La oscura vida radiante, muestra curada por la artista chilena Magdalena Atria en el recientemente estrenado Centro de Arte Contemporáneo de la Municipalidad de las Condes –CeAC- Santiago, consistió en el montaje y exhibición de una gran cantidad de obras, pertenecientes a veinticuatro artistas. Algunos rara vez habían compartido una instancia expositiva y pertenecen a generaciones dispares. Figuraron, entre otros, Cristián Abelli, Rodrigo Canala, Consuelo Lewin, Mario Carvajal, Juan Céspedes, Sofía Donovan, Rodrigo Galecio, Ignacio Gumucio, Claudio Herrera, Cristóbal Lehyt, Robinson Mora, Francisca Sutil y José Luis Villablanca. Todos los trabajos compartían supuestamente una afinidad por la abstracción, en la muestra que permaneció abierta al público entre el 7 de septiembre y el 15 de octubre de 2011.
Para Magdalena Atria, la exposición busca establecer un diálogo, una convivencia muy cercana entre los trabajos, intencionada por el exiguo espacio entre ellos, en donde “física y visualmente las obras se contaminan, se intervienen y producen, idealmente, una fricción y una energía generosa”, expone la artista en una entrevista con Mario Navarro y Paula de Solminihac incluida en el catálogo de la muestra. Conviven bajo la concepción de lo abstracto entendido como un espacio que permite “(…) establecer conexiones muy vitales y directas con situaciones específicas del cotidiano”, en contraposición al arte abstracto moderno que perseguía una relación autorreferente del arte sobre arte. Bajo esta curaduría, encontramos trabajos tan convergentes como divergentes, en sus más íntimos sentidos de producción. La cercanía física de “cosas” muy distintas dificulta nuestra mirada, tal es el resultado del diálogo entre las propuestas de los artistas invitados, donde se juega el significado individual -de cada obra- y de la muestra en general, en la referencia más oscura y radiante a la obra literaria de Manuel Rojas, que da título a la exhibición.
La muestra, sin duda tensionada, me dejó perpleja ante la posibilidad de ver arte tan junto. Este criterio es imprevisto: estamos acostumbrados a montajes que permiten que cada obra tenga su propio lugar de interacción en el espacio de exhibición. En donde cada obra en un conjunto de otras obras, se la juega por cautivar la interpretación del espectador de modo que su carácter significativo la vuelva relevante dentro de dicho conjunto. Al mirar un trabajo de arte acostumbramos a leer el nombre del artista, no tanto para darle un valor agregado a la obra de arte como tal, sino más bien para obtener un marco de referencias que pueda ampliar nuestra interpretación. Acostumbramos, igualmente, a obtener información acerca de su materialidad y técnica y, en algunos casos, de los títulos, como parte significante de la obra. Con esto no quiero decir que el significado requiera adjuntamente de estos elementos para significar, simplemente quiero redundar en nuestra mirada y en esas convenciones sobre las que confiamos nuestra interpretación.
Como ya se mencionó antes, la apuesta de Magdalena Atria proponía un diálogo en torno a lo abstracto por medio de una separación mínima entre los trabajos. Por otra parte, como ella lo declara en la entrevista realizada por el CeAC, la muestra se construye por obras y no por artistas -me imagino que de ahí viene la decisión por no poner una ficha técnica debajo de cada obra, indicando el nombre de su autor y otros datos-. Desde estas características se hace relevante la necesidad por dialogar con el conjunto como una sola cosa, como una sola obra. El conjunto, en este caso, absorbe la independencia de cada pieza artística pasando a ser casi piezas a secas, fragmentos de la obra. Pero estas piezas no pertenecen exactamente a lo mismo: provienen, por lo menos, de diferentes sentidos de producción. Se presentan como fragmentos discontinuos, desordenados, variados y múltiples, en un espacio que les es común: la circunstancia de la muestra.
Dicho de otro modo, la mayor parte de mi recorrido por la exposición se centró en comprender el límite entre una y otra obra, pero me di cuenta de que era algo casi imposible de hacer. Por ejemplo, cuando me acerqué a unos muros pintados de celeste me dio la sensación de estar frente a dos obras, luego pensé que eran cuatro, pero, según pude ver en un mapa que me pasaron en la galería -justo antes de salir- se presentan siete trabajos de diferentes artistas (entre ellos, Consuelo Lewin, Ignacio Gumucio y José Luis Villablanca). Entonces, me pregunto acerca del límite entre la curaduría como tal y la curaduría como producción de obra; ¿cuál es el límite que separa al artista del curador?
Ante esta pregunta no queda más que pensar en la riqueza que existe en esos límites que se vuelven imposibles de clasificar. No es realmente necesario responder con certeza la pregunta antes planteada. Es rico y emocionante enfrentarnos a una muestra que no podemos caracterizar fácilmente como las que acostumbramos a ver. En este sentido, el desorden, la discontinuidad y el caos total, que se presentan cuando no podemos distinguir o delimitar el espacio de cada obra dentro del conjunto, es lo que vuelve atractiva a La oscura vida radiante. La exposición se propone como una obra, una situación en la que no podemos distinguir y delimitar intenciones ni las necesidades de cada fragmento: las obras no tienen un espacio donde respirar y significar separadamente. Una vez aceptada esta forma de ver y de sentir el recorrido por una exhibición de arte, realmente desaparece la autoría y el valor individual de cada trabajo y, a cambio, obtenemos la sensación del conjunto como una sola obra: la muestra de arte.
Esta posibilidad, de recorrer las salas de arte como quien observa una obra, es una idea de la que se habla hace ya harto tiempo. De este modo, hoy podríamos considerar la exposición como medio, o sea la exhibición como obra y la obra como exhibición. El mejor antecedente para este formato de exposición podría ser When Attitudes Become Form (1968) a partir de la que Harald Szeemann –su curador– reconoce que nace un nuevo estilo de exposición, uno basado en el caos estructurado (en Ulrich, 2009). Este formato, en palabras de Szeemann, da cabida para pensar en el rol del curador como uno muy flexible, que va desde intermediario, consejero, ayudante, criado a coordinador y en algunos casos inventor (en Ulrich, 2009). Pero, ¿qué pasa cuando el curador es un artista que no solo participa de la curaduría, sino que también muestra su propio trabajo en la exposición?: en La oscura vida radiante no tenemos claridad suficiente para diferenciar el rol de Magdalena Atria como curadora y como artista expositora. Esta pregunta matiza, en cierto sentido, la noción de la exposición como obra de arte, volviendo nuestra atención hacia un límite que no nos parece familiar. Esta nueva forma de recorrer y pensar una exposición es lo que vuelve oscuras y radiantes las salas del CeAC. Por una parte, pone en tensión nuestros supuestos, aleja a los artistas de sus obras y a las obras –individualmente– de sus significados. Pero, por otra, nos entrega una rica posibilidad de pensar una exhibición como obra en sí. Esta dualidad, que puede ser vista como virtud es, al mismo tiempo, el defecto de La oscura vida radiante.
Noviembre 2011
* Esta nota forma parte de una serie de artículos co-editados con Taller BLOC