Expresamos nuestra admiración por el poemario «El placer del viento», de María Elisa Villanueva (Cástor y Pólux, 2018), compartiendo la presentación de Juan José Richards y cuatro poemas que la misma poeta seleccionó para nuestra revista.
La misma semana que terminé de leer El amante, de Marguerite Duras, empecé El placer del viento, de Elisa Villanueva, así que para bien o para mal, las lecturas de esos dos libros quedaron trenzadas. Publicada tres años antes que Elisa naciera, cuando Duras tenía 70 años, El amante es una novela seudo-autobiográfica, que ocurre en 1929, en el Vietnam de la colonia francesa. Y cuenta la historia de un romance clandestino entre una adolescente de origen francés y un rico empresario chino, varios años mayor que ella.
La imagen de la portada del poemario de Elisa, la obra Celosía (2015) de Benjamín Edwards me hizo pensar que la relación de su poemario –que empezaba a leer– con la novela de Duras –que terminaba– no era casual. La historia de El amante ocurre puertas adentro, entre los cuatro muros de una pequeña y calurosa pieza en Saigón. Uno podría pensar que la relación entre la adolescente francesa y el empresario chino no sobrevive al exterior. Cuando Duras describe esa pieza, que es el universo de los amantes, dice: “El ruido de la ciudad resulta tan próximo, tan cercano, que se oye su roce contra la madera de las persianas. Se oye como si atravesaran la habitación. Acaricio su cuerpo en ese ruido, en ese paso. El mar, la inmensidad que se recoge, se aleja, vuelve”.
Quiero pensar que la celosía de Benjamín Edwards, que se encuentra en la portada del poemario de Elisa Villanueva, es de alguna forma también, la persiana en la pieza vietnamita de Duras. La palabra celosía, que viene del latín zelus (celo), designa al elemento arquitectónico decorativo que es un “tablero calado para cerrar aperturas como ventanas y balcones”. Su particularidad es que impide ver el interior y a su vez deja penetrar la luz y el aire adentro.
Algo similar a esta condición doble de abrir, cerrar y entrever ocurre con la poesía de Elisa. Pero, a diferencia de los amantes de Duras, que no resisten el tránsito del interior al exterior, el impulso poético de El placer del viento se fuga al exterior, se revuelve y no sólo sobrevive al afuera, sino que ahí esplende.
Hablo de un relato cuando me refiero a la concatenación de poemas no porque quiera forzar la relación entre los dos libros, sino porque hay una condición narrativa al interior del poemario de Elisa que se genera por la impresión de ir avanzando, desde una íntima cocina, hasta misteriosos patios en los que cuelga ropa, para llegar a extensiones que son pura naturaleza protagonizada por el viento.
Aunque cada poema proviene del anterior no nos prepara para el que le sigue. Hay una dimensión inesperada en este avance. Saltos. Accedemos a los sentimientos asomados a intervalos entre las palabras de forma diagonal. Como luz colándose por las persianas. Y en la suma de esos ases que se van filtrando, vemos aparecer una figura.
Pero me estoy adelantando, porque en el poemario de Elisa Villanueva, después de la celosía de la portada hay una bifurcación inicial que resulta. Hablo del epígrafe de Emily Dickinson quien apunta una distinción entre las obligaciones y los placeres del viento. Las obligaciones o deberes parecieran responder a oficios, labores, encargos que tienen que ver con productividad. Los placeres o goces están vinculados con el ocio, con el deambular y la divagación. Esta distinción es una clave para leer el poemario de Elisa. Porque si pudiéramos comparar la lectura con moverse al interior del libro, los placeres del viento responderían a un andar despreocupado, pero aquí, me atrevería decir, hay cálculo.
Entramos al poemario a través de un apunte, el de la hora y el día en que ningún crimen será cometido. Esto nos plantea una existencia inquietante, como si la vida que marca ese calendario fuera un continuo de crímenes cometiéndose sin intervalos, en el que la autora encuentra –providencialmente– una fuga. Desde ahí, Elisa anuncia que partirá con lo básico, la respiración. Pero la respiración no es una cuestión inconsciente ni mucho menos placentera, pareciera ser, por el contrario, oficiosa. Un deber. La respiración es el ejercicio a través del cual puede lanzar una flecha y marcar el día. Posar el tiempo.
Esta operación de marcar un calendario que recién comienza, parece determinada por los crímenes que se anuncian, pero queda inteligentemente suspendida en el aire, como suele hacerlo otra autora a quien recordé leyendo a Elisa: Patricia Highsmith. Se podría pensar que las novelas policiales son la construcción o la dilatación de un cierto suspenso y en El placer del viento, los crímenes de los que se habla se abandonan, para hacer aparecer por mientras lo cotidiano, que irrumpe con su preocupante normalidad.
En este universo del día a día, la voz poética inventa un traje a la medida, pela papas, observa el balcón, entiende la teoría de la vecina. Lo cotidiano es lo diario, lo periódico y lo que hace Elisa es apuntar ahí un refugio para la extrañeza. De pronto, el vapor vuelve todo porcelana, las gotas de agua se posan en formas hasta que alguien diga lo contrario y el ruido que no se quiere escuchar, cae como agua.
Son estos excepcionales versos los que constituyen, para mí, la particularidad de El placer del viento. Mirar con detenimiento, extrañeza y horror, lo sencillo.
Es la imagen o la palabra feto, en medio del poemario, la que me hace detenerme y volver a mirar al principio del poemario. Ahí encuentro capullos, baba, primores, polen, lo inconcluso, células, la forma del cuerpo y sus usos. Leo con otros ojos sobre el control de la natalidad, las piedras ahuecadas que no añoran ser redondas. Esta cadena de imágenes poéticas que Elisa ha inteligentemente desplegado en su poemario me hacen pensar en una procreación interrumpida que sin duda altera la normalidad y posiblemente es la fractura que da origen a los poemas.
Después de haber circulado por el interior de varias o una misma casa espejada, irrumpe el viento y nos saca afuera. El viento hace pequeños los cuerpos en el paisaje y trae la mudez. Sobre la tierra están las nubes y los cielos se están quebrando. Ante el viento existe posibilidad de hacerse árbol.
Pero esta visita al exterior está estratégicamente pensada por la autora, que rápidamente nos trae de vuelta al interior. Vemos chimeneas y ventanales sin cortinas que aparecen para ver la vida de los otros y en esos asomos, como en las muñecas rusas, nos encontramos con miniaturas de lo que ya habíamos visto en la primera parte del poemario: lo cotidiano. Personas que toman té, mastican el pan y que ven televisión.
Elisa construye un juego de espejos en su libro, pero también le construye un quiebre al reflejo. Nos saca al afuera para mirar desde lejos a las personas que están dentro de las casas y que para el final del libro están mirando a la autora. Esto vuelve a quebrar el cielo y ahora todo cae, trizado y en su lugar. Así se retoma la idea del nacimiento. Elisa dice: todos tenemos un sonido al existir.
Quizás yo me equivoco y lo que atraviesa la celosía no es la luz del exterior, no son los ruidos de la ciudad. Es algo que se origina dentro y que hace el tránsito inverso de adentro hacia afuera. Quizás es un sonido. El sonido de los amantes. Porque lo que construye Elisa es una voz. El placer del viento es un viaje del silencio al sonido, de la nada a las palabras y de estas a los gemidos. La suya es una voz que no sólo existe, sino que vibra y que canta. Es música. Absoluta y disonante.
Selección de poemas «El placer del viento», de Elisa Villanueva
Una flor de jacarandá sobre el cemento caliente
me hizo tropezar hoy,
me levanté y la recogí en mis manos,
la palpé como si siguiese viva,
caminé con ella empuñada
y me teñía
pegoteada entre mis dedos.
Todos pasaban y yo seguí, puño fragante,
la palma morada no fui capaz de abrirla.
Lo que se arruga dentro de una mano,
lo que se alberga en la palma
solo puede nacer en el encierro.
….
Entiendo la teoría de la vecina,
la distancia en los ganchos,
no acepto el estiramiento discreto del cordel,
cada cosa debe
caer por su propio peso.
Mentira, todo lo expuesto,
esta ropa tendida no tiene casa
o esto
es parte del plan de la vecina,
borrar todo
estirar
y echar cloro hasta el anonimato.
….
Si cierro los ojos, me pertenece.
Si los abro, el espacio me llora un momento.
La tierra húmeda grita brotando,
y los muebles, simétricos,
tienen un discurso.
….
Encontré ventanales,
abren la vida de los otros
sin cortinas.
Toman té, mastican el pan,
ven la televisión.
Ser espectador.
La ruta es trabajo de campo,
adoptar una posición científica
frente a los hogares.
Ellos me observaron,
el silencio era hipnótico.