El periodista y escritor chileno, Oscar Contardo, comparte con nosotros la presentación que hizo para el lanzamiento de esta poco conocida obra del naturalista, Augusto D´Halmar, rescatada por Ediciones Universidad Alberto Hurtado como parte de su Colección Biblioteca Chilena: “Una primera lectura de Pasión y muerte del cura Deusto podría disponer esta novela en esa abundante tradición de relatos de una relación homosexual frustrada o negada por la tragedia, o una especie de artefacto destinado a incomodar ciertos círculos religiosos. Pero estoy seguro que la incomodidad que podría provocar hace ya casi un siglo la puede seguir provocando hoy por razones distintas, porque creo que las posibilidades de lectura de esta novela se han ensanchado con el tiempo: lo que puede escandalizar ya no es el hecho de que un cura se enamore de otro hombre, sino que un adulto de treinta se enamore de un adolescente. Ya no es la transgresión a una moral religiosa, sino la posibilidad latente de una transgresión de otro tipo”
Augusto D’Halmar fue una criatura rara y fronteriza. Nació y fue criado en un hogar de mujeres caídas en desgracia, mujeres educadas para ser mantenidas por un buen marido proveedor que nunca llegó; una familia encabezada por una madre abandonada y una abuela que pagaba las cuentas dando clases de piano. Un hogar de pellejerías cotidianas, aunque no consumido en el pozo de miseria en el que vivía gran parte de la población de un país como el nuestro en años como aquellos. Aun así, la de D’Halmar estaba muy lejos de ser una familia acomodada y muy cerca de una pobreza que los hubiera dispuesto –a él, a su madre, a su abuela y a sus hermanas– en un espacio que no les correspondía. Ese limbo social debió marcar al autor, dejándolo en un perpetuo territorio extranjero, como viviendo un exilio del que nunca se retorna, pero a la vez confiriéndole la curiosidad de quien ve en todo lo que le rodea un mundo por descubrir o, mejor aún, uno por inventar.
D’Halmar fue un hombre que supo cultivar los misterios sobre su propia biografía, sembrar la duda sobre sus ancestros –con enroque de apellidos mediante– y sacar provecho de su peculiar talento para asimilar las nuevas corrientes literarias venidas de ultramar con rapidez y destreza. Fue el chico blanco en un país moreno; el joven con aspiraciones cosmopolitas en una patria agraria, pobre y aislada; el adolescente huacho, sin padre, que fantaseaba con linajes europeos; el preferido de su abuela que se desvivía por él; el niño monaguillo, el adolescente seminarista, y el hombre homosexual buscando su lugar en un territorio hostil a su deseo. No tuvo que esperar mucho para lograrlo. Tempranamente encontró un refugio en la literatura. Como escritor se hizo de un nombre en esa aldea santiaguina de principios del siglo XX, y lo más importante, formó un círculo de seguidores entre otros jóvenes de fronteras sociales similares que buscaban un propósito en la literatura. Uno de ellos fue Fernando Santiván –su pupilo, luego su amigo más que íntimo y enseguida dos veces cuñado– quien en sus Memorias Tolstoyanas recuerda:“Los estudiantes formábanle calle en el atrio, seguíanle con gritos triunfales «¡Viva el Zolá Chileno!», «¡Viva nuestro Dostoievsky!», «¡Viva el Loti! »… «¡Viva el Daudet!»”. D’Halmar era Zolá, Dostoievsky y Loti al mismo tiempo. Así de brillante era su genio, así de pequeña era la escena literaria local.
Cuando se inició en la literatura, después de un paso por el seminario, D´Halmar vivía en una casa en calle Libertad, cerca de la plaza Yungay, y se mantenía gracias a su abuela y a la abnegación de sus dos medias hermanas. El joven escritor recibía por las tardes a un séquito de estudiantes que iban a sus tertulias literarias como quien asiste a un oráculo.
Así lo conoció Fernando Santibáñez, un muchacho venido del sur, admirador de Benito Pérez Galdós y de León Tolstói, quien con el correr del tiempo y para efectos literarios transformaría su apellido en Santiván. Fernando fue una tarde a calle Libertad, escuchó sigiloso y tímido en medio de un salón dispuesto de tal manera que D’Halmar (que en ese entonces usaba el apellido Thomson de su abuela) se transformaba en una especie de sacerdote y vio la concurrencia de feligreses dispuestos a ser iluminados. Santibáñez pensó que el maestro –así lo llamaba, pese a que solo era cuatro años mayor– no había reparado en su presencia, hasta que se dirigió a él. La tertulia estaba concluyendo y Thomson le sugirió a Santibáñez que acompañara al grupo al Parque Forestal a «despedir el sol», una tradición que había establecido porque sí y que a nadie parecía avergonzar. Este detalle, escrito por el propio Santiván años después, dibuja un tipo de relación entre varones, un patrón de vínculos en donde el deseo de D’Halmar parecía moverse a resguardo. En ese patrón había elementos religiosos en un sentido amplio, sincrético, como lo fue la posterior aventura en la colonia Tolstoiana, en donde se habían propuesto vivir en una comunidad monacal autosustentada. Una especie de secta literaria marcada por una relación de jerarquía asimétrica entre un líder y sus seguidores, o entre un maestro-mentor y un alumno favorito que se rinde ante él. El cenáculo del barrio Yungay era la escenografía necesaria para poder cumplir el propio deseo, bajo disimulo. Tertulias como esa eran, por lo demás, uno de los pocos espacios de respiración que dejaba la cultura de la época para la homosexualidad masculina más allá de la clandestinidad de los encuentros casuales en parques, prostíbulos y bares de mala muerte. Los hombres homosexuales estaban destinados al enmascaramiento, a leer entre líneas, adivinar las miradas y adelantarse al peligro descifrando las señales de alarma. Para sobrevivir había que disimular. D’Halmar parece haber escogido su propio estilo de disimulo durante su paso por el seminario, una institución que hasta hace muy poco, tenía como principal cantera de extracción de vocaciones religiosas a la población de personas homosexuales que no estaban dispuestas a formar parejas heterosexuales como coartada. El seminario los liberaba de la imposición matrimonial, los investía de una respetabilidad a toda prueba y los disponía en un mundo en donde las mujeres solo ocupaban el rol de extras en un relato enteramente masculino. La institución les brindaría protección mientras se mantuvieran a resguardo del escándalo, ellos a cambio le ofrendaban su libertad rindiéndole obediencia a sus superiores. Era un trato tácito, la mayor de las veces inconsciente o disfrazado de una fe que exigía sacrificar la carne para cultivar el espíritu. Esto que ahora escribo con tanta ligereza y desparpajo en público, hace solo tres décadas hubiera significado algún tipo de censura o represalia. Sin embargo incluso en otro tiempo era un atrevimiento tibio si se le compara con la insolencia de escribir y publicar en un país católico una novela sobre un cura que se enamora de un jovencito. Eso hizo Augusto D’Halmar en 1924 cuando publicó la novela Pasión y muerte del cura Deusto. Esto nos indica un atributo de Augusto D’Halmar que suele ser pasado por alto: su valentía para enfrentar la mirada de los otros y más aún, desafiarla.
Fue valiente cuando se arriesgó a hacer de la literatura un oficio a tiempo completo, cuando publicó Juana Lucero, en donde retrataba una sociedad hipócrita, dominada por políticos abusadores y corruptos. El proyecto era una trilogía llamada Los vicios de Chile, que nunca concluyó. Volvió a ser valiente cuando dejó el país y se fue a recorrer el mundo con lo puesto, y luego cuando publicó Pasión y muerte del cura Deusto, una novela que funde un cultura religiosa omnipresente y rectora de la vida y de la muerte, con la historia de un cura homosexual que se enamora.
D’Halmar construyó una novela sobre la homosexualidad, ambientándola entre campanarios, procesiones y parroquias, sin escenas de sexo, sin que ninguno de los personajes siquiera llamara por su nombre a lo que estaba sucediendo con ellos. Logró hacer evidente lo innombrable sin siquiera mencionarlo, tenue y real, como una sombra reflejada en un espejo.
Por la época en la que D’Halmar nació y creció, y por su cercanía con la prensa escrita del momento, es improbable que hubiera estado ajeno de la ola de anticlericalismo circulante en los años previos a la publicación de la novela sobre el sacerdote vasco que llega a Sevilla en donde conoce al muchacho que sellará su destino. Entre las corrientes políticas más radicales de la época, el ataque al rol de la Iglesia Católica en la sociedad era una constante, y una de las armas utilizadas en contra de la institución consistía en difundir acusaciones o rumores de los supuestos abusos que los religiosos cometían en contra de niños y niñas. Eran, por lo demás, acusaciones en donde “homosexualidad” –o más bien “sodomía”, la palabra de uso más extendido en la época– era usada como sinónimo de abusador de niños, es decir, de pederasta. La forma de difundirla era en panfletos satíricos, con leyendas que ridiculizaban a sacerdotes sin identificarlos ni dar antecedentes. Acusaciones al voleo, en donde se sugería como rumor lo que no se podía afirmar como un hecho. Así fue durante las disputas por los cementerios y la educación laica, hasta que en 1905 un diario radical denunció con nombres y apellidos el llamado escándalo de la escuela San Jacinto, que involucraba a religiosos de una congregación educacional que habían abusado del hijo de un connotado abogado conservador. Aquel caso conmovió a la sociedad santiaguina. Teniendo en cuenta esos elementos, sospecho que el tema de Pasión y muerte del cura Deusto debió rondar a D’Halmar durante muchos años, como una idea que necesitaba encontrar el momento adecuado y la escenografía precisa para concretarse. Ese momento llegó cuando el escritor vivía fuera del país y visitó Sevilla.
D’Halmar construyó una novela sobre la homosexualidad, ambientándola entre campanarios, procesiones y parroquias, sin escenas de sexo, sin que ninguno de los personajes siquiera llamara por su nombre a lo que estaba sucediendo con ellos. Logró hacer evidente lo innombrable sin siquiera mencionarlo, tenue y real, como una sombra reflejada en un espejo.
Oscar Contardo
El prólogo de esta espléndida edición a cargo de Daniel Balderston y Daniela Buksdorf relaciona el destierro, los viajes y la lejanía como parte importante de la literatura de Augusto D’Halmar, y el modo en que en esta novela presenta a su protagonista como forastero. El cura Ignacio Deusto encarna el tópico del vasco severo de trato seco que llega destinado a Andalucía, una tierra de frontera del norte rudo y frío con la sensualidad de la cultura oriental. De un lado la parquedad huraña de un pueblo volcado al trabajo y al cumplimiento del deber, del otro la expresión exuberante de una forma de vida con tendencia al goce y al desmadre. Andalucía, o más bien Sevilla, representa el mundo de la exaltación de los sentidos en el que la religión cumple su rol ordenador de las pasiones, con una multitud de símbolos, referencias y rituales elaborados para disciplinar las costumbres y los tiempos de ocio de una población con tendencia a las pasiones. D’Halmar distribuye ese peso a lo largo de la historia, pormenorizando en detalles urbanísticos, arquitectónicos, históricos y costumbristas. Se detiene en procesiones, cantos, y el tiempo medido en rezos y campanadas que llaman a misa. Exhibe su buen oído para los giros locales y esparce referencias literarias explícitas a la homosexualidad que amarra con los conocimientos de tradiciones griegas e islámicas en el mismo sentido.
Apenas llega a Sevilla, el cura Deusto es recibido por otro religioso que le encarga a un chico que ejerza de guía que le muestre la ciudad. El chico se llama Pedro Miguel, es un mestizo de gitana y judío, le dicen el aceitunita y acaba de egresar del grupo de bailarines de la iglesia: ha cumplido la edad de dejarla, es decir, Pedro Miguel llegó a la pubertad. Una de las primeras indicaciones que le da el joven cicerón al cura en ese primer paseo, es que no está permitido subirse a la torre del campanario porque las autoridades temen que haya más suicidios. En ese consejo se anuncia el destino de esa relación.
D’Halmar al menos se adelanta en un asunto que casi un siglo más tarde la Asociación de Psicología de Estados Unidos indagaría a propósito de las denuncias de abuso sexual cometidos por sacerdotes. En un informe de 2002 consideraba distintos tipos de desórdenes afectivos entre religiosos, algunos de ellos relacionados con el hecho de haber pospuesto su desarrollo sexual.
Oscar Contardo
D’Halmar comienza así la exploración de otro tópico tan antiguo como soterrado que tiende un hilo conductor entre el llamado amor griego, de los varones que se relacionaban con efebos como parte de un proceso de enseñanza, una costumbre recogida por las tradiciones islámicas que siguieron la misma dinámica de vínculos de sometimiento y los, en ese entonces, rumores sobre las transgresiones sexuales en los seminarios y la predilección de los clérigos por los adolescentes. En este caso, eso sí, tuerce el cliché de manera sutil: el cura Deusto no es un abusador del poder que ostenta, no avanza físicamente en su relación con Pedro Miguel. El vasco tampoco hurga en la intimidad del muchacho sevillano a través de la confesión (un método usual de embaucamiento en estos casos), ni siquiera parece caer en cuenta de lo que él mismo está sintiendo, como si la conexión con su fe significara mantener suspendida la relación con sus emociones y con su cuerpo. Cuando ya varios de los testigos de la relación han percibido lo evidente, Deusto no es capaz de verlo. En una escena en que uno de los personajes le advierte al sacerdote sobre los cotilleos de los vecinos sobre su relación con Pedro Miguel, el aceitunita, el cura lo interpreta automáticamente como si pensaran que él es el padre del chico que ha vuelto después de abandonarlo con su madre para hacerse cargo de él. En otra escena el cardenal visita Sevilla, seguramente ya alertado por la situación. Deusto parece no comprender la razón de la llegada del cardenal e intenta que su superior reconozca el talento de Pedro Miguel en el canto. Le menciona el talento del muchacho, como un enamorado que busca que su objeto amoroso sea valorado y halagado por su entorno inmediato. El cardenal se da cuenta de lo que el cura busca y le responde: “–Mi pobre Deusto”, tomándole ambas manos y dándole sus bendiciones.
Cuánto hay de negación y cuanto de ingenuidad es difícil de ponderarlo. D’Halmar al menos se adelanta en un asunto que casi un siglo más tarde la Asociación de Psicología de Estados Unidos indagaría a propósito de las denuncias de abuso sexual cometidos por sacerdotes. En un informe de 2002 consideraba distintos tipos de desórdenes afectivos entre religiosos, algunos de ellos relacionados con el hecho de haber pospuesto su desarrollo sexual. En una escena de la novela, cuando ya han transcurrido tres años desde que se conocen, Pedro Miguel le enrostra que la forma de vida en la iglesia los ha perdido, apuntando la siguiente frase: “Y yo, que hubiera podido amar como todos, ya no podré distinguir entre lo acre y lo dulce, entre lo prohibido y lo no prohibido”. Deusto lo escucha y reflexiona en silencio: “Le parecía que tenía razón, que la continencia, aquella que él había puesto tan alto durante toda su vida, era la más insidiosa de las formas que podía tomar la lujuria”. El sacerdote piensa eso, pero en lugar de decirlo en voz alta, lo que le responde al jovencito es que hay que volver a encontrarse en la oración.
Una primera lectura de Pasión y muerte del cura Deusto podría disponer esta novela en esa abundante tradición de relatos de una relación homosexual frustrada o negada por la tragedia, o una especie de artefacto destinado a incomodar ciertos círculos religiosos. Pero estoy seguro que la incomodidad que podría provocar hace ya casi un siglo la puede seguir provocando hoy por razones distintas, porque creo que las posibilidades de lectura de esta novela se han ensanchado con el tiempo: lo que puede escandalizar ya no es el hecho de que un cura se enamore de otro hombre, sino que un adulto de treinta se enamore de un adolescente. Ya no es la transgresión a una moral religiosa, sino la posibilidad latente de una transgresión de otro tipo, que transformaría al protagonista en sospechoso de abuso de poder y a la trama en el preludio de una historia de víctimas y victimarios. Hay además, en esta novela, una lectura posible sobre las relaciones de poder entre pueblos que someten y pueblos sometidos, otra sobre mestizaje como concepto que no solo indica mezcla, sino también subordinación; y una tercera lectura sobre la incomodidad que representa la mujer en un orden misógino.
La nueva edición de Pasión y muerte del cura Deusto, permite apreciar con nitidez el significado de esta novela en el marco de la obra de Augusto D’Halmar y en el contexto de la historia de la cultura chilena y de la literatura del siglo XX. Daniel Balderston y Daniela Buksdorf rescatan para los lectores y lectoras de nuestra época, el talento de un escritor que marcó el siglo XX chileno, desafiando la velocidad geológica de los cambios sociales en nuestro país, abriéndose paso a contramano de las convenciones, huyendo del empantanamiento que podía significar sumarse a una corriente como quien profesa una fe y asumiendo la escritura como el oficio propio de quienes están destinados a vivir fuera de lugar, errantes entre deseos no confesados y pasiones inconfesables.