El águila que en la bandera mexicana devora una serpiente cobra sentido en el país que representa. Ni México ni el resto del continente o de la llamada sociedad occidental se libra de muertos vivientes deambulando por su territorio. Sin aspavientos ni miramientos, César Silva Márquez ofrece, en su última novela, la imagen de una sociedad contemporánea devorada por sí misma.
La balada de los arcos dorados (Editorial Almadía, México, 2014, 224 p.) es novela negra, y ya con ello algunos lectores pueden abandonar estas líneas; el lector quisquilloso la rechazará apenas se entere de ello y el lector no tan atento será incapaz de encontrarle sabor y sentido. No encontrarán aquí la historia que defina sus vidas –tampoco les brindará consejos para el savoir-vivre-, pero sí violencia, dolor y lenguaje, uno particularmente sencillo que conduce al lector por el camino de varios asesinatos y a la resolución de algunos. No es una novela de final abierto e inalcanzables pretensiones; es una novela negra. Es literatura. Es una muestra de los temas que circulan desde hace más de veinte años en este país norteamericano, famoso, entre otras cosas, por escándalos de corrupción vinculados a avasallantes redes de tráfico de narcóticos, prostitución y venta de mercancía apócrifa, actividades claramente exitosas no sólo en México sino en el mundo, eso sí, con mayor o menor consentimiento de los gobiernos (si únicamente fuera nacional, el negocio no sería negocio).
Al margen de la atracción por el género literario, la novela negra es la que, fuera del periodismo, ofrece una pintura de lo que sucede en México, esto porque en la ficción el autor no solo se alimenta del acontecer diario, sino que establece un camino hasta trasladar actores y situaciones a sus escenarios para convertirlos en protagonistas de las historias.
Es el caso de La balada…, protagonizada por Luis Kuriaki, periodista de 24 años, recién salido de una adicción a drogas duras, que vive en un país sin lugar para los débiles, pues si alguno todavía se atreve a no ser fuerte, termina en una fosa. El país dibujado por Silva Márquez es el que Kuriaki enfrenta, con avisos de asesinatos que deben ser resueltos por policías de dudosa reputación. Todos salvo uno: Julio Pastrana, quien resulta tener más aliento para el cumplimiento de su trabajo, pero sólo por motivos personales. Y pareciera que la moraleja es que si las cosas se dicen, hacen y resuelven es siempre por motivos personales. El motu proprio se convierte, tal como en la realidad, en aliciente único para luchar por la resolución de los homicidios en el país dibujado por el autor, donde los perpetradores a veces tienen nombre, a veces no. Dicho esto, las siguientes líneas se referirán a dos aspectos de la novela: la primera relacionada a la presencia de las múltiples especulaciones de los homicidas y la segunda a los lindes entre la realidad y la ficción.
Durante la novela, el periodista que tiene la información de primera mano batalla contra la impetuosa tarea de su jefe de redacción para adjudicar los homicidios a seres inverosímiles: desde un tigre hasta un virus, pasando por zombis y vampiros, para llegar a un caballero oscuro que termina convirtiéndose en un vengador. La justificación de esto radica en que se trata de un país en el que todo, todo, todo puede ser real: México. ¡Cómo no existiría un tigre asesino en las calles del mismo país donde alguna vez existió el Chupacabras! Si no, ¿qué otra explicación podría haber a “Once cuerpos, pinche Luis, allá por el puente Zaragoza. Setenta más en el kilómetro veinte, rumbo a Casas Grandes, en un rancho de miedo. Cabrón.” Nadie, en sano juicio, podría entender la presencia de ochenta y un cuerpos aparecidos de la nada, a no ser por la presencia de un ser endemoniado, fuera de este mundo, animalesco, no banal.
Aunque esto es ficción, el acontecer diario en México no dista de la novela. Y ahí se establece la conexión con la realidad. Basta echar un vistazo a cualquier diario de circulación nacional o internacional para saber que los hechos en el país del norte tiende lazos a esta novela. La referencia a la realidad no es fortuita. Al margen de la verosimilitud que el autor pudiera tener en mente, se intuye una especie de espejo-denuncia del pan nuestro de cada día, cuyo objetivo puede ser confrontarlo.
¿De qué modo la novela reproduce y transforma las ficciones que se traman y circulan en una sociedad? La pregunta no es mía sino de Ricardo Piglia, quien la propone en “Crítica y ficción”. Y la respuesta no importa. Alarma, sí, pero creo que no importa porque el valor de la ficción es su relación específica con la verdad, trabaja con ella “para construir un discurso que no es verdadero ni falso”. Silva Márquez, como Piglia, se interesa por trabajar esa zona indeterminada donde se cruzan y relacionan ficción y verdad porque, en efecto, “todo se puede ficcionalizar”.
Respecto de la realidad y la verosimilitud, en el intercambio epistolar que Paul Auster sostiene con J.M. Coetzee, entre 2008 y 2011, el primero dice, a propósito de “Crimen y castigo”, que en la novela la gente más inverosímil acaba viviendo puerta con puerta. Y si es inverosímil también, y sobre todo, es eficaz “para crear el ambiente onírico y febril que da al libro su tremenda fuerza”. Auster dice que, en el mundo real, a las personas reales les acontecen cosas parecidas a la ficción. “Y si la ficción resulta real, entonces quizá debamos reconsiderar nuestra definición de realidad…” Eso es precisamente lo que converge en esta novela negra.
Cabe aclarar, no obstante, para cerrar el tema aquí –y abrir la discusión allá– que ni autor ni lector deben buscar en la literatura la solución a los problemas del mundo real. Juan José Saer dice al respecto que la literatura no ofrece respuesta a los problemas sociales, porque tampoco es un escenario donde resolverlos y mucho menos es la disciplina para proponer soluciones. Por eso esto, La balada… sigue siendo una novela negra capaz de remover las fibras más sensibles de la imaginación, donde cualquier planteamiento es válido, y aún así dirigir la atención hacia las atrocidades diarias. Además, al ser novela negra, no nada a contracorriente y logra plantear un final feliz, acorde con la tradición, tanto como se puede esperar en la ficción.
Los zombis llegaron ya
[…] Resolvió llamar a Rossana. Buscó su número en el celular y al marcarlo tampoco tuvo suerte. Tal vez los zombis habían llegado por ellas. Pensándolo bien, el tigre suelto era una falacia, pero los zombis en realidad existían, cómo se podía explicar lo que estaba sucediendo. Al final, Rossana escribió la nota y el jefe de información estaba feliz. Una horda de zombis para toda una ciudad en ruinas. Roja de noche. Miró hacia el buró y el corazón se le aceleró. Así que tomó las llaves del auto y aprisa salió al frío.” Este párrafo resume a la perfección uno de los temas centrales de la novela en cuestión. Es precisa la manera en que el autor denuncia y además la forma en que establece lazos comunicantes –acaso una especie de intertextualidad– con cierta tradición literaria y cinematográfica contemporánea, además de televisiva.
La teoría de la existencia del zombi como homicida es campo fértil para que Silva Márquez explique la homogeneización del pensamiento de la gente y su idiotización, la uniformidad con que ésta acepta explicaciones de ciertos acontecimientos. Si bien el zombi nace como muestra de la excentricidad –desde el pensamiento europeo– de los afrocaribeños, es en los últimos tiempos el mejor modelo que explica al trabajador de la sociedad capitalista. Así es pues como llega a representar al muerto viviente, a aquél que no piensa y sólo actúa de manera mecánica y, en apariencia, sin voluntad. Dista, por supuesto, del primer modelo zombi de la pantalla grande en 1932, ofrecido por Victor Halperin en “White zombie”, pero es fiel metáfora social del mundo contemporáneo que, ante la falta de alimento –en sentido literal y figurado–, terminará por devorarse a sí mismo. Lo peor es que la humanidad estará ahí para presenciarlo.
Novela negra, ¿para qué?
Aunque en Latinoamérica el género policial vio oficialmente la luz ya entrado el siglo XX, gracias a Adolfo Bioy Casares y a Jorge Luis Borges, sus antecedentes se remontan a un pasado incierto. A diferencia de los europeos, los americanos –por el continente– mezclan en sus historias de crímenes acontecimientos sociales y políticos. Hace unos años, el escritor de novela negra islandés Arnaldur Indridason, comentó en un congreso que el éxito de la novela negra americana en los países nórdicos se debe a que la trama está íntimamente relacionada con una característica: la corrupción. No es que ésta brille por su ausencia en Europa, pero no es retomada por la novela europea porque ella se caracteriza por tejer argumentos desde lo psicológico, en primera instancia, los demás aspectos que le atañen son secundarios.
La balada… es un ejemplo, entonces, de que lo que la novela negra en este continente ofrece, de hecho cumple, digamos, con los requisitos de los últimos tiempos: existe un antihéroe –guapo y valiente, que constantemente se sitúa al filo de sus pasiones-, que resulta no ser el vengador, ya que este rol es tomado por una mujer desconfiada de la justicia del poder judicial, pero confiada en su propia mano, capaz de brindar justicia terrenal. El ayudante del (anti)héroe es un policía incorruptible que resulta ser maltratador y asesino de violadores seriales. Y la chica del (anti)héroe es una periodista que le enmienda las notas, a petición del timorato y con mucha probabilidad corrupto jefe de redacción.
Kuriaki resume lo que muchos mexicanos piensan: “Esta ciudad [Ciudad Juárez] se ha llevado lo mejor de todos. Hace dos días un hombre le disparó a otro en una luz roja por no dar vuelta a la derecha cuando tuvo la oportunidad. Hace dos semanas un policía encendió la torreta de la patrulla y detuvo a una de mis primas por haberse estacionado sobre la avenida Ignacio de la Peña. Eran las diez de la noche. Ella le explicó que esperaba a alguien. El policía le dijo que existían agentes buenos y agentes malos y estar estacionada ahí la hacía un blanco fácil. Para qué, preguntó ella. Para cualquier cosa, agregó él. Afortunadamente su amiga salía en ese momento de la casa, subió al auto y se marcharon […] Lo pienso y tal vez no sea la ciudad, es el país y el dinero, la falta y el exceso al mismo tiempo.”
En el mundo que conocemos, personas como Kuriaki existen, pero la vida que éste tiene en La balada… es única, no importa las semejanzas de ésta con la llamada realidad, tampoco importa si la tesis presentada ha sido mil veces repetida. Porque, ¿qué es la novela negra –como todas las novelas- sino las pasiones repetidas? Los temas son los mismos porque el hombre no se cansará nunca de contar historias. El núcleo, como en los homicidios, está en la forma.
César Silva Márquez (Ciudad Juárez, 1974). Autor de las novelas Los cuervos (2006), Una isla sin mar (2009) y Juárez Whiskey (Almadía, 2013); así como de los poemarios La mujer en la puerta (2007) y El caso de la orquídea dorada (2010), entre otros. Obtuvo los premios Binacional de Novela Joven Frontera de palabras/Border of words 2005, Estatal de Ciencias y Artes Chihuahua 2010, Nacional de Cuento San Luis Potosí 2011 y Nacional de Novela José Rubén Romero 2013. |