Existe toda una generación- o más, depende de cómo y desde dónde se mire- modelada por el coitus interruptus que otros llaman fin de la historia. Los personajes de los cinco o seis- relatos de Reinos de Romina Reyes dan cuenta de una variedad de sujetos modelados por esa indefinición histórica y personal (en crisis, si prefieren),una tensión determinada por el supuesto de que todo ya ha sido dicho y establecido mientras los individuos deben acomodarse y disfrutar, a modo de espectadores, un show tan espectacular como desprovisto de sentido. Cuando el imperativo social ordena establecerse ojalá antes de los treinta años (trabajar, procrear, pero también, y sobre todo, gozar), tanto quienes lo consiguen como quienes no lo consiguen comparan el desierto de su mediocridad- un estar siempre a medias– actual con la tierra prometida por la publicidad y los mass media. No son extrañas entonces las subjetividades que, parafraseando mal a Enrique Lihn, no quieren o no pueden ser lo que son. De este modo, en los reinos que construye Reyes para sus bestias domesticadas, la identidad es imposible por incierta, intuida o intuitiva; un desliz del animal tras las convenciones y las buenas costumbres.
En el cuento que abre el libro, «Julio», al verse peludo y gordo frente al espejo, el narrador, quien ya se sentía culpable y culpaba a su esposa, Sofía, por haberse hecho adultos (14), anota: «No pensé que acabaría así, aunque no soy viejo, pero tampoco soy tan joven» (18). Su esposa está enferma, no es vieja pero lo parece, su hijo pequeño no cumple sus expectativas y él no parece estar a la altura de las circunstancias. Compra un erizo de tierra (cómo se han puesto de moda esas alimañas), lo llama Ernesto y sin querer lo convierte en un reflejo de sí mismo: «Todavía no entiendo por qué compré un erizo si no le gusta la luz ni la gente y levanta las púas si se intimida (…) Yo creo que Ernesto es un pusilánime (…) Es un cobarde. ¡Cobarde!, le digo y me queda mirando.» (18). Toda esta frustración la desata Laura, oscurísimo y lejano objeto del deseo, quien desencadena un estallido de vida y pasión, de sangre y semen en el protagonista. Y es que el rol de la mujer y la violencia en la constitución de la identidad del sujeto (masculino/femenino) son claves para adentrarse en todos los relatos del conjunto.
En «La Karen» estos elementos se combinan en la vida de un oficinista que consume sopas chinas y ha terminado algo parecido a una relación amorosa. La mujer, Karen, aparece como un reflejo (lo cual en este libro equivale a decir una mascota, el animal domesticado que son finalmente los sujetos) de la pérdida, de estar y sentirse acabado (33). Aquí, Reyes nos indica que, tal como sucede fuera del libro, no es lo mismo hablar del final de un relato que del final de la historia. Aunque a veces parezca lo contrario. Aunque otros repitan la violencia del control como monos (33).
El tándem que conforman «Geert Lehmann» y «Los gringos» nos muestran caminos a medio recorrer de la sociedad chilena, los cuales no se sabe muy bien dónde pueden terminar, si es que deben o pueden terminar, o que derechamente son calificados como una mentira. Dice un personaje: «(…) para todo escenario, ser chileno es una mentira» (47), a lo cual el protagonista responde que entonces él también es una mentira. Los cuatro caballos y sus jinetes de rostros borrosos dentro de un cuadro, son una imagen que para Lehmann «era sólo eso, un presente continuo, como si ni los caballos ni los jinetes ni el paisaje se estuvieran moviendo realmente ni fueran a ninguna parte» (48). El primer cuento nos muestra a un chileno/alemán que bien podría «tener una vida y también otra» (54), y el segundo (que entrega brevemente el protagonismo a una mujer) trata sobre cómo las palabras a veces no son suficientes, ya que siempre somos como niños aprendiendo a hablar (58); la protagonista y narradora- antes apenas personaje incidental- es una mujer que ensaya, se esfuerza por tocar para comprender, para encontrarse realmente.
«Larvas» es un relato estructurado en torno al cadáver de un gato y una mujer protagonista: otra vez, un animal doméstico muerto que devela la imposibilidad de la identidad entendida como una subjetividad fija, establecida e inamovible, pero al mismo tiempo permite trazar un esbozo sobre ésta en tanto metáfora, siempre en proceso, puro devenir. El primer párrafo es paradigmático: «¿Quién era ella? Nunca podría responder a esa pregunta con claridad. Y eso era lo terrible. Que cuando le preguntó si ella era ella, es decir, la persona que él creía que era, había sido algo así como una corazonada, pero nunca, jamás una certeza» (61). Estas palabras no sólo la calzan a los personajes de este relato- el abuelo siniestro, los jóvenes violentados y/o violentos- sino sobre todos los que pululan a través del libro. El gesto valiente de la protagonista al enfrentarse a la muerte y al deseo compone un cuadro donde el sujeto femenino es tan frágil como fuerte, y sugiere posibilidades frente a las cuales sólo basta observar en silencio: «Puso sus manos bajo el mentón y cerró los ojos un momento» (80). Aquí ya es evidente que las mujeres asumen un rol distinto al de los textos anteriores e infunden miedo con gestos que en otra circunstancia bien pasarían por sumisión, o bien plantean la sumisión como un momento de la lucha por la identidad: «Él se estremeció y la miró con miedo mientras ella apoyaba la cabeza sobre su hombro» (80).
Asimismo, la narradora de «Ana y el resto» reflexiona al comienzo sobre la muerte, la posibilidad de morir: «Pero yo todavía no soy un cadáver y de pronto pienso que si lo fuera, me sentiría un fracaso, como si en mi vida no hubiera hecho nada que valiera la pena» (83). La verdad, nuevamente, en la muerte. La historia gira en torno a la infidelidad y sobre la identidad- o la verdad- por accidente y el paso siguiente al conformismo: «Siempre trato de decir la verdad, pero a veces es complejo armar una verdad. Como cuando vas a buscar trabajo y te preguntan quién eres, por qué quieres estar ahí. Y una cuenta una historia que puede ser tan real como ficticia» (85); «A veces me parece respetable conformarse. Debe ser desgastante vivir pensando que hay que esperar algo, como si la vida estuviera en otra parte» (94). La verdad no se corresponde con lo real necesariamente, pero sí es un camino. Entre muchos otros, pero al menos un camino que se puede transitar. Ahora bien, ese tránsito no es otro que la juventud; parece eterna y muy bien se puede confundir, como ocurre, con el final. ¿No estamos acaso en un momento adolescente de nuestra historia? ¿No son los adolescentes los grandes personajes de gran parte de la literatura del siglo XX y lo que va del XXI? ¿No hay un ejército de adolescentes de hasta 35 (si no más) años trabajando y gastando, obsesionados con creerse la ficción de que trabajan para ‘darse un gusto’, ‘para vivir’, ‘para disfrutar’? El placer es la excusa perfecta para todo, al menos en lo que va del siglo, incluso para ser imbécil o infeliz. Reinos trabaja sobre esa ficción y Reyes construye personajes creíbles en la medida en que no se dejan embaucar por ese relato social- nadie puede creerlo en realidad– que dicta el placer ante todo y el final de la historia.
En «Reinos», el relato que otorga el título al libro y está dedicado a Dadá, estamos en un territorio donde la hembra se define y aprende sobre el ejercicio de ser sujeto- es decir, el ejercicio del poder. No es casualidad que aquí aparezca una perra muerta como emblema. Junto a ‘la escritora’ (un personaje) y ¿otra? Sofía, aparece otra vez el tema del perdón, de la culpa por lo que se es, por no saber lo que se es, pero también el peligro de que lo nuevo replique lo viejo, de que la identidad que se busca no sea mejor que la que se quería dejar atrás. Aquí lo que se busca, me parece, es el asco dadaísta, «el conocimiento de todos los medios hasta hoy rechazados por el pudor sexual, por el compromiso demasiado cómodo y por la cortesía», como reza el primer manifiesto Dadá. El gesto final del llanto que purifica es efectivo no por la originalidad o su falta, sino porque aquí significa el paso, un umbral entre la impotencia del sinsentido y la libertad futura- sin abolir el futuro, como exige Dadá- que ha quedado fuera de la escritura.