Santiago Roncagliolo, Pudor (Madrid: Alfaguara, 2005) Abril rojo (Madrid: Alfaguara, 2006) El príncipe de los caimanes (Barcelona: Seix Barral, 2006).
«El Perú es un país grande y rico, situado en América del Sur, que se divide en tres zonas: costa, sierra y montaña». Hoy en día esta definición, extraída de un viejo texto escolar de geografía, nos parece ingenua y claramente insuficiente. Sin embargo, recoge una realidad geográfica innegable que se ha retroalimentado culturalmente: en el Perú coexisten tres regiones y la suma de éstas nos entrega el país como un todo.
En el ámbito literario, más de un autor se ha servido de esta tripartición para intentar ofrecer visiones integrales o completas del Perú. Es el caso, por ejemplo, de Julio Ramón Ribeyro y sus Tres historias sublevantes, donde los cuentos “Al pie del acantilado”, “El chaco” y “Fénix” transcurren en la costa, la sierra y la selva, respectivamente. Dicho sea de paso, la definición del Perú dada inicialmente sirve de epígrafe a esta pequeña trilogía. En el mismo sentido, Alfredo Bryce Echenique publicó tres novelas breves bajo el título de la primera de ellas, Dos señoras conversan, cuya historia se sitúa en Lima. Las otras dos novelas, Un sapo en el desierto y Los grandes hombres son así. Y también asá suceden en la sierra y en la selva. Se podría decir que Santiago Roncagliolo, con las tres novelas que a la fecha lleva publicadas, se adscribe a esta tradición, ya que las acciones de Pudor transcurren en la costa, las de Abril rojo en la sierra y en la selva las de El príncipe de los caimanes.
Asumiendo que la trilogía de Santiago Roncagliolo nos permite esta mirada ampliada del Perú, interesa saber cuáles son los imaginarios que están presentes en esta construcción de lo peruano. Esta pregunta puede resultar particularmente interesante si se considera a Roncagliolo dentro del contexto de jóvenes narradores peruanos –como Rubén Millones o Daniel Alarcón– que, a pesar de haber fijado su lugar de residencia fuera del Perú, reivindican en sus narraciones nexos culturales con el país de origen, obligándonos a replantearnos la significación y vigencia de las fronteras simbólicas de lo nacional.
Si bien es evidente que una tríada de novelas que cubre geográficamente la totalidad del Perú aspira a representarlo, no se trata de una representación refleja, directa ni documental de la realidad. Rastrear los imaginarios presentes en estas novelas implica considerar estos imaginarios como instancias mediadoras entre la realidad y su narrador y entender los textos como universos simbólicos, tal como lo concibió Ernst Cassirer, donde el Perú no solo busca plasmarse sino fundamentalmente construirse en el propio acto narrativo. Dicho de otra manera, no hay atrás de estos textos una acción únicamente reproductiva sino, más bien, constitutiva de mundos posibles que permiten organizar, interpretar, significar y, sobre todo, universalizar la experiencia de lo peruano. En este sentido –y de acuerdo a la noción de imaginario propuesta por Gilbert Durand–, los imaginarios presentes en los textos amplían la realidad, ofreciendo al sujeto posibilidades alternativas con las que equilibrar su incierta relación con el mundo.
Pero, ¿cuáles son los imaginarios presentes? ¿Qué características particulares adquieren estos imaginarios cuando se enmarcan en el ámbito de lo peruano? ¿Cuánto se distancian del paradigma original para cumplir con la función de constituir una visión sobre el Perú?
En Pudor se manifiesta un imaginario familiar, burgués, urbano y, principalmente, televisivo. Como un comercial de televisión, o una telenovela, que presenta un ideal de mundo «ligeramente superior» al del televidente para el que va dirigido, de tal forma que éste pueda identificarse con el modelo y cautivarse como consumidor del producto o del programa, los personajes de esta historia están marcados por el deseo de aquello que no tienen pero que no constituye algo del todo inalcanzable. La cercanía del objeto del deseo hace que cada uno de los miembros de la familia, frustrado e incapaz de tender puentes intersubjetivos, se aísle y quede encerrado en un estado de incomunicación que lo degrada. De esta forma, Lucy, la mamá, escribe notas eróticas que luego esconde en su propia cartera como si un hombre misterioso la estuviera seduciendo y enviando mensajes. En un esfuerzo delirante por cumplir su fantasía, Lucy provoca una infame experiencia sexual con un total desconocido en un callejón. Alfredo, su esposo, necesita comunicarle a alguien que tiene cáncer y que le quedan seis meses de vida. Eso lo pone en un camino sin salida con su secretaria quien termina acusándolo injustamente de acoso sexual. Mariana, la hija adolescente de ambos, reniega de su propio cuerpo y desea el de una compañera de escuela. Como no puede obtenerlo, se venga acostándose con el enamorado de su amiga, a pesar de que el muchacho le parecía repudiable. Sergio, el hermano menor, ansía ir a Disneylandia pero debe conformarse con trocar la fantasía por los fantasmas y los muertos, los que aparecen incluso sin ser buscados. Papapa quiere resarcir el recuerdo de una vida amorosa insatisfactoria encerrándose en un asilo donde vive una antigua novia, la que se encuentra en estado prácticamente autista y, por lo tanto, incapacitada de responderle.
La novela cobra sentido a partir de la televisión y sus reflejos, haciendo que los límites entre lo fantasmal y lo real, entre lo imaginado y lo concreto, entre lo soñado y lo realizable se difuminen al punto de confundir sus planos. Al final de la novela el gato, que es el único que logra su deseo –la gata del vecindario– ve en la tele la imagen de la familia feliz. Sin embargo, esta visión aparece en el fondo oscuro de la televisión apagada, lo que da cuenta de la imposibilidad de concreción de esa imagen, al menos mientras el marco contextual siga siendo el de una familia de clase media limeña. Dentro de este imaginario, los personajes de este retrato familiar no tienen destino. Al fondo negro de la pantalla se suma la neblina que caracteriza Lima, que hace que esta ciudad participe de la atmósfera de un cementerio gris. No en vano las palabras que anuncian a Alfredo su próxima muerte son descritas como: «palabras [que] parecían la bruma difusa del invierno, que siempre pesa sobre la ciudad como una lápida y nunca termina de resolverse en una lluvia de verdad. En Lima, durante el invierno, la bruma se te mete en los huesos. Sabes que no importa cuánto te abrigues, atravesará tu ropa y se colará por tus manos, por tu nariz, hasta calarte. A veces, desde el quinto piso donde vive Alfredo, ya no se ve nada, ni siquiera un árbol o el supermercado o el edificio de enfrente. La ventana parece un muro de plomo» (24).
Si temáticamente la representación del Perú se ve mediada por un imaginario social previamente existente, en el aspecto formal, el acercamiento a lo peruano también aparece mediado por ciertas estructuras genéricas que dan soporte a los contenidos. En el caso de Pudor, la historia se estructura siguiendo el formato de las sitcom norteamericanas (“comedias de situación”, como Seinfeld o Friends). Lo significativo en esta novela es que se potencia el sentido crítico sobre el imaginario burgués al subvertir el género sobre el cual se construye, haciendo visible la dislocación existente entre el desenlace feliz de la comedia televisiva y las escasas posibilidades de emerger de la neblina o de la pantalla negra de los personajes de la clase media limeña.
En Abril rojo el imaginario mediador con la realidad es el imaginario religioso cristiano de Semana Santa. En este contexto, la novela aborda temáticamente la violencia política y social de las últimas décadas del siglo XX en el Perú, haciendo que los sucesos transcurran entre el inicio de la cuaresma y el domingo de resurrección del año 2000. El fiscal Félix Chacaltana es el encargado de investigar un conjunto de asesinatos en serie cuyas ejecuciones muestran la evidencia de un sentido ritual de fondo. Acompaña a estos hechos la pervivencia de un Sendero Luminoso debilitado pero existente aún y unas elecciones presidenciales de dudosa transparencia protagonizadas por Alberto Fujimori.
El viraje de este imaginario cristiano hacia lo peruano se presenta cuando los asesinatos adquieren una significación mesiánica al vincularse con el mito de Inkarrí, poniendo de relieve una cultura que parece tener más confianza y más fe en la intervención providencial que en la paulatina pero sistemática construcción del futuro. La presencia del mito de Inkarrí en la novela trae aparejada la noción de pachacuti, noción que designa tanto el cataclismo final que da por terminado un período específico de la humanidad dentro de una lógica temporal circular, como la figura del Inca encargado de restaurar el orden y restablecer el mundo en un nuevo ciclo. Propio de una situación apocalíptica o de un pachacuti es la total desestabilización y alteración del orden establecido. En la novela Abril rojo, de una forma análoga a lo que sucedía en Pudor, la categorías se invierten y las fronteras se debilitan: fronteras entre víctimas y victimarios, entre el pecado y la redención, y tal vez la más potente, entre la vida y la muerte, confunden sus contornos. No en vano Ayacucho significa «rincón de muertos». En este sentido, personaje relevante es la madre de Justino Mayta, quien no se da por vencida en la novela e insiste en desenterrar todas las fosas comunes hasta encontrar el cuerpo de su hijo. Esta madrecita parece representar metafóricamente una de las lecturas posibles de la novela Abril rojo: no se puede seguir adelante con la vida sin antes escarbar todas las fosas, sin esclarecer todas las verdades, resquebrajando con ello una de las fronteras más emblemáticas del mundo moderno, la que divide la competencia pública de la privada.
Tomando en cuenta que la incomunicación es el pozo a donde van a beber los personajes de Pudor, llama la atención la representación que se hace de los indios en Abril rojo: no solo hay una desconfianza absoluta y recíproca entre ellos y los mistis, sino que aparecen como un grupo incomprensible y con quien es imposible la comunicación, trayendo a la superficie la realidad de un país fracturado e incomunicado. Lo anterior parece mostrar una contradicción no resuelta entre, por un lado, la mirada ininteligible sobre el mundo indígena y, por otro, la valoración positiva del pasado prehispánico como una de las cualidades con las que el Perú edifica orgullosamente su identidad.
La historia de violencia y muerte narrada en Abril Rojo ha sido construida según el formato del thriller, conocido género de la literatura policial. Cabe al menos preguntarse sobre las repercusiones semánticas, por no decir éticas, que pueden sacudir a una trama que se subordina a una estructura de carácter universal. Es decir, cuando se realizan ajustes y recortes en un imaginario para hacerlo calzar con una estructura previamente establecida. Especialmente, cuando la trama en cuestión hunde sus raíces en una dolorosa historia cuyas experiencias traumáticas reclaman ser miradas con especificidad.
En el contexto de la amazonía se manifiesta el imaginario utópico con el que se construye El príncipe de los caimanes. En esta novela se narra paralelamente la experiencia de dos personajes que emprenden viajes con motivos equivalentes: Miguel sale de Iquitos río abajo por el Amazonas con el deseo de llegar a Miami, seducido por las posibilidades de éxito, modernidad, libertad, etc. que esta ciudad desde lejos le ofrece; su bisabuelo Sebastián, décadas antes, extremeño e identificado con sus antepasados conquistadores, entra río arriba por el Amazonas motivado por el deseo de conquista que materializa en la búsqueda de caucho y oro. Viajes utópicos ambos aunque en direcciones opuestas. Sin embargo, en los dos casos, las esperanzas utópicas se ven frustradas, desplegando el extravío de los personajes que quedan perdidos en el mar uno y en la selva el otro.
Si el Amazonas ha sido un territorio donde se han proyectado imaginarios mágicos y utópicos desde el siglo XVI, es posible que con esto se quiera dar cuenta no solo de la extemporaneidad del tópico sino también se quiera enfatizar la naturaleza irreal de cualquier utopía soñada en este o a partir de este topos. Cuando los dos anhelos utópicos se frustran, es porque el no-lugar efectivamente no existe. Se cierra un círculo en esta historia del Perú: el fracaso del conquistador español, encarnado en el aventurero del siglo XIX, termina de consumarse en el intento de fuga hacia Miami de su descendiente peruano. No es el Amazonas ni el Perú el lugar ideal donde poder proyectar un futuro. Por otro lado, la frustración del muchacho peruano que busca irse a Miami porque no encuentra en su país oportunidades de desarrollo está condenada al fracaso: primero, por el carácter imposible de la tarea que se propone, que es cruzar el atlántico en una piragua; segundo, porque el «otro lugar» a donde se quiere llegar, llámese Extremadura o Miami, ya mostró desde hace décadas atrás su condición distópica. De otra forma, el bisabuelo Sebastián no habría emprendido la huída desde su Extremadura natal.
Este territorio, en el que las utopías no se cumplen y en el que las posibilidades de vida están siempre subordinadas a las posibilidades de sobrevivencia, exhibe una condición de permanente crisis propicia para que se instale en él, el imaginario de fin de mundo. En este sentido, río abajo camino a Miami, Miguel llega a Nueva Pebas, una colonia de los Israelitas del Nuevo Pacto Universal, quienes viven esperando la concreción del Apocalipsis. Aunque esta detención es en apariencia una escala marginal dentro del periplo, es suficientemente significativa para que se despliegue, nuevamente en la narrativa de Roncagliolo, una perspectiva pesimista y radical sobre el destino. No hay que escarbar muy profundo en esta novela para encontrar la confusión de planos de realidad ilustrada en las novelas anteriores. En el territorio del Amazonas, el desquiciamiento de la naturaleza propio de situaciones extremas es lo natural. La incomunicación presente en Pudor y Abril rojo resulta un juego de niños para los habitantes de esta región que aparecen regidos por la única ley disponible y eficaz: abrir las fauces y engullir al más pequeño. La propia naturaleza está representada como un gran monstruo que se devora a sí mismo.
En este contexto, durante el trayecto río a bajo en busca del mar, Miguel encuentra a Tomás, un muchacho más o menos de su misma edad, que intenta robarle un amuleto que lleva colgado en el cuello, un medio diente de jaguar. Miguel defiende permanentemente este amuleto que es la única herencia recibida de su padre, para descubrir más adelante que Tomás lleva un amuleto igual, que dice haber recibido también de su padre, y que encaja perfectamente con su propia mitad, con lo que se revela el lazo fraternal entre ambos. En las civilizaciones antiguas, el jaguar era concebido como una entidad ctónica que, relacionada con las fuerzas de la Luna y los secretos ocultos de la tierra, cumplía la función de guiar a las almas en su camino hacia el más allá. La completitud del diente de jaguar, orienta, entonces, el viaje hacia un fin ineluctable y definitivo.
No solo el género de la novela de aventuras le da soporte formal a El príncipe de los caimanes. Santiago Roncagliolo ha declarado que la construcción de este texto se funda sobre la lectura de cuarenta y seis libros acerca de la selva peruana que le permitieron construir «un Amazonas de palabras». La mediación está dada, entonces, por el género novelístico y la disciplina histórica en general, acentuando con ello el distanciamiento entre el narrador y el Perú, y subrayando la construcción «ficcional» de la realidad peruana.
Incomunicación y fragmentación, confusión entre los distintos planos de realidad, trastornos del orden establecido, dificultad para construir destino con sentido, son algunos de los rasgos que aparecen más de una vez al interior de los imaginarios burgués televisivo, religioso y utópico que, en estas tres novelas, han sido convocados para constituir la visión integradora del Perú. Estos rasgos afectan los distintos ámbitos vivenciales en los que los personajes se mueven, ámbitos que se perfilan de manera particular en cada una de las novelas: el privado (lo sexual, lo familiar) en Pudor, el público (las instituciones, las leyes, la justicia) en Abril rojo y un ámbito más subjetivo (el de los sueños, las utopías, los proyectos de vida) en El príncipe de los caimanes. El hecho de que los imaginarios presentes hayan buscado soporte en estructuras culturalmente reconocibles, parece obedecer a la necesidad de realizar una «traducción» del Perú, de modo que éste pueda ser comprendido más allá de sus propias fronteras. Es decir, no solo los imaginarios que son llamados para representar lo peruano hacen más inteligibles sus asuntos, sino que el relato de esos asuntos se apoya en estructuras genéricas literarias o extraliterarias que universalizan aún más estos imaginarios. Y es en este sentido que las tres novelas plantean la necesidad de revisar las categorías de lo nacional, y de considerar la validez (¿o la falta de ella?) de las representaciones de lo peruano que no respondan al conocimiento reflejo de «la» realidad o que no estén asociadas a la experiencia directa de la nación.
Podríamos especular, incluso, que en última instancia, hay un sujeto de la enunciación que, desde la distancia, construye un mundo que le es propio pero que no posee, para poder comprender y ajustar su presente en relación al origen y al destino. En este sentido, la noción de imaginario apelada en estas páginas, junto con Durand, es la que alude a su naturaleza simbólica y antropológica, como el medio con el que cuenta el ser humano para equilibrar su situación en el mundo con respecto a su angustia escatológica; como una forma de negar, o hacer funcionar eufemísticamente, la finitud del tiempo, la infinitud del espacio y la inevitabilidad de la muerte.