Luego de algún tiempo en el que mantuvimos contacto esporádicamente por correo electrónico – conectados, como nos ha ocurrido a muchos muchas veces, por Hugo Gola -, nos conocimos con Tania Favela en un viaje que hice a Ciudad de México en marzo del año pasado. Tras una conferencia en la UNAM fuimos a almorzar con varios amigos en común y pensé que por fin podríamos charlar acerca de varios intereses compartidos. Pero la conversación en la mesa tomó otros rumbos: quizás envalentonado por el apabullante triunfo de Chile sobre México en la Copa América Centenario, me puse como loco a hablar de fútbol, como nunca me había ocurrido, y con el entusiasmo de casi todos los comensales, en eso se nos pasó el resto de la tarde. Después de que nos despedimos sentí culpa, como siempre me ocurre, por haber desperdiciado esta oportunidad de preguntarle muchas cosas a Tania y le escribí prometiéndole que la próxima vez hablaríamos más de poesía y menos de fútbol. Por curiosas coincidencias esa oportunidad ha llegado hoy. Para tratar de retomar algo de esa primera conversación truncada, literalmente, por numerosas pelotudeces, no sólo quiero comentar algunas impresiones de La marcha hacia ninguna parte (su tercer libro, pero el primero que he tenido la suerte de leer) sino también lanzar algunas preguntas. No espero que las responda ahora mismo sino quizás en otro almuerzo en el que, como dice uno de sus versos, no me dé “por hablar y hablar sin parar” y le haga más caso a una de las insistentes llamadas en este libro: “¿escuchas?”.
Sí, escucho, podría responder, pero lo primero que escucho en este libro es precisamente lo que no suena: la profusión de espacios intercalados, puntos suspensivos, comillas, guiones, barras, signos de exclamación, signos de interrogación, paréntesis redondos, paréntesis cuadrados. Varios de estos signos resuenan particularmente por la tipografía escogida, Australis, que les da un relieve distinto, por sobre las letras que rodean. Su frecuencia, además, es muy alta, y por momentos congrega toda la atención. Algo así me pasó también la primera vez que leí El Gualeguay, de Juanele Ortiz, en el que las comillas aparecen a cada rato, en lugares inesperados, para cumplir con el trabajo, como dice Tamara Kamenszain, de “dar o de quitar espesor, de des-privilegiar, de señalar, de ‘no dejar cuajar el sentido’”. Aquí, además, este gesto de enmarcar las palabras provoca distintas texturas: se lee distinto un texto entre comillas, entre paréntesis, entre guiones, como pregunta o como exclamación. Como bien indica Héctor Monsalve al comentar unos poemas de adelanto de este libro, se crea una polifonía: “dos o tres instrumentos (o voces) perfectamente afinados, que logran combinarse en una única melodía; pero uno de ellos avanza más rápido, mientras otro reproduce notas lentas, pausadas, y un tercero se mantiene definiendo la base del ritmo, como un bajo. Y a veces el último acelera y otro se detiene casi a un punto del silencio”. Me pregunto si Tania leerá así estos poemas, o si fundirá sus sinuosidades, y qué ocurriría entonces.
Mientras prosigo mi lectura me detengo en las numerosas ocasiones en que asoman “dijo”, “dije”, “dijo”, “dijeron”, “dijo, “dijo”, repartidos en una sola página. No sólo, como ya dije, son diversas las texturas, sino que esa variedad se acentúa con el aviso de que estamos frente a un diálogo, pero no sabemos bien quién dice todo esto, quién dice qué. Justo hace unos días vi por primera vez el Perceval, de Eric Rohmer, y sentí algo paralelo a lo que aquí sucede, cuando los propios personajes emitían fragmentos de la narración de Chrétien de Troyes (es decir, hablaban en tercera persona de sí mismos, tal como los futbolistas) y luego soltaban sus parlamentos. Me pregunto cómo y dónde se encuentra Tania en esta profusión de voces.
Algo más ocurre: el solapamiento de estos susurros, de estos rumores, provoca un aceleramiento, que vuelve torrentoso el ritmo de los poemas, que expande los versos hasta ensanchar el tamaño de la página. Se percibe con claridad al inicio y aún más al final, cuando el balbuceo se desboca: “Habla su habla el que habla habla su habla (ahí) el que habla se introduce en su habla”. No resulta forzado recurrir al comentario que la propia Tania realiza de las Resonancias renuentes, de Gola, cuando anota: “El sonido, entonces, es el que permite el transcurrir del poema, ese deslizamiento entre verso y verso en el que el ‘yo’, discontinuo, titubeante, resbala”. Escribo “resbala” y pienso en la prisa de esta marcha, pero quisiera saber de qué marcha estamos hablando: no es ese “irse de marcha” por irse de fiesta, no es una marcha militar, tampoco una marcha de protesta, quizás sería una marcha sola, no de marchar, sino de marcharse. No sé, tendría que preguntarle de nuevo a Tania.
O quizás no habría que preguntarle a Tania, sino a todos esos nombres que comparecen en dedicatorias, cursivas y menciones a lo largo del libro, que se filtran por todas partes: Olvido García Valdés, Emily Dickinson, Lorenzo García Vega, Blanca Varela, Mario Montalbetti, entre muchos otros. “Espero que se reconozcan en el tejido de voces” parece decirles a ellos, o quizás a nosotros mismos. Lo cierto es que una vez que advertimos esta nota de la autora, releemos el texto con el oído más afinado, predispuestos a encontrar la cita expuesta o velada. Pero quizás ese esfuerzo sea totalmente innecesario: más que el trabajo detectivesco, lo que interesa es valorar el modo en que se realiza ese tejido. En un ensayo sobre Juanele, Tania se preguntaba “¿cómo tejer todas estas voces?”, y le repetiría ahora esa pregunta: ¿cómo tejiste todas estas voces?
Me adelanto y advierto que esta labor no es la de un patchwork, en la que los fragmentos heterogéneos mantienen sus diferencias, sino que se trata de un hilado mucho más fino, que se apropia con naturalidad de los versos prestados porque, al mismo tiempo, se deja afectar por ellos. Este hecho no sorprende, por lo demás, si uno revisa los ensayos que Tania ha dedicado a varios de los ya mencionados y también a José Watanabe, Gloria Gervitz, César Vallejo, pues allí resulta evidente que ella entiende el trabajo crítico no como una imposición, sino como un diálogo, en el que ella no sabe de antemano lo que quiere decir. Quizás, como muchos otros, para eso lee, y para eso también escribe. ¿Por eso escribes, Tania?
Si uno revisa sus primeros poemas publicados en la revista El poeta y su trabajo hacia 15, 10 años, podrá reconocer un ambiente familiar, pero en textos más breves y contenidos. Quizás por eso escribe, por esa dispersión que va ganando su poesía, por esa expansión, por esa marcha hacia ninguna parte que resume perfectamente su proyecto, aunque dudo que haya una palabra más fea para referirse a la investigación y la poesía que “proyecto”. Pero como todo proyecto, hay que pensar en sus proyecciones, y me pregunto desde ya cómo serán los nuevos poemas que Tania estará escribiendo, y quizás en cuál de los versos de este libro ya está el germen de lo que en algunos años más nuevamente leeremos. Yo he querido adivinar un punto, el que me ha resultado más fácil, porque estoy seguro que allí está la respuesta que faltó en nuestra primera conversación: “ahora el fútbol sigue adelante adelante va la pelota gira entra sale entre todas las manos/ todos esperan el gol”.
La marcha hacia ninguna parte, de Tania Favela (selección)
I
II
Desde Olvido García Valdés
Nota: este texto fue leído para la presentación de La marcha hacia ninguna parte (Valdivia: Komorebi Ediciones, 2018) de Tania Favela, el 2 de agosto de 2018, en el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile.