“‘Todas las caras del rostro’ entiende bien que el rostro es uno, pero tiene muchas caras. El rostro es a la vez singular y plural, imposible e ineludible, obvio e inclasificable, predecible y siempre sorprendente, legible como un libro abierto e inescrutable, patente y secreto, la cara visible del cuerpo, esa frágil fortaleza en la que residimos”, nos dice Fernando Pérez sobre la muestra Todas las caras del rostro, de Eugenio Dittborn, que esta en Fundación de Arquitectura Frágil (para visitar la exposición consultar horarios por Instagram o escribir a info@fundacionfragil.cl).
Si desciendes la escalera y atraviesas la puerta de vidrio llegarás hasta una frágil fortaleza, un espacio circunscrito por telas blancas que cuelgan del techo como ropa tendida a secarse, dejando entrever un lugar cargado de imágenes en su interior, una galería de enormes cabezas cuyos rasgos invertidos se transparentan hacia el exterior.
Te deslizas hacia adentro por el intervalo que en cada esquina se abre entre las telas y te encuentras en un templo, una tumba, un rectángulo donde diez sudarios cubiertos por una abigarrada caligrafía nos confrontan cara a cara, sus ojos a veces tachados por X, a veces rayados en círculos, cuencas vacías que aun así nos contemplan de vuelta con sorna, mostrándonos con descaro sus dientes apretados, sus cráneos pelados o adornados por rizos ralos, narices puntiagudas, patrones de damero vistos desde arriba o en escorzo, la cuadrícula de la textura de la tela que aparece marcada por el polvillo del trazo, contornos de rasgos rayados y carbonizados.
Son rostros sin carne, casi cráneos, pero no del todo muertos, sino vibrantes con lo que Tim Ingold llama la “vida de las líneas”, su capacidad de registrar ritmos, de recordarnos recorridos y rituales, de restituirnos los gestos de quien las trazó. Son rostros en los que se han sedimentado capas geológicas sucesivas en un palimpsesto ruinoso de gestos de rabia, deseo, súplica, terror; muecas, rubores, rastros de una vida reducida a sus cenizas, de las que resurge cuando las miramos. “Imposible como nunca haber tenido / un / rostro”, escribe el poeta brasileño Ricardo Aleixo, “un rostro que solo puede verse como rechazo / de la carga que es tener un rostro…”. Un rostro que nos enrostra, que nos echa en cara nuestra cobardía, pasividad, timidez, indecisión. Que nos obliga a dar la cara en vez de poner la otra mejilla.
Un retrato es por definición el retrato de alguien, de alguien suficientemente importante como para que se desee preservar su imagen. No es un rostro cualquiera, es el rostro de… Estos rostros, en cambio, estas caras sin cuerpo, cabezas cortadas, son nadie y son todxs, rayaduras de rostro que no tienen nombre ni dueño, arrojadas al espacio blanco de la tela de nylon no para ser preservadas en un sitio de honor sino como quien deja huellas.
Sor Juana Inés de la Cruz, contemplando su propio retrato, compuso el siguiente soneto:
Este que ves, engaño colorido,
que, del arte ostentando los primores,
con falsos silogismos de colores
es cauteloso engaño del sentido;
éste, en quien la lisonja ha pretendido
excusar de los años los horrores,
y venciendo del tiempo los rigores
triunfar de la vejez y del olvido,
es un vano artificio del cuidado,
es una flor al viento delicada,
es un resguardo inútil para el hado:
es una necia diligencia errada,
es un afán caduco y, bien mirado,
es cadáver, es polvo, es sombra, es nada
Se trata de una clásica condena barroca al esfuerzo de la pintura por proporcionar una seductora pero engañosa ilusión de vida y de inmortalidad. Las imágenes de Dittborn, en cambio, no pretenden engañarnos, seducirnos, o no en todo caso por su belleza ni su perfección, sino al contrario, por su crudeza franca en que el polvillo del carbón está a la vista, sin afeites, máscaras o maquillajes. No carecen, sin embargo, de cierta dignidad dolida. Nos contemplan como una galería de dignatarios desposeídos, mendigos de rango real. Estamos hechos de polvo, parecen decirnos, pero tú también… (algo sabe de esto el autor del libro Vanitas, un conjunto de variaciones sobre el poder, la belleza y la muerte).
Se reconoce en estos rostros una cita alusiva a muchos gestos de las vanguardias de inicios del siglo pasado: el diálogo con la expresividad de las máscaras africanas, con los artefactos mecánicos (estos personajes tienen algo de robots, de autómatas o de juguetes), con la velocidad de lo sucesivo capturada en una imagen singular. Pese a ser dibujos, tienen algo de ensamblajes, de construcciones con partes que no calzan del todo. Podrían leerse también en diálogo con los abigarrados dibujos de Giacometti y con algunas criaturas angelicales de Klee, pero poseen un humor más cínico, más picarón, una socarronería que está ausente de dichos artistas. Estos son rostros que no creen ya en el poder utópico del arte, en la iluminación ni en la revolución. Son rostros que vienen de vuelta y a los que ya nadie les cuenta cuentos. Rostros desilusionados y desangelados, pero sin angustia. Sus rictus son más bien los de la firme determinación de dar la cara, de plantarse ahí y permanecer firmes.
Los rostros han tenido siempre un lugar en la obra de Dittborn, desde su catálogo de caricaturas de artistas imaginarios en delachilenapinturahistoria (1976) hasta las diversas pinturas aeropostales tituladas “historia del rostro”, por ejemplo La XXIII Historia del Rostro, de 1999.Las primeras estaban ejecutadas con tinta china sobre papel, con procedimientos de dibujo técnico asistido por herramientas; las segundas, en cambio, eran imágenes traspasadas por procedimientos fotomecánicos a la tela, provenientes típicamente de revistas en las que aparecían rostros de presuntos delincuentes o de dibujos infantiles esquemáticos. En esta fase de su obra, era fundamental para la poética de Dittborn trabajar con imágenes encontradas, no producidas por su propia mano, en un gesto de toma de distancia de la dimensión manual del oficio de pintor o de artista. Escribe Dittborn, en un texto de esos años: “Debo mi trabajo a la adquisición de revistas en desuso, reliquias profanas rezagadas en cuyas fotografías se sedimentaron los actos fallidos de la vida pública, roturas a través de las cuales se filtra inconclusa la actualidad.” (“Caja de herramientas”, Fugitiva 87) Toda una época de su trabajo funcionaba entonces como una meditación sobre las posibilidades del trabajo artístico en una época dominada por la imagen técnica, no producida por la mano humana.
Recién en la exposición Nocturna, del 2014, en galería D21, reaparece el gesto del dibujo ejecutado a mano, en una serie de variaciones visuales a partir de imágenes encontradas, con lo que se mantiene la exploración de los lugares comunes visuales, de los gestos tipificados, automáticos, inconscientes, del ojo y la mano. Con un virtuosismo notable, Dittborn proponía allí una serie de transformaciones visuales como variaciones o improvisaciones sobre un tema, explorando todas sus posibilidades a partir de la fijación de ciertos parámetros.
Esta exposición continúa esa línea de búsqueda en un formato mayor y en un soporte de tela que recuerdan a las pinturas aeropostales, caracterizadas sobre todo por el gesto de plegarlas para enviarlas por correo. En este caso, en cambio, se trata de pinturas concebidas para un espacio específico, para dialogar con una arquitectura particular, la de la Fundación de Arquitectura Frágil en la que se exhiben. Contra la vocación errante de las aeropostales, aparece aquí entonces un lugar de destino en principio fijo.
En un libro recientemente publicado en castellano con el título Faces, Hans Belting propone nada menos que una historia del rostro en la cultura occidental. Con su conocida erudición, amplitud y atrevimiento intelectual, el autor de Antropología de la imagen va recorriendo los modos de pensar el rostro en la vida social, la historia del arte, el teatro, en su relación compleja con la máscara, los rituales y diversos tipos de imágenes, en los que se tensiona la expresividad individual con los gestos codificados, la apariencia destinada a los demás y la identidad propia contemplada en el espejo, la exteriorización de emociones y la internalización de códigos aprendidos.
Estos dibujos de Eugenio Dittborn son también una exploración de esa historia, en trazos que delinean rasgos, recorren contornos, configuran formas pero sobre todo registran fuerzas, graban huellas, fijan la coreografía de los gestos faciales en los que nos encontramos y reconocemos, en la que nos confrontamos, seducimos, fascinamos, repugnamos. “Todas las caras del rostro” entiende bien que el rostro es uno, pero tiene muchas caras. El rostro es a la vez singular y plural, imposible e ineludible, obvio e inclasificable, predecible y siempre sorprendente, legible como un libro abierto e inescrutable, patente y secreto, la cara visible del cuerpo, esa frágil fortaleza en la que residimos.