Junto a una lectura, he querido hacer una audición del libro de Verónica Cortínez y Manfred Engelbert (Evolución en libertad: el cine chileno de fines de los sesenta. Santiago: Cuarto Propio, 2014), un libro magníficamente documentado, por cierto, que pone a dialogar la producción cinematográfica de una época políticamente compleja y artísticamente productiva, como es el último tercio de los años sesenta, con la crítica y los estudios que esa producción ha generado en casi medio siglo de historia, sumando la voz de sus realizadores y la certera escucha y mirada de los autores.
Dos características únicas de este libro permiten escucharlo al tiempo que se lee. Primero, considera la música como elemento estructural y expresivo en el montaje del film, reconociendo una función central que la música viene desempeñando en la producción cinematográfica desde los tiempos del cine silente. Esto es, la capacidad de la música para servir de continuidad, contraste y anticipación en el montaje, reforzar estados de ánimo, expresar situaciones ocultas o contradictorias, en fin, la música como una dimensión emotiva, estructural y significante en el film. Es así como al abordar algunas secuencias de Tres tristes tigres, por ejemplo, los autores afirman que: “Mientras la contraluz confiere a las dos parejas una aureola casi de bienaventurados, tanto el montaje como la música ponen de relieve el desorden y el engaño detrás de la ilusión de felicidad. La desorientación de los personajes se visualiza con un cambio del eje de la cámara que los hace caminar sin rumbo fijo (35:54). Por su parte, la música evoca con la melodía melancólica del bolero […] la misma falta de determinación.” (531-532)
Lo mismo sucede en el análisis crítico de Valparaíso mi amor, en el que se señala que: “La banda sonora también contribuye a dejarnos con la impresión de un engranaje implacable. Repetidas veces el encabalgamiento del sonido entre dos segmentos no permite respiro al fijar nuestra atención en la continuidad de los eventos” (198). En efecto, no pasan desapercibidos para los autores recursos como los que Gustavo Becerra emplea en este film, donde el vals “La joya del Pacífico” transita por medios distintos y opuestos: desde el noble vals del piano de salón, al estilo cantinero del vals del Pacífico, convirtiendo a este clásico de la música popular chilena en una especie de argamasa sonora que une ambientes sociales opuestos.
Esto nos lleva a la segunda característica de este libro en relación a su tratamiento de la música en el cine. Al escucharlo con atención, percibimos la música como manifestación de un momento político y social en la historia de Chile que involucra tanto a los protagonistas del film, como también a los propios realizadores y su público.
A fines de los años sesenta, Chile vivía cierto auge del cine como industria: con éxitos de taquilla, producción en blanco y negro y color y, sobre todo, con la posibilidad de hacer un cine de autor de distribución masiva. Todo esto acompañado de abundante y significativa música, naturalmente. Sólo en 1968 se estrenaron diez largometrajes nacionales, la mitad de ellos con la música en un papel predominante. La mayoría de estas películas sacaron a la venta vinilos de larga duración con su música incidental y sus canciones.
De las ocho películas abordadas en profundidad en el libro, la canción popular tiene un papel significativo en cuatro: Tierra quemada (1968), con música de Luis Aguirre Pinto; Ayúdeme Ud. Compadre (1968), con dirección musical de Vicente Bianchi; Tres tristes tigres (1968), con música de Tomás Lefever; y Valparaíso mi amor (1969), con música de Gustavo Becerra.
No conocemos el detalle del trabajo de estos músicos con sus respectivos directores. En ciertos casos, se trata de compositores que escribieron algunas de las canciones utilizadas en la película; como Luis Aguirre Pinto, Vicente Bianchi o Tomás Lefever. En otras, realizaron además una especie de curatoría y edición de las canciones del film, como Vicente Bianchi en Ayúdeme Ud. Compadre. Seguramente Bianchi eligió estas canciones junto a German Becker, auditores autorizados como lo demuestra el hecho de que muchas de esas canciones se convirtieron en clásicos de la música popular chilena, como “Sufrir”, “El ovejero”, “En Mejillones yo tuve un amor” “Chile lindo” o “El rock del mundial”, por ejemplo. Finalmente, en Valparaíso mi amor, es evidente la composición de una banda sonora para el film, basada en el emblemático vals a Valparaíso.
Estas películas poseen un repertorio de canciones bastante representativo del universo del auditor nacional de fines de los años sesenta, donde se construye identidad conjugando memoria y apropiación sonora. No solo Clara Solovera y Francisco Flores del Campo se hacen presentes con sus canciones, sino que también Adamo, Leonardo Favio o María Grever. En el caso del cine, se trata de un auditor por triplicado, que incluye tanto a los personajes del film, como al propio realizador y su público.
Es así como la gran mayoría de las canciones de estos cuatro films funcionan como “sandías caladas”, ya que gozaban de una popularidad previa entre el público y que, al estar asociadas a los artistas que las han popularizado y que participan en el film, contribuyen en gran medida a su éxito, como nos ha quedado plenamente demostrado con Ayúdeme usted compadre.
Las menos, son canciones por conocer, donde se destacan los tres boleros escritos por el compositor vanguardista adscrito al serialismo dodecafónico Tomás Lefever, sobre textos del poeta penquista radicado en París Waldo Rojas. Se trata de composiciones “en estilo”, escritas sobre los códigos musicales y literarios del bolero, que al mismo tiempo dejan traslucir la dimensión artística de sus autores. Sin embargo, donde no puede haber concesión alguna con artistas de fuera del género, es en la interpretación, acto que permite culminar el proceso creativo de la canción, plasmándola como objeto sensible. Es por eso que estos boleros son interpretados por Ramón Aguilera y sus guitarristas, un cantante y conjunto adscritos a la llamada música cebolla de fines de los años sesenta.
Del mismo modo que el neorrealismo vincula la alta cultura del cine de autor con la cultura popular que relata, los boleros de Lefever/Rojas/Aguilera conectan alta y baja cultura, transgrediendo prácticas artísticas y discursivas. Estos vínculos transgresores, que van a ser característicos no solo del pop-art de los años sesenta, sino que del pastiche de los ochenta, resultan especialmente relevantes para América Latina, pues manifiestan nuestra propia libertad frente a tradiciones heredadas, con las cuales resulta saludable cierta dosis de irreverencia.
Es tan fuerte el sonido de época en el cine chileno de fines de los sesenta, que es la música lo único que vincula a las dos películas que se encuentran en las antípodas de la selección de Cortínez y Engelbert: Ayúdeme usted compadre y Tres tristes tigres, ambas de 1968. La primera, calificada en su época como un “bodrio sub-cinematográfico”, y la segunda, presentada como “la realización cumbre del cine chileno”.
De todas las películas analizadas en este libro, tanto el bodrio como la cumbre son los films que contienen más música, la primera con 25 canciones, volumen insuperable dada la naturaleza de revista musical que posee Ayúdeme usted compadre, y la segunda con 11, número muy significativo para una película seria y de culto como Tres tristes tigres. Además estas son las únicas películas que comparten canciones, ambas utilizan el bolero “Sufrir” de Francisco Flores del Campo y el vals Boston “Antofagasta”, de Armando Carrera. Más aún, si el género musical más recurrente entre todas las películas estudiadas en el libro es el bolero –con 11 apariciones, seguido por la tonada con 5– de estas once apariciones del género sentimental, 4 son en Ayúdeme usted compadre y 6 en Tres tristes tigres, otro elemento musical común entre ambas.
¿Significa esto que la música puede anular las diferencias de género cinematográfico, naturaleza artística, y hasta marco ideológico entre los films? Seguramente no, porque justamente la música adquiere significado desde la escucha, y si en el caso del cine tenemos tres escuchas distintas: la de los personajes del film, la del propio realizador y la del público, tendremos que reconocer que los lugares de escucha del bolero en Ayúdeme usted compadre y en Tres tristes tigres, son diferentes. Digamos entonces que Raúl Ruiz hizo una película donde la música se construye desde la escucha de sus personajes, que son los mismos que fueron a ver en masa la película de German Becker. Hipótesis como éstas son las que un libro como este nos permiten levantar.
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El presente texto fue leído en el lanzamiento del libro, el viernes 5 de septiembre del 2014 en la Cineteca Nacional.