Extracto de Pierres. Roger Caillois. Paris: Editions Gallimard, 1966.
Leí sobre Roger Caillois (Reims, 1913 – París, 1978) por primera vez en el póstumo volumen Palabras sobre palabras (2003), de Martín Cerda. Anotaba ahí el ensayista antofagastino que por sobre los escritos ludológicos, la crítica literaria y la etnología de este sociólogo y poeta francés prefería las páginas de los volúmenes Piedras (1966), La escritura de las piedras (1970) y Piedras reflejadas (1975), porque en ellas “Caillois enfatizaba la desnudez histórica que, a la fecha por lo menos, acusaban ciertos parajes de América, donde la ausencia de todo rastro de civilización exageraba la importancia del cielo”.
Aunque el mismo Caillois fue traductor de Roberto Juarroz, Gabriela Mistral, Antonio Porchia, Pablo Neruda y Jorge Luis Borges, su poesía en prosa permanece inédita en castellano, ojalá que no por mucho tiempo más. Agradezco a Fernando Pérez su ayuda en esta traducción, sobre todo al hacerme notar la disimulada confesión del último párrafo, que termina siendo también la mía.
EL AGUA DENTRO DE LA PIEDRA
Al sostenerlo, un nódulo de ágata de dimensiones modestas puede parecer anormalmente liviano. Uno descubre entonces que está hueco y revestido de cristal por dentro. Si lo sacudimos cerca de la oreja, es posible –una vez entre muchas– que oigamos el ruido de un líquido batiéndose entre las paredes. Es seguro que hay un agua ahí, prisionera en esa cárcel de piedra desde los orígenes del planeta. El deseo nace de percibir esta agua anterior.
Se hace necesario pulir lentamente la superficie rugosa, la envoltura de la piedra y luego, con más cuidado incluso, la calcedonia interna hasta que una mancha sombría se revela tras el tabique cristalino, una mancha temblorosa por el movimiento de la mano que sostiene la piedra, y sin embargo se obstina en mantenerse horizontal a cada inclinación que se le da. Es agua, o por lo menos un fluido anterior al agua, conservado desde épocas tan lejanas que no conocieron fuentes ni lluvias, ríos ni océanos. Nada salvo metales en fusión que poco después se solidificarían; puede ser, en aquellas cavidades perdidas, el veloz y paradojal mercurio, espejo fugitivo y frío, el único metal que pudo enfriar la severa temperatura que el planeta alcanzaba y no ha vuelto a alcanzar. Se trata, finalmente, de un agua secreta que de agua no tiene más que la apariencia.
A la mínima fisura, a la primera perforación –aunque sea más fina que un pelo–, esta agua emerge y se volatiliza en menos tiempo que el que uno se demora en decirlo. Sólo una presión extraordinaria la mantuvo líquida. Cualquier abertura es suficiente para hacerla desaparecer en la superficie, evaporada un segundo después de la más larga reclusión.
Esta agua cautiva se encuentra sólo dentro de las sustancias menos porosas, como el cuarzo o la calcedonia, que impiden casi toda osmosis, toda transpiración. Sin embargo, la calcedonia no es una prisión totalmente segura, ya que algunos artesanos hábiles de Hunsrück-Eifel consiguieron infiltrarle un color. Sólo el cristal de roca es lo suficientemente hermético como para que no haya fugas. El líquido se mantiene en los vacíos paralelos, separados por las capas superpuestas a ciertas grietas que aparecen de manera intermitente. En cada movimiento ascendente que la mano haga, como en los vidrios dobles, un líquido no menos diáfano que los tabiques que lo retienen vuelve desde el principio de las eras, al borde de la extinción y simultáneamente a salvo de terribles conmociones. En ese momento, larvas esféricas o alargadas erran sin fin por un laberinto de pasadizos invisibles. Según se vuelva el cristal en un sentido o en otro, estas burbujas suben, descienden, giran, caen en una fisura imprevista y no vuelven a unirse más. Cada una en su dédalo, de tamaños diversos e incesantemente deformadas por los obstáculos que rodean, estas burbujas van perpetuando de manera absurda las figuras invariables y cambiantes de los desencuentros humanos, de este carrusel que no se detiene.
En el cuarzo, el agua suele aparecer repartida en muchas células que la ocupan casi por entero. En la calcedonia está concentrada en una sola cavidad; el espacio sobre ella es tan elevado y tan vasto que se podría decir que el cielo recubre aquel estanque encantado. Los remolinos insinúan este lago sonoro e impreciso, constreñido al interior de una piedra, como el misterio de un paisaje espectral, brumoso, por lo tanto más real y más pesado que los evasivos paisajes que la imaginación se apresura a proyectar en los dibujos de las ágatas. Encima de éstos, circulares e hinchados, los gruesos copos amarillos de un cielo de nieve se aprietan contra una ventana irregular de amatista, cuyos prismas trazan una vidriera con minúsculos elementos hexagonales. Aquellos del centro son casi incoloros y parecen existir sólo como una segunda abertura en medio del vitral. Cuando se inclina esta geoda, la línea oscura del agua sube y desciende hacia este hueco, y es como un párpado lento: la noche que cae o que se eleva semejante a una respiración de lava en los cráteres de los volcanes, o bien el flujo y el reflujo inexplicables de un mar inmenso y solitario, sin luna ni riberas, que podemos ver únicamente desde una escotilla.
El azul tormentoso de una calcedonia nocturna colma otra vez la superficie de la piedra. En el borde, manchas púrpura o bermellón rodean pálidos velos pulcramente fragmentados por la erosión. Su rastro oblicuo desaparece con rapidez en el espesor del mineral, como grietas atrapadas en el hielo. En el fondo, estratos lechosos, más claros o más oscuros dibujan tanto horizontes superpuestos como los reflejos de un astro invisible que avanza en su órbita borrosa. Y, arriba, enormes nubarrones hacen hervir mil amenazas oscuras y una explícita: a modo de última advertencia, un meteorito consumido en medio del cielo por su propia caída lanza un trágico insulto a las tinieblas.
Las dos caras del ágata están igualmente pulidas y son del mismo azul nocturno. Ofrecen un espejo idéntico, cargado de presagios y de injurias. Entre ellas, acaso como garantía de una terrible promesa, se desplaza el agua oculta de los orígenes, que apenas se ve como una sombra y se oye como un chapoteo. Creo que nadie puede quedar insensible a la emoción que provoca semejante presencia. Este recipiente sellado nunca estuvo abierto. Tampoco necesitó soldarse a una base, como la ampolla. Un vacío penetra hasta el corazón de la masa. Nada ni nadie la forzó ni le inyectó el fluido incorruptible que contiene y que, desde entonces, no se puede escapar ni tampoco endurecerá.
El ser vivo que la observa entiende que por sí mismo jamás podrá llegar a ser tan duradero ni tan cerrado. Ni tan ágil ni tan puro. Se reconoce desdichado en el límite de otro imperio y, súbitamente, extranjero en el universo: un intruso estupefacto. Adivino quizá con facilidad excesiva –por obsesión personal– las reflexiones, los vagos sueños que pueden hacer dudar a un pasajero del mundo a partir de alguna piedra encantada por el licor, un poco de agua que ha quedado prisionera en la cavidad transparente de una piedra hermética.
L’EAU DANS LA PIERRE
Parfois un nodule d’agate, de dimensions modestes, soupesé, paraît anormalement léger. On sait alors qu’il est creux et tapissé de cristaux. Si on le secoue près de l’oreille, il arrive, mais très rarement, qu’il fasse entendre un bruit de liquide battant les parois. A coup sur, une eau l’habite, demeurée prisonnière dans une geôle de pierre depuis le début de la planète. Le désir naît d’apercevoir cette eau antérieure.
Il faut polir lentement la surface rugueuse, l’écorce de la géode, puis, avec plus de précautions encore, la calcédoine interne jusqu’au moment où, derrière la cloison translucide, une tache sombre se meut. Elle tremble avec la main qui tient la pierre, et son niveau reste obstinément horizontal, quelque inclinaison qu’on donne à celle-ci. C’est l’eau ou, du moins, un fluide d’avant l’eau, conservé d’époques si lointaines qu’elles ne connaissaient sans doute ni sources ni pluies, ni fleuves ni océans. De liquide, rien alors que des métaux en fusion bientôt solidifiés; peut-être, en quelques cavités perdues, le véloce et paradoxal mercure, miroir fugitif, liquide et froid, seul métal qu’il faille pour geler une sévère température que la planète attiédie n’est pas encore près d’atteindre; enfin cette eau secrète qui assurément de l’eau n’eut jamais que l’apparence.
A la plus légère fissure, à la première percée, fût-elle plus mince que cheveu, elle fuse et se volatilise en moins de temps qu’il ne faut pour le dire. Seule une pression extraordinaire la maintenait liquide. La moindre issue lui suffit pour disparaitre sur-le-champ, évaporée en un éclair après la plus longue réclusion.
Aussi ne trouve-t-on cette eau captive que dans les substances les moins poreuses, comme le quartz ou la calcédoine, qui interdisent ou peu s’en faut toute osmose, toute transpiration. Encore la calcédoine n’est-elle pas une prison tout à fait sûre, puisque des artisans habiles, entre l’Eifel et le Hunsrück, parviennent à y infiltrer une couleur. Le cristal de roche, seul, est assez étanche pour qu’aucune fuite ne soit à redouter. Le liquide se tient dans les vides parallèles qui séparent les couches superposées de certaines aiguilles. Celles-ci semblent s’être développées par bonds intermittents. Entre chaque nouvelle poussée, comme entre des doubles fenêtres, un liquide non moins transparent que les cloisons qui le retiennent s’est trouvé, au commencement des âges, a la fois pris au piège et rescapé de terribles émois. Depuis, des libelles sphériques ou allongés errent sans fin dans un labyrinthe de chicanes invisibles. Selon qu’on tourne le cristal dans un sens ou dans l’autre, ces bulles montent, descendent, obliquent, s’engagent dans une rigole imprévue, sans se rencontrer jamais. Chacune dans son dédale, de tailles diverses et sans cesse déformées par les obstacles qu’elles contournent, elles perpétuent absurdement les figures invariables et changeantes d’un chassé-croisé, d’un carrousel sans dénouement.
Dans le quartz, l’eau est á l’ordinaire répartie en plusieurs cellules qu’elle occupe presque entièrement. Dans la calcédoine, elle est ramassée en une seule poche; l’espace au-dessus d’elle est si haut et si vaste qu’on dirait le ciel recouvrant quelque étang ensorcelé. Les remous du liquide ajoutent en filigrane ce lac sonore et indistinct, rapetissé jusqu’à tenir à l’intérieur d’une pierre, comme le mystère d’un paysage spectral, brumeux, pourtant plus réel et plus lourd que les paysages évasifs que l’imagination, au premier appel, se hâte de projeter dans les dessins des agates.
Sur celle-ci, circulaire et bombée, les gros flocons jaunes d’un ciel de neige pressent vers le centre une fenêtre irrégulière d’améthyste, dont les prismes soudés dessinent une verrière aux minuscules éléments hexagonaux. Ceux du centre sont presque incolores et paraissent n’exister que comme une ouverture seconde pratiquée dans le vitrail plein. Quand on incline la géode, la ligne sombre de l’eau monte et descend derrière la baie et c’est comme une lente paupière; ou la nuit qui tombe ou qui s’élève telle une respiration de lave aux cratères des volcans; ou, perceptible par ce hublot seul, le flux et le jusant inexplicables d’une mer immense et seule, sans lune ni rivages.
Le bleu d’orage d’une calcédoine nocturne emplit une autre fois la surface de la pierre. Sur le bord, des taches de pourpre ou de vermillon s’élargissent autour de voiles livides tranchés net par le polissage. Leur traîne oblique disparaît vite dans l’épaisseur du minéral, comme guenilles prises par la glace. Tout en bas, des strates laiteuses, plus claires ou plus foncées, dessinent autant d’horizons étagés ou les reflets d’un astre invisible sur l’avancée des vagues parallèles. Au-dessus, d’énormes nuées frémissent de mille menaces obscures et d’une plus explicite: en guise d’ultime semonce, un météore consumé en plein ciel par sa propre chute fait un accroc tragique aux ténèbres.
Les deux faces de l’agate sont également polies et du même bleu nocturne. Elles offrent un miroir identique, chargé de présages et d’invectives. Entre elles, qui semble en garantir la terrible promesse, l’eau cachée des origines dont on voit l’ombre se déplacer et dont l’oreille entend le clapotis. Je crois que nul ne reste insensible à l’émotion qu’engendre pareille présence. Ce vase le plus clos jamais ne fut ouvert. Il ne fut même pas soudé à sa naissance, comme ampoule de verre. Un vide s’y creusa de lui-même au cœur de la masse. Nul ni nulle forcé n’y fit pénétrer le fluide incorruptible qu’il contient et qui, depuis lors, demeure impuissant à s’en échapper comme à s’y dessécher.
Le vivant qui le regarde comprend qu’il n’est, pour sa part, ni si durable ni si ferme. Ni si agile ni si pur. Il se connait sans joie á l’extrémité d’un autre empire, et soudain si étranger à l’univers: un intrus hébété. Je ne devine que trop, par obsession personnelle, quelles méditations, du moins quelles rêveries vagues, un passager du monde peut commencer de dévider à partir de ces cailloux hantés d’une liqueur, un peu d’eau géologique restée prisonnière dans la poche transparente d’une pierre hermétique.
Teresa Monterde
12 octubre, 2016 @ 17:50
Poético y bello como la vida.