Paula Dittborn, artista, académica y atenta estudiosa de las relaciones entre literatura y visualidad, comparte hoy con nosotros la presentación que escribió para el reciente lanzamiento de la primera novela de Megumi Andrade Kobayashi, editada por Ediciones Overol: “La visualidad, en ese sentido, es planteada como un refugio, como una herramienta más para la propia sobrevivencia, así como todas las otras herramientas construidas de forma hechiza. La misma portada de este libro, de hecho, pareciera responder a esa inquietud, ya que su diseño de patrones geométricos de alguna manera evoca los alambres que solían cercar los campos de concentración en los que está ambientada esta novela, pero conservando en este libro solo las curvas, no las puntas, y toda la sonoridad y ambivalencia de su nombre: Púa.”
He estado esperando hace tiempo el lanzamiento de este libro de Megumi Andrade, incluso antes de que me invitara a presentarlo –lo cual fue una completa sorpresa para mí. Lo he estado esperando porque fue hace tiempo que Megumi nos contó, a Marcela Labraña y a mí, que estaba escribiendo una novela. Estábamos las tres tomándonos un café en el Paseo Camilo Mori, después de muchos meses sin habernos visto debido al confinamiento de la pandemia. Me acuerdo que cuando nos contó pensé “biennnn” porque siempre he tenido el secreto anhelo de que alguno o alguna de mis brillantes amistades literarias publique una novela en lugar de un libro de ensayos o de poesía –y no porque le tenga miedo a la poesía, sino simplemente porque me gusta más la narrativa. Pero también me alegré porque me encanta su manera de contar las cosas, los detalles en los que se fija, la precisión con la que los describe, y por supuesto toda la sugerencia de sus acotados y elegantes gestos. Una novela de Megumi Andrade podía llegar a ser, en ese sentido, una versión impresa de esa experiencia única que es conversar con ella.
Cuando recibí el libro, sin embargo, quedé un poco descolocada. Megumi ya me había dicho que era breve, así que eso no me sorprendió. Pero al abrirlo veo que son uno, dos, tres párrafos como mucho por página. ¿Es esto una novela, en serio? Por supuesto que esa primera impresión, ese primer desencanto, se esfumó apenas iniciada la lectura, en la que pude apreciar cuan eficaz resultaba esta manera de diagramar el texto, sigilosa y cuidadosa como reza la contratapa. Observo que la página en sí funciona como un signo de puntuación más, permitiendo que se realicen inflexiones adicionales a las que posibilita el punto y la coma. En ese sentido deja de ser una mera superficie rectangular sobre la cual se imprime el texto a dos caras, con un borde inferior que interrumpe la narración de forma radical y arbitraria (quizás por lo mismo se le dice “viudas” y “huérfanas” a aquello que es recortado en la diagramación). Al leer este libro, por lo tanto, no solo se respira, se toma aire cuando se ve una coma, un punto seguido, o un punto aparte, sino también al pasar de una página a otra. Es una pausa de una frecuencia más regular, más rítmica si se quiere, pero también más significativa, ya que lo que separa no son dos palabras, dos frases, o dos ideas siquiera, sino momentos concretos y significativos, que aparecen en medio de la neblina de la hoja en blanco.
A través de la descripción de esos momentos se relata de forma episódica el traslado forzoso de una familia de origen japonés a un campo de concentración o internamiento, en donde viven constantemente vigilados, en condiciones sumamente precarias, y en conjunto con un montón de personas extrañas, sometidas a esa misma situación. Las fuerzas o entidades que han obligado a todas esas familias a vivir confinadas no son mencionadas en el libro, lo que las hace todavía más ominosas (aunque no es difícil deducir quiénes son, considerando la historia de la primera mitad del siglo XX). Cada episodio, cada momento da cuenta de lo que para esta y todas las familias implica el haber perdido su casa y sus bienes, así como también la posibilidad de realizar las actividades en torno a las cuales estructuraban sus días. Sin embargo, ya hacia el final de la novela, esos momentos también dan cuenta de los esfuerzos realizados por los personajes para restituir sus costumbres, sus rituales, y con ello su identidad, no solo a través de la práctica de la cosecha sino también de la cocina, de la cestería, y finalmente del arte.
Cuando Megumi me invitó a presentarlo, me dijo que el libro obedecía a la lógica de la écfrasis, por lo que asumí que en él encontraría esas descripciones verbales de obras visuales que tanto nos gustan a quienes pensamos y observamos la relación entre literatura y visualidad. Para mi sorpresa, sin embargo, esas écfrasis no se limitan en este caso a las descripciones de las esculturas de alambre de la artista japonesa en la que esta novela se basa, Ruth Azawa (1923-2013), ubicadas en momentos estratégicos de la narración. Pienso que también podrían ser consideradas como tales las formas, figuras y motivos que la protagonista identifica permanentemente, ya sea en la textura de las maderas viejas del techo, o incluso en su propia piel; en el dibujo que cree trazar con sus pies cuando corre; o en la turbiedad del agua que admira en la fuente para lavar la ropa.
Al principio pensé que esta insistencia por hacer de los elementos del entorno una imagen era un recurso utilizado por la autora para construir a un personaje de una subjetividad marcadamente artística, o al menos con una clara tendencia hacia lo visual. De hecho, la protagonista no solo piensa en formas, figuras y motivos, sino también en colores, tonos, gradaciones, efectos. Sin embargo, la segunda vez que leí la novela me quedé con la sensación, más bien, de que esas imágenes constituyen un recurso de la propia protagonista para establecer una distancia con respecto a aquello que está viviendo, que de tan real no puede ser comprendido sin mediación. La visualidad, en ese sentido, es planteada como un refugio, como una herramienta más para la propia sobrevivencia, así como todas las otras herramientas construidas de forma hechiza. La misma portada de este libro, de hecho, pareciera responder a esa inquietud, ya que su diseño de patrones geométricos de alguna manera evoca los alambres que solían cercar los campos de concentración en los que está ambientada esta novela, pero conservando en este libro solo las curvas, no las puntas, y toda la sonoridad y ambivalencia de su nombre: púa.
Para terminar, tan solo quisiera recordar un último detalle de aquella vez en la que nos juntamos a tomar café y ponernos al día. Cuando nos contó que estaba escribiendo una novela, Megumi Andrade se refirió a la escritura como una “habitación de su casa a la que nunca antes había entrado”. Ya en ese momento me pareció una preciosa manera de describir el descubrimiento de una práctica que en realidad siempre estuvo ahí, con la que siempre tuvo familiaridad, destreza, por lo que no pude dejar de celebrarla. Celebro ahora que este libro haya sido finalmente publicado, esperando que esa habitación de su casa no deje nunca de ser visitada.
Muchas gracias.