragmentación, como un trapecista que planea y vuelve una y mil veces sobre la misma obsesión, pues siempre es distinto el aire que le punza los pómulos, sin red por el arrojo: “pasar por una puerta tantas veces que no haya adentro ni afuera sino umbral”, “podríamos seguir página tras página como imitando un cerro de escombros / que ignorábamos al oír los ruidos de los cuerpos.” Esta narratividad a pedazos está construida como un fotograma, a partir de momentos ideales. Esto puede solucionar el poema largo, en que la digresión no es tan necesaria para un solo argumento, y lo vuelve más ágil y llevadero. Resulta fascinante que cada texto cierre, aunque no del todo, sin que transcurra el tiempo. El presente continuo y rescilente viene a remover un pasado puntual.
Ejercicios cognitivos como el que actualizó Juan Luis Martínez en “El Oído” (“El oído es un órgano al revés; sólo escucha el silencio (…)”) vuelven a estremecer en la voz de Arroyo: “Tu ojo no es ojo en el mirar; / es ojo cuando se cierra vulnerable en el cruce de nuestras voces”, vinculándonos a un acercamiento al otro, similar al de la teología negativa respecto de dios. Lo dicho es lo que no es. Por esa vía cava profundidades que impresionan, como en el poema “[Los últimos años de un boxeador…]”, que sitúa las principales líneas del conjunto. Se trata de metaliteratura con la realidad como excusa, sin aspavientos ni tendencia a aburrir sobre el ejercicio escritural propio, sino que raspando la madera de la escritura misma como lenguaje posible. Por ejemplo, “Pájaros movidos por el viento aparecen como tatuajes del cielo al momento de / colgar los guantes”, “Ensuciaba las ventanas para no caer en la red / secreta de una transparencia vulnerada” y “Una pelea es algo solitario, es pura ausencia; / un vuelo en cambio no es sino una suma de transparencias saliendo de tus / ojos, tachaduras a una voz que se calla a sí misma por no saber / cuál es su lugar en la memoria.”
Cuando la vida se interpone en un proyecto escritural -“Un día, tras salir del marco de su casa, un viejo boxeador olvida avisarnos de su / muerte”- este último queda llamado a balancearse entre traspasar su propia metafísica, como Anguita en Venus en el Pudridero, o bien limitarse a los balbuceos mejor aprendidos, sin sacarle otro lustre, como sucede con buena parte de El Bello Aparecer de este Lucero de Lihn. Vuelo se balancea entre ambos polos, porque la palabra adquiere aquí una plasticidad y una polisemia estremecedoras, a la vez que se repliega hacia un amor no correspondido, semejante a cualquier otro. Deja la sensación de que estos versos trascienden lo vivido, aunque esto sea tanto más intenso para quien lo adolece, que lo que cualquier palabra podría representar. Sólo podemos correr la persiana para observar la lucidez del que vuelve a su condición solitaria, cargado de recuerdos. Cabe preguntarse cuántas personas jamás habrán inspirado a alguien, cuántos ejercicios distintos a la escritura jamás habrán desvelado a otro.
Vuelo capta el zeitgeist o espíritu de nuestra época, no sólo en la doxa académica de distintas disciplinas -las artes visuales y la literatura a lo menos-, sino también por las frases hechas, las interpretaciones comunes frente a dolores también comunes y la manera de decir de un larismo mediado, entre otras cosas, por la precariedad urbana (“la pared está manchada con un trozo de cielo”). A partir de una metáfora particular y ya vista, Arroyo logra, por momentos, interpretar la universalidad del desencanto.