Para hablar de expresiones no tanto populares como masificadas, el cine y el fútbol fueron admitidos hace rato y con gusto, pero la televisión tal vez aún no se ha ganado el prestigioso derecho de constituirse como uno de aquellos saberes positivos susceptibles de hilarse en la mathesis literaria. Es cierto que el televisor aparece como una amenaza en un cuento anticipatorio de John Cheever y en varios otros textos de autores norteamericanos de la década de los 50; pero al parecer nada bueno podía salir del aparato mientras estuviera encendido. En Chile, en un poema de Óscar Hahn, el televisor, apagado, sólo proyecta el gris reflejo del poeta “como el aviso comercial de mí mismo/ que no anuncia nada a nadie”.
Los Arlequines (Santiago Go Ediciones, 2016, 93 páginas) de Ariel Rioseco, en cambio, se publica cuando ya “la caja tonta” —como se le ha llamado con cierta culpa y bastante hipocresía— se ha impuesto con su propia historia y sus demonios. Se trata de un conjunto de diez textos narrativos, dispuestos en verso, donde personajes televisivos y del cine, desde C3PO a Terminator, hablan o actúan una vez más, pero ahora con un espíritu de revancha o de violento making-off —emparentándose con aquel diccionario del cine B incluido en Caja negra de Álvaro Bisama—. Una selección epocal sin duda atraviesa el desfile de voces de héroes degradados en Los Arlequines: desde producciones de los años sesenta y setenta —como La Pantera Rosa y Star Wars— a programas locales chilenos que dieron sus últimos estertores a principios de este milenio —El profesor Rosa y Cachureos—; sin embargo, el lector de cualquier época asiste a una evidencia que en ocasiones procura escamotear, tanto en público como en soledad: sabe bastante de la tele y su entorno, es decir que para la oreja, aunque no quiera, ante las vicisitudes sórdidas de aquellas estrellas caídas en desgracia.
En Los Arlequines se aprovecha este dudoso saber para construir ficciones sobre “trayectorias” que, por el sólo hecho de aparecer en la pantalla, se creen alguna vez ejemplares e inmaculadas; Pin Pon aparece asaltando un banco mientras un Tío Valentín lascivo lo espera en el auto; y “Si bien Pin Pon se desenreda el pelo/ Con peine de marfil/ No le faltan los cojones cuando se trata/ De entrar armado hasta los dientes/ Donde sabe que correrá sangre, dinero y espanto”. Por otra parte, a través de la voz de El Chapulín Colorado (que en México ocupa un lugar mucho menor comparado a su abrumadora presencia en Sudamérica) nos enteramos de detalles picantes propios del set de grabación y terrenos aledaños (el Chavo ha dejado embarazada a la Chilindrina, por ejemplo, y don Ramón está en la cárcel por homofóbico). Guru Guru, Batman y Robin, Epidemia, el inspector Clouseau y Peter Parker (pipeño en mano acodado en La Piojera), entre otros, son también parte de este elenco endemoniado.
El lector chileno… en todo caso cierto lector chileno que pese a todo creció viendo, impávido, la ominosa televisión en dictadura (la misma que el programa “Plan Z” ya puso en el lugar de nuestras pesadillas), identificará de inmediato las referencias a Los Bochincheros y Cachureos, programas presuntamente infantiles de Televisión Nacional a los cuales Rioseco les saca el jugo narrativo en cuanto materia prima de la degradación humorística. Estos arlequines, por tanto, como anuncia el mismo Rioseco, “se ven envueltos con total indiferencia en sus juegos de dos caras, donde el descontrol es la cualidad que determina sus conductas, dejando, de paso, al descubierto que todos, superhéroes y ciudadanos comunes, caemos en lo mismo”.