En la era de las imágenes digitales, biblioteca, archivo y museo han perdido su sentido como instituciones modernas que regulan y contienen. Como espacios tensionados por lo tecnológico, sin embargo, iluminan fisuras en los regímenes de enunciabilidad por los que transitan las artes contemporáneas. Interferencias del archivo: cortes estéticos y políticos en cine y literatura. Argentina. Chile (Frankfurt am Mein: Peter Lang, 2016) de Wolfgang Bongers es una reflexión contundente sobre la hibridación intermedial como una nueva literacy en el arte que permite contar historias y hacer memorias o antimemorias desde lugares inéditos y desconcertantes. Cada uno de los materiales analizados por Bongers en este volumen, desde la poesía de Gonzalo Millán o Jorge Tellier hasta el Nuevo Cine Argentino de Lucrecia Martel y Albertina Carri, constituye una intervención en el archivo que desordena y rearticula sus límites, redistribuye agenciamientos y altera temporalidades, rediseñando los efectos y también los afectos que el arte como práctica estético-política produce.
En un tiempo en que no solo la literatura tradicional, sino también las discursividades del cine y de las demás artes parecen agotadas frente al estímulo constante de la información y las imágenes en baja resolución, la hibridación y la imbricación de los medios surge como una práctica de resistencia y de interpelación aún posible. De cara a un archivo que adquiere dimensiones crecientemente monstruosas, estos artefactos artísticos optan por el reciclaje y la recontextualización. En los distintos capítulos que dan forma al texto, Bongers entra en el archivo, pero también lo altera en la medida en que identifica y selecciona materiales específicos y genera protocolos de lectura propios. El resultado de esta operación ayuda a identificar la definición de archivo que el texto defiende: una máquina de leer y de mirar que hace de algunos materiales una plataforma para explorar otros y que dinamiza las significaciones que construye en tanto las posiciones que enfrentan a estos distintos materiales son móviles. De esta manera, si la producción de Albertina Carri, por ejemplo, aparece referida en más de un capítulo, es porque en su desplazamiento dicha producción ayuda a leer distintos materiales, y a su vez es sometida a nuevas miradas que dinamizan las significaciones desde las que se la examina en una primera instancia.
A grandes rasgos y de manera intuitiva, ya que no hay cortes formales en este sentido, mi lectura divide el volumen en dos partes: la primera revisa imágenes-objeto, artefactos, poemas, novelas y cine principalmente chilenos desde los años sesenta hasta hoy, al intentar responder preguntas sobre ¿cómo hacer antimemoria en cine y literatura bajo circunstancias totalitarias y represivas? o ¿cómo repensar y expresar las experiencias de la dictadura al recurrir a los archivos en tiempos postdictatoriales? A través de varios apartados, el texto realiza una suerte de travelling que muestra distintas series en las que ciertas producciones artísticas adquieren mayor visibilidad: los films Imagen Latente (1987) de Pablo Perelmam, Los Rubios (2003) y Restos (2010) de Albertina Carri y las novelas de Germán Marin El palacio de la risa (1995) y Lazos de familia (2001); El Archivo Zonaglo de Gonzalo Millán, sus poemarios Claroscuro (2002) y Autorretrato de memoria (2005); La novela El arte de la palabra (1980) o El paseo ahumada (1983) de Enrique Lihn; las olvidadas películas de la postdictadura Archipiélago (1992) de Pablo Perelman y Amnesia (1994) de Gonzalo Justiniano; la polémica trilogía de Pablo Larraín Fuga (2006), Post Mortem (2010) y No (2012); y por último el nuevo cine documental latinoamericano a través de tres una muestra emblemática del supuesto giro subjetivo que este cine ha experimentado: Reinalda del Carmen, mi mamá y yo (2006) de Lorena Giachino, El eco de las canciones (2010) de Antonia Rossi y Sibila de Teresa Arredondo (2012).
Cada uno de esos materiales activa de distintas maneras la relación entre archivo y memoria, desde una clara conciencia de la diferencia entre ambos. En este sentido, Bongers señala que “los archivos son complejos sistemas culturales y epistemológicos que dependen de las técnicas de archivación, mientras que las memorias son elaboraciones de segundo grado, un trabajo específico (social, personal) con los materiales disponibles desde el archivo” (87, nota 6). El análisis de estos artefactos artísticos no se centra, como podría pensarse, en las ausencias, en los vacíos que hay que llenar, sino –paradojalmente– en la vitalidad de los restos, los espectros, las imágenes latentes, los ecos y su capacidad de interferir el presente. La potencia estética y política de este salto epistemológico en virtud del cual el archivo deja de definirse desde el paradigma de la acumulación para transformarse en un espacio performativo, en constante dinamismo, aparece en toda su nitidez en una pregunta que plantea el corto “Restos” de Albertina Carri: “¿Acumular imágenes es resistir?” “Si acumular imágenes es una forma de memoria, volverlas disponibles es necesario para desbrozar la huella por la que seguir andando”.
En algunos de los materiales reunidos en el volumen, la dicotomía entre archivos públicos y privados permanece activa, visibilizando la lógica de la desclasificación y el hallazgo que refuerza el paradigma del archivo oficial como un espacio de acumulación susceptible de completarse, de articular una historia que está allí para representarse, como si un acontecimiento existiera antes de ser archivado. La lectura de Bongers, sin embargo, consciente con Derrida de que la archivación produce tanto como registra un acontecimiento, se interesa más en cómo los archivos personales, los nuevos medios y tecnologías de la información irrumpen para tensionar las causalidades históricas y sus cauces narrativos. Mientras la película Imagen latente, por ejemplo, incorpora fotografías personales de su director Pablo Perelman, el archivo Zonaglo de Gonzalo Millán, un proyecto de más de 15.000 fichas de todo tipo reunidas y montadas durante 20 años, puede leerse, nos dice Bongers, “como la materialización en serie de una vida con objetos, cotidianos y extraordinarios” (44).
Si la irrupción de lo cotidiano y personal desborda y redefine los límites del archivo, el arte que se construye en relación con él problematiza los mecanismos de la memoria mediante tensiones adicionales como las que surgen de la intermedialidad. Si, como sugería hace un momento y como señala Bongers, las fichas de Millán constituyen artefactos indefinidos entre palabra, imagen y objeto, por ejemplo, poemarios como Claroscuro o Autorretrato de memoria del mismo Millán tematizan la tensión entre palabra e imagen mediante figuras retóricas como la ecfrasis. Por otra parte, en Imagen Latente de Perelman o No De Pablo Larraín la presencia de imágenes con un valor documental incorporadas en el film también genera una tensión que impacta además en las temporalidades que suelen asociarse a cada medio por separado. El valor indicial de las fotografías se diluye en películas en que la función documental se ve alterada y redefinida al interior de una ficción y con ello también su estatus como resto del pasado.
Otro ejemplo interesante que analiza Bongers y que ilustra cómo la relación entre palabra e imagen abandona las tautologías temporales que la anclan a un pasado al que debe remitir es una imagen-objeto publicitaria que formó parte de una campaña antimarxista en 1970 y que pertenece a un archivo personal de Germán Marín que luego se incluye en su novela Lazos de Familia. Lo curioso es que la imagen muestra a un niño con su madre y un texto que pregunta “¿Dónde está el papá?” Al respecto, dice Bongers: “Lo fantasmático de esta imagen –objeto de 1970 es el desfase perceptivo y temporal que provoca: parece referirse a varios estratos de memoria de un pasado desdoblado, un pasado que es un futuro inmediato… Esta pregunta, en el contexto en el que la encontramos, se refiere a dos momentos políticamente opuestos, entre 1970 y 1973” (19).
Así, siguiendo a Marinello, el texto señala que la intermedialidad habita una temporalidad compleja donde muchos medios están copresentes de manera anacrónica y el sujeto ya no es soberano. Un corolario interesante de esto es que la intermedialidad podría pensarse como el lugar donde se miran las ruinas del sujeto moderno. Este abandono explícito de la noción de sujeto que ya se había insinuado en los análisis de los poemarios de Millán, en particular a partir del tema del autorretrato, me parece clave para entrar en lo que considero la segunda parte del volumen: aquella en la que se da inicio a una reflexión sistemática acerca del nuevo cine argentino y en la que lo postautoral cobra importancia a partir del análisis de producciones que son hasta cierto punto colectivas. Parte de este corpus lo integran La ciénaga (2002) y La niña santa (2004) de Lucrecia Martel, Los muertos (2004) y Fantasma (2006) de Lisandro Alonso, La Rabia (2008) de Albertina Carri, y las recientísimas Por tu culpa (2010) de Anahí Berneri, Los labios (2010) de Santiago Loza, Escuela normal (2012) y La tercera orilla (2014) de Celina Murga, además de Los posibles (2013) y La patota (2015) de Santiago Mitre.
Respecto de esta sección, parece importante señalar dos aspectos que enmarcan y proyectan la discusión que ya se anunciaba en el análisis de películas de Pablo Larraín como Post Mortem. En primer lugar me interesa explorar el tránsito de los efectos a los afectos. Es decir cómo la intermedialidad y las enunciabilidades y visibilidades que esta posibilita abre paso a una pregunta que la excede y que tiene que ver con la archivabilidad de los afectos. Bongers subraya varios momentos en los que los afectos se vuelven una clave de lectura, como la absoluta impasibilidad del protagonista de Post Mortem respecto a la realidad de los cuerpos agonizantes o muertos con los que debe lidiar después del 73 como funcionario de la morgue. Pienso en una secuencia de Los Rubios de Albertina Carri que podría explicarse también desde la propuesta de Bongers: el momento en que la misma directora revisa distraídamente videos de distintas personas que entregan un testimonio acerca de sus padres desaparecidos. La duración de la escena comienza a hacerse incómoda porque uno se pregunta cuánto tiempo puede sostenerse la desafección con la que Carri realiza esa rutina de investigación y si en algún momento se conectará con el hecho de que están hablando de su propia historia. La tensión se resuelve solo al terminar la escena cuando un hombre habla desde la pantalla del televisor y lo que dice interrumpe los movimientos automáticos que Carri ejecuta llevándola a mirar al hombre, pero también al espectador que detrás de aquel hombre espera un gesto que confirme el reconocimiento. Carri sonríe y la escena termina. De manera más radical aún, La Rabia de la misma directora escenifica el desborde como la única emoción posible, pero no desde un paradigma biográfico y subjetivo ni mucho menos catártico, sino como una emoción ética, en la medida que surge de la necesidad de verlo todo, de un verlo todo como imperativo desde el cual ya no es posible alegar inocencia, desde el cual ya nunca más será posible alegar inocencia. Por último, Gonzalo Aguilar al revisar las secuencias iniciales de La ciénaga, la película de Lucrecia Martel, detecta la insuficiencia del ordenamiento familiar como clave del film y señala que el carácter inquietante de este reside en la falta de definición de los vínculos parentales, lo que permite entender –me parece- que todos estas escenas de afección/desafección que mencionaba antes están ahí para señalar y discutir los espacios preestablecidos para la emoción en los archivos sobre los que se construyen las memorias culturales, desnaturalizando el lugar de la rabia, de la empatía, del apego, del dolor y haciendo imposible pensar los afectos fuera de los marcos intersubjetivos que impone el presente o al margen de las texturas de lo material en cada contexto.
Un segundo aspecto que se puede subrayar es el protagonismo de la mirada en esos films. El análisis de las películas parte de la constatación de que el cine tal y como lo conocemos está en un fase agonizante, en tanto, señala Bongers “las tecnologías analógicas, el material cinematográfico, el dispositivo de la sala de exhibición con la proyección en la pantalla grande, la sala oscura con los telespectadores inmovilizados en sus asientos y en estado de hipnosis, los géneros clásicos popularizados durante los años 30, las estructuras simbólicas generadas por la estructura del star system y otros factores” (154) han perdido toda vigencia. En este escenario el texto detecta el surgimiento de un cine expandido, inespecífico en términos de Rancière, en el que se da una renovación total de los lenguajes y se desplaza definitivamente la idea de un cine representacional para potenciar su función performativa. En virtud de ese desplazamiento, todos los espacios quedan redefinidos y las lógicas de lo catártico, lo simbólico y lo indicial en relación a la memoria ceden su lugar a la dialéctica de las miradas en películas que activan constantemente la pregunta sobre ¿Quién mira? para marcar la incomodidad y la indeterminación como lugar de producción incesante de sentidos. Curiosamente, se trata de miradas que cuestionan la primacía de lo visual desde dentro ya que están siempre expandiéndose en lo táctil y en los ruidos que amplifican vorazmente el deseo de ver, que lo crispan, atenúan o simplemente lo ciegan.
Esta pregunta por quién mira se plantea desde efectos técnicos que subrayan la importancia del inconsciente óptico benjaminiano, el fuera de campo, esa invisibilidad que trabaja las imágenes según Derrida, y el campo ciego, un campo visual duplicado según Pascal Bonitzer en la medida en que siempre existiría un campo ausente de fantasmas que las imágenes indican, producen y evocan. Así se hace evidente que más allá de la mirada del director, la cámara también mira y muchas veces de maneras más definidas y deseantes que los mismos personajes, los que dejan de sostener un punto de vista concreto o estable al interior de estos films.
Un aspecto diferente de la dialéctica de la mirada que resulta muy interesante explorar a partir de la selección del corpus que estudia el texto de Bongers es el protagonismo de la provincia en este cine no solo porque muchos de los directores no son de Buenos Aires –Lucrecia Martel es de Salta, Santiago Loza de Córdoba y Celina Murga es de Entre Ríos– sino porque la provincia se vuelve un aspecto más de la incomodidad, de aquellas espectralidades que el texto identifica construidas discursivamente hace ya dos siglos en relación con la capital y que estudios como el reciente Buenos Aires y las provincias de Laura de María ayudan a ver y repensar.
Un último aspecto de la mirada que el texto problematiza y que me interesa destacar, esta vez tomando el punto de vista del espectador, es que la indeterminación también se proyecta a la formulación de juicios concretos o “correctos” en relación a las formas de hacer memoria desde ideas convencionales de lo político. El texto de Bongers no entra en esta discusión de manera explícita aunque sí desde sus opciones de privilegiar lo estético sin diferenciarlo de lo político y quizás al asumir que ha llegado el “momento paradójico de la justicia injusta que permite hablar sobre el complejo entramado de relaciones entre los archivos y las estrategias estéticas y políticas de (anti)memoria” (15). Más aún, me parece que el texto muestra que el archivo como fuente histórica, como un lugar cuya autoridad y legitimidad radica en constituir un origen, se vuelve anacrónico.
De esta manera, Interferencias del archivo…. resulta un texto en línea con otros estudios actuales sobre cine, historia y archivo como The Archive Effect de Jamie Baron, en tanto permite pensar las posibles funciones y los variados valores evidenciarios que los documentos del archivo cumplen hoy cuando son apropiados por el cine. Desde repertorios y relaciones novedosas y sugerentes, el libro resulta un aporte además para pensar hoy las relaciones entre arte y política, y entre archivo y memoria reciente en el cono sur.
Este texto fue leído el miércoles 29 de junio a las 19.00 horas en el Café Literario del Parque Bustamante, como presentación del libro.