El pasado jueves 12 de noviembre se lanzó Sobre el placer, el último libro de Valentina Bulo (Síntesis, 2019). Las presentaciones estuvieron a cargo de tres destacadas filósofas: Diana Aurenque, Claudia Gutiérrez y Aïcha Messina. Hace varios años, Felipe Cussen tuvo el privilegio de presentar un libro anterior de Valentina, Tonos de realidad. Pensar el sentimiento en la filosofía de Xavier Zubiri (RIL Editores, 2014). Las circunstancias, por cierto, fueron muy distintas a las actuales: se reunieron en el auditorio del Instituto de Estudios Avanzados de la USACH, y pudieron compartir ese mismo espacio con Valentina y Lorena Zuchel, además de muchos amigos, colegas y alumnos. El texto que Felipe Cussen escribió para esa ocasión aún no había sido publicado, y pensamos que este nuevo lanzamiento era ideal para compartirlo y seguir muchas de las rutas que el pensamiento alegre y apasionado de Valentina nos sigue proponiendo.
Cuando Valentina me pidió que presentara su libro, acepté de inmediato y le advertí que comenzaría mencionando que el único libro de filosofía que he leído completo es Curso de filosofía en seis horas y cuarto, del escritor polaco Witold Gombrowicz. En efecto, el único libro de filosofía que he leído completo es Curso de filosofía en seis horas y cuarto, y en estos últimos meses no he hecho nada por alterar esta situación. Es más, he profundizado en este empeño, pues me he dedicado a contarle al que se me cruce por delante, y especialmente a mis amigos filósofos, que he renunciado definitivamente a tratar de entender la filosofía. No solo no he sentido culpa, sino más bien he sentido una liberación: el paso de los años ha reducido al mínimo mi capacidad de concentración y abstracción, y ya solo me alcanza para leer poemas muy cortos o comprender los coros de una canción pop. Ya no sufro, sólo disfruto.
Advierto, entonces, que mis credenciales para presentar este libro son escasas: la primera, como ya señalé, es un bagaje de lecturas filosóficas formado únicamente por el Curso de Gombrowicz. Para prepararme hoy he decidido volver a revisarlo y he disfrutado nuevamente su tono coloquial y desenfadado. Me gusta, por ejemplo, cuando califica a Gabriel Marcel como «un pobre idiota» (79) y cuando indica que los filósofos, salvo Schopenhauer, «parecen personas cómodamente sentadas en sus poltronas y que tratan del dolor con un desprecio absolutamente olímpico, desprecio que desaparecerá cuando vayan al dentista y comiencen a gritar ‘¡Ay!, ¡ay, doctor!'». Disfruto aún más cuando dice que «la literatura que considera que puede arreglarse el mundo es la cosa más idiota que se pueda». Pero los conocimientos que me entrega este curso, en el que ni siquiera se menciona a Zubiri, no parecen ser suficientes para la tarea que debo emprender aquí.
Hay otro libro, en cambio, que sí podría ser de gran ayuda y alivio para presentar el libro de Valentina. Se trata de Cómo hablar de los libros que no se han leído, de Pierre Bayard, un libro que, por cierto, no he leído por completo. Al igual que él, soy profesor de literatura en la universidad, por lo que también “me es imposible escapar a la obligación de comentar libros que la mayoría de las veces ni siquiera he abierto”. Bayard explica cómo afrontar esos libros, así como aquellos que apenas han sido hojeados o de los que sólo se ha escuchado hablar. Incluso se refiere a la situación más compleja de todas: hablar del libro que no se ha leído frente a su propio autor. Su consejo es muy útil: hay que “elogiarlo sin entrar en detalles. El autor no espera un resumen o un comentario razonado de su libro e incluso es preferible no proporcionárselo; espera tan sólo . . . que se le diga que nos ha gustado lo que ha escrito”.
Valentina: me encantó tu libro. Pero además debo hacerte una confesión: sí lo he leído. Es más, es el segundo libro de filosofía que he leído completo en mi vida. Ahora me encuentro, entonces, frente a una categoría no desarrollada por Bayard. Debo hablar de un libro que sí he leído, pero del que obviamente no me siento capaz de decir nada relevante, pues la única otra credencial que me habilita para estar sentado aquí es aún más banal: comparto oficina con Valentina.
Compartir oficina con Valentina no se parece a lo que uno podría suponer que significa compartir con un filósofo, pues ella cuenta con una característica que es casi imposible de encontrar en los demás filósofos: nunca está con el ceño fruncido y siempre está sonriendo. Nuestras conversaciones en la oficina son, además, muy poco filosóficas, pues ambos somos terriblemente acelerados y hablamos con muchos garabatos. Al leer su libro, sin embargo, he podido comprobar que Valentina sí escribe como filósofo, o al menos como supongo que escriben los filósofos. Juega mucho con las raíces de las palabras, las repite y combina (por momentos la prosa se parece a esos poemas concretos que me gustan tanto) y saca del sombrero palabras sorprendentes como “talidad”, “entristeciente”, “deponedoramente”. Es más, utiliza con frecuencia esa expresión que le gusta tanto a mis demás amigos filósofos y de la que siempre me burlo: “de suyo”. El problema es que hacia el final del libro me doy cuenta de que ni siquiera los no-filósofos podemos escaparnos del “de suyo”, porque Valentina nos mete a todos en el mismo saco cuando dice: “El ‘de suyo’ no es algo neutro sentimental o volitivamente, estamos originariamente atemperados al ‘de suyo’”.
Por más que estos términos me suenen difíciles, me ha ocurrido algo curioso: en muchos momentos no creo captar el contenido de lo que dice, pero sí creo captar el sentido de lo que dice. Uno de los rasgos que más me han gustado de su escritura, de hecho, son las constantes advertencias a lo que aún está por venir. Como un buen futbolista, Valentina siempre levanta la mirada antes de lanzar el pase. Con mayor fuerza, señala la importancia del orden en que se deben ir desarrollando sus reflexiones, la necesidad que subyace bajo esa secuencia. Y destaco especialmente aquellos momentos en que con minuciosidad nos expone las dificultades de la empresa de interpretar a Zubiri. “Parece ser que en este punto no calzan las piezas”, dice en alguna parte, y en otras desarrolla precisamente las habilidades detectivescas que le permiten hacerlas calzar de una manera no subsidiaria, sino muy personal. Sus reflexiones son móviles, y al leerla uno incluso es capaz de imaginar cómo su propio cuerpo debe haberse hecho parte de ellas: constantemente me la imaginaba reacomodándose sobre la silla o poniéndose de pie. Hay una especial gracia en esa movilidad, que permite que luego de decenas de páginas de complejas disquisiciones sobre la respectividad, la intelección, lo trascendente, el color verde y los robles, el libro completo se resuelva en una imagen tan simple y sugerente: “La realidad es básicamente un fruto”.
Debo añadir que dentro de nuestros apurados diálogos hay momentos en que además de las bromas y exabruptos se cruzan también palabras muy queridas, como “tonos”, cuyo significado por algunos instantes creemos o queremos compartir. No seré filósofo, pero al menos soy un flautista dulce, y sé que por eso Valentina pensaba que podría tener algo que decir acerca de los tonos. Es más, cuando hace unos días vio mi cara de aflicción por lo que hoy se venía, me dio un consejo propio de Bayard: “¡léete la parte de los tonos no más!”.
Hoy en la tarde la llamé para que conversáramos un poco más sobre los tonos: “Hazme una introducción de Zubiri para tontos”, le pedí. Y conversamos un poco de los tonos: tal como ella define en el libro, “el tono es tensión” y lo explica de manera muy pertinente al definirlo como el “estar tenso mismo” de la cuerda. Le comenté, sin embargo, que desde la música habría que sumar una consideración bastante metafísica, y es que para que una cuerda pueda resonar adecuadamente en un instrumento, éste debe tener alma. ¿Qué es el alma, se preguntarán? Los músicos, felizmente, la podemos describir con mucha más simplicidad que los filósofos: en el caso de los instrumentos de cuerda frotada, es una varilla cilíndrica de madera que conecta la tapa superior e inferior, que amplían su resonancia y que influyen significativamente en su tono.
Otro término del que hablamos fue el “atemperar”, que define como “un moderar, un templar, un afinar”. Curiosamente, éste es un tema que comparten los únicos dos libros de filosofía que he leído, pues Gombrowicz también alude a la necesidad que tiene el hombre de “una temperatura media”. Pero este término también me parece sugerente más allá de su significado filosófico, porque en la música se trata de un concepto muy abierto. No existe un solo modo correcto de afinar y, de hecho, los sistemas de afinación varían muchísimo a lo largo de la historia y en los distintos contextos culturales. Podemos decir, de algún modo, que lo que para algunos suena desafinado, para otros suena afinado, y que aunque a veces las desafinaciones son consideradas un error, en otras ocasiones pueden ser un ornamento e incluso una insistencia de la tensión. De aquí nace, de hecho, una pregunta muy imprecisamente filosófica que me atrevería a hacerle, para terminar, a mi amiga filósofa: ¿cuál sería el rol, en estos tonos de realidad, de la desafinación?
Este texto fue leído en la presentación del libro el 5 de diciembre de 2014, en el Instituto de Estudios Avanzados de la USACH.