La oficina de Peter Burke es alta y luminosa. Está frente a uno de los muchos parques públicos que tiene la ciudad universitaria de Cambridge, en Inglaterra. Lo primero que se ve al entrar son los libros que se acumulan por todas partes. Ordenados en largos estantes sobre los muros, abiertos sobre el escritorio a un lado del computador,apilados a lo largo de la pieza en torres que forman una pequeña fortaleza medieval sobre el piso de madera. Si uno observa el canto de estos libros con cuidado advierte que sobre muchos de ellos figura su nombre junto a títulos en una cantidad enorme de idiomas.
Burke es uno de los historiadores contemporáneos más prolíficos y reconocidos. Durante mucho tiempo fue además un pintor aficionado. Entre muchas otras cosas, le gustaba dibujar los conceptos y problemas que se topaba en su trabajo para tratar de entenderlos mejor. Aunque ya casi no pinta, todavía da largos paseos sin rumbo por las calles de Cambridge pues, según dice, la mayor parte de las ideas se le ocurren caminando. A diferencia de muchos que lo consideran una experiencia torturante, dice que le gusta mucho escribir. Considera que hacerlo es un buen punto de partida para investigar, ya que sólo después de adentrarse en la escritura empieza a vislumbrar lo que puede resultar realmente interesante investigar. Escribe en las mañanas y luego camina a la biblioteca de la universidad en donde trata de resolver las dudas que lo asaltan en el trayecto. En sus comienzos estuvo muy influenciado por la escuela de los anales, e interesado en trabajar con su fundador, Fernand Braudel. Buscando un espacio intelectual en donde sus intereses de historiador pudiesen fertilizarse con las discusiones que se estaban desarrollando en otras disciplinas, como la filosofía y la sociología, entró a enseñar como profesor a la Universidad de Sussex.
Después de haber pasado 15 años en la atmósfera libertaria de Sussex se mudó a Cambridge a fines de los años 70. La tiesura del protocolo social y académico que encontró en el Emmanuel College le significó un shock tal que se abocó a tomar notas como antropólogo y las publicó en un artículo titulado «Notas para una etnografía de un College de Cambridge», bajo el seudónimo de William Dell. Peter Burke mantiene una cercanía importante con Sudamérica: está casado con la historiadora brasilera Maria Lucia Pallarés y viaja con ella todos los años a Sao Paulo.
Una de sus áreas de trabajo ha sido la cultura popular. ¿Cómo percibe esta cultura hoy, cuando se habla de una aceleración del tiempo y de los cambios sociales?
Los historiadores se han vuelto más dudosos de lo que acostumbraban acerca de si el término cultura popular sirve para definir la cultura de cualquier período y eso es, en parte, por los cambios actuales. Ahora es más difícil definir la cultura popular de lo que era hace cincuenta años; entonces los intelectuales no miraban televisión y tenían una cultura muy separada de la que tenía la gente normal. Hoy casi todo el mundo mira televisión, hasta los mismos programas, incluso quienes dicen no hacerlo. Algo bueno de esto es el surgimiento de un idioma común. Así, puedes dar una conferencia e ilustrar lo que estás diciendo a partir de un código compartido y puedes contar con que el público lo entienda. Algunos sociólogos, a mi entender acertadamente, hablan de una cultura común. Pienso que tienes que hablar de culturas, en plural, incluso hablando de individuos. Todos nosotros vivimos en una cultura común, pero participamos de varias culturas a la vez. Cuando escribí sobre la cultura popular en la Europa Occidental de comienzos de la época moderna, observé que las clases altas eran biculturales, participaban de lo que los historiadores llaman historia popular y también de una cultura educada, de la cual la gente común estaba excluida. Ahora tenemos que hablar de muchos grupos con intereses especiales. Treinta o cuarenta años atrás hubo un comité de gobierno encargado de investigar en la televisión inglesa y la comisión argumentó que la televisión inglesa tenía que reflejar a las minorías porque todos formamos parte de alguna, los que ven el cricket o la gente que observa pájaros, y así puedes hacer una lista de un centenar de cosas. Todos vivimos en una o más subculturas o minorías, hay muy pocas barreras entre una cultura y otra, y eso nos hace pensar que en el pasado la situación pudo haber sido mucho más fluida de lo que creíamos.
¿Cómo ve la perspectiva de la alta cultura en este contexto?
Veo una interacción. Hoy las matrices de la cultura popular y la alta cultura interactúan. Un ejemplo de ello son las relaciones que se dieron entre el arte pop y el arte publicitario comercial en la pintura de Andy Warhol y así hay muchos otros casos. Por supuesto que esto ocurría antes, pero no ocurría tanto como ahora. Hoy muchos artistas o compositores practican esa mezcla de culturas, aun cuando los resultados podrán no ser muy populares.
¿Qué aproximación debería tener la historia cultural a la alta cultura?
Creo que es una tarea pendiente para los estudios culturales, particularmente en su versión anglosajona, donde me parece que la expresión se usa de manera más extendida. En ellos la alta cultura está notoriamente ausente, principalmente porque desde sus orígenes hicieron una crítica de los estudios anteriores a los que consideraban muy estrechos y exclusivos. Pienso que los estudios culturales pueden incluir también a la «alta cultura» y también extenderse hacia otros siglos.
Usted señala que uno de los problemas que presenta la historia cultural es el de definir su objeto de estudio. Al respecto habla de definiciones de cultura que tienden a crecer. ¿Cuál definición prefiere usted?
Si tuviera que dar una definición sería en términos de los elementos simbólicos y de los lugares donde los encuentras, es decir, si los encuentras en la vida diaria o en lo que llamamos obras de arte. Quiero evitar una definición en la que todo es cultura, porque si todo es cultura, la palabra está de más y el término no cumple función alguna. Si incluimos la vida diaria en esta acepción, hay que tener en cuenta que una comida ordinaria tiene menos que ver con la cultura que una comida especial en la que alguien celebra algo, porque esta última está más ritualizada. Esto también es relativo porque, por ejemplo, si viajas a otro país, lo que es ordinario parecerá fuera de lo común y viceversa. Cuando algo está más ritualizado, tiene un mayor contenido simbólico. Quiero mantener una multiplicidad de perspectivas y creo que el terreno común de un historiador cultural puede describirse como lo simbólico y su interpretación.
Imágenes disueltas
¿Coincide usted con las profecías que plantean los gurúes de los medios cuando señalan que vivimos en una cultura visual?
No cabe duda de que hoy en día hay más imágenes a nuestro alrededor de lo que solía haber en el pasado. Hay una variedad insólita de imágenes que nos rodean en todas partes. No estoy seguro, sin embargo, de que eso implique que la nuestra sea una cultura más visual que la cultura en la que vivieron nuestros antepasados, pues ellos también prestaron una enorme atención a las imágenes y poblaron sus entornos rituales y cotidianos con ellas. No diría, la verdad, que vivimos hoy en una cultura comparativamente más visual que la del pasado. Diría que vivimos en una cultura visual distinta, donde las imágenes se recambian más rápido y duran mucho menos. Un campesino del siglo XV convivía durante años con las mismas imágenes, con una escena sagrada representada en el vitral de una iglesia, por ejemplo, que llegaba a conocer de memoria hasta en sus más mínimos detalles. Era un modo de ver completamente distinto al que practicamos hoy nosotros frente a imágenes que se están deshaciendo todo el tiempo frente a los ojos.
En uno de sus libros usted utiliza la metáfora de que el historiador de hoy debe leer imágenes, ciudades, en general textos que no están escritos. ¿Qué papel tiene la intuición en esto?
No creo que leer imágenes deba ser sólo intuitivo, así como tampoco creo que la lectura de un texto deba ser enteramente intuitiva. Tal vez la proporción de intuición varía en los dos casos, pero yo no haría una distinción muy precisa. Los historiadores muchas veces siguen la intuición, pero deben justificar las conclusiones a las que llegan por la intuición. El problema de la intuición es que no puede aprenderse ni enseñarse, al menos en términos tradicionales. Pero creo que se puede aprender a leer imágenes y ciudades, tal como se puede aprender a leer textos. Se trata de una metáfora abierta, porque puede usarse para decir que no debemos ser tan logocéntricos y tomar las imágenes en serio. El problema es que hablamos de una «lectura» y con ello usamos un lenguaje logocéntrico para restarle importancia al imperio de las palabras.
¿Qué postura adopta usted en el debate contemporáneo acerca de la relación entre historia y ficción? ¿Cree usted que existen argumentos para defender a la historia de los argumentos que la consideran como una especie de ejercicio literario?
Mi postura al respecto es moderada: creo que los historiadores construyen el pasado, pero lo construyen a partir de ciertas evidencias y materiales que existen más allá de sus posturas e imaginaciones personales. Los materiales pueden ser elegidos, combinados, ordenados e interpretados de tal manera que a través de ellos una historia en particular pueda ser contada, o algún aspecto puntual se vuelva visible. Desde ese punto de vista existen muchas similitudes con el trabajo de artesanía que da lugar a una obra de ficción. Pero a diferencia de la ficción pura, el historiador tiene que apoyarse en archivos, documentos y otro tipo de huellas que nos ha legado el pasado, que establecen límites y entregan una cierta dirección al trabajo de reconstrucción que hacemos desde el presente. Por otra parte, existe también una tradición de comentarios y lecturas de nuestro pasado histórico con la cual es saludable entablar un diálogo informado. La historia, a diferencia de la ficción pura, no opera a través de big bangs creativos que nacen de la nada. Opera más bien a través de un trabajo de reconstrucción continuo de las ideas y de los materiales que nos ha dejado el pasado. La tradición se transforma de manera incesante pero no desaparece, sin embargo, nunca del todo.
¿Cree usted que el historiador tiene algún tipo de responsabilidad ética con las vidas y hechos del pasado que intenta alumbrar?
Me parece que sí, aunque no sé si yo entiendo el problema en los términos que usted llama éticos. En mi opinión, la responsabilidad del historiador en el interior de la comunidad humana más amplia en la que está inserto tiene que ver con el papel que juega ayudando a conservar la memoria de formas de vida valiosas que existieron en el pasado y que la historia tiende inevitablemente a destruir. En ese sentido, la responsabilidad del historiador, más que con el pasado, tiene que ver con el presente. El historiador puede recordarles a los hombres del presente que existen otras maneras posibles de hacer las cosas. Puede, al darles voz a las formas de vida del pasado, recordarle al presente que la manera en que nuestra cultura actual organiza y entiende el mundo no es la única, ni tampoco la mejor manera posible de hacerlo.
¿Pero qué posibilidad tiene el historiador de profundizar la memoria del resto de la comunidad en una época como la actual que parece estar más bien obsesionada con el futuro?
Tengo la impresión de que a medida que la gente empieza a percibir una desconexión cada vez mayor con su pasado, en especial con las formas de vida cotidiana del pasado, se genera una reacción inversa, se genera un interés por la historia entre personas que buscan encontrar en ella algún tipo de contexto y orientación más coherentes que el que les ofrece el mundo actual. Aquí en Inglaterra, por ejemplo, la historia está pasando por un momento de auge en términos del interés del público. Y me consta que algo similar está ocurriendo en Francia y en otros países del continente. Hay muchas personas mayores de 50 años que se han convertido en lectores de historia porque están buscando reencontrase con el mundo que conocieron en su infancia: un mundo que el boom tecnológico de los últimos treinta años ha cambiado hasta volver irreconocible. De manera que no me parece que la voz del historiador en la comunidad esté condenada a morir en la irrelevancia y el aislamiento.
Noviembre 2006