A estas alturas, ningún lector sensato podría negar que Alejandro Zambra (Santiago, 1975) es un escritor talentoso. Así lo confirma el hecho de que, con 37 años de edad y 6 títulos publicados, sus textos cuentan con el interés de algo así como un “público cautivo”. Del mismo modo, la cultura institucional lo ha distinguido con varios reconocimientos a su obra en prosa, tales como el Premio de la Crítica de Chile (2006), el Premio del Consejo del Libro de Chile (2006) y el Premio Altazor (2012). Sin embargo, en las líneas que siguen quiero destacar un rasgo –una virtud– particular de su narrativa, esto es, la búsqueda de la simpleza como forma y materia.
En efecto, los relatos de Zambra se caracterizan por el despliegue breve y eficaz de tramas que jamás abandonan su sencillez original, las que, por su parte, son abordadas mediante una escritura a ratos dubitativa y autoconsciente, sí, pero cruzada por una estética de la contención que a cada momento nos sugiere la presencia de una poesía plenamente integrada al lenguaje de la anécdota. Así, los escasos acontecimientos que le ocurren a los personajes de Bonsái (2006) y La vida privada de los árboles (2007) son referidos desde un estilo parecido al minimalismo. Por supuesto, dicha llaneza resulta ser solo aparente y, en realidad, oculta –más bien, transforma– cierta complejidad previa colmada de agudas contradicciones.
Esto último queda demostrado en Formas de volver a casa (2011), la novela más reciente de Alejandro Zambra. Aquí, la narración suma nuevas implicancias: las historias íntimas de las dos primeras obras abren paso a un relato que, si bien mantiene el énfasis en la experiencia subjetiva, añade las tensiones inherentes a la configuración de una memoria sobre la historia sociopolítica chilena de las últimas décadas. No obstante, se torna evidente que, de manera inevitable, la necesaria claridad de un texto distorsiona y acaso falsea las inabarcables circunstancias de nuestro mundo; de ahí que “un libro es siempre el reverso de otro libro inmenso y raro. Un libro ilegible y genuino que traducimos, que traicionamos por el hábito de una prosa pasable” (151).
En Formas de volver a casa, conviven y se (des)encuentran dos frentes narrativos: por un lado, el punto de vista de un niño que creció durante los años ochenta, aquella época en que Pinochet “era un personaje de la televisión que conducía un programa sin horario fijo” (21); por otro, la perspectiva de un hombre adulto que, desde un presente profundamente conectado con las imágenes de entonces, escribe la novela de ese niño y anota fragmentos de su vida actual. En este caso, lo que –a falta de mejores términos– he llamado simpleza aparente adopta un matiz distinto y se encarna tanto en esa perplejidad propia de la niñez como en la falta de pretensiones del narrador/escritor, para quien apenas basta con “iluminar algunos rincones, los rincones donde estábamos” (64).
Dado lo anterior, una de las características fundamentales de la novela se vincula con la tematización permanente de los procedimientos a través de los cuales se lleva a cabo el ejercicio conjunto de la escritura y la memoria. Tal como lo anticipa su título, Formas de volver a casa constituye una muestra de los múltiples caminos que nos conducen hacia un espacio de sentido, aun cuando éste fracase en ofrecernos una versión concluyente respecto a la grandeza y miseria humanas. De paso, la obra ensaya, no sin cierta melancolía, una descripción de los modos en que una generación (re)construye su historia al margen de la épica: “Nos une el deseo de recuperar las escenas de los personajes secundarios. Escenas razonablemente descartadas, innecesarias, que sin embargo coleccionamos incesantemente” (122).
Cuesta imaginar algo tan difícil como escribir sobre lo complejo a partir de lo simple, más aún cuando nos enfrentamos a un tópico –el contexto dictatorial juzgado desde una óptica singular– a menudo presente en la literatura. Contrariamente a lo que se podría suponer, Formas de volver a casa no desconoce en lo absoluto la existencia de muertos y asesinos; tampoco establece un equilibrio mentiroso entre lo que, de hecho, fueron dos bandos políticos en confrontación. Más bien, la novela traza una visión personal en torno al pasado y el presente de aquel hombre que escribe para poblar el lugar invisible de los niños de su época: “Mientras la novela sucedía, nosotros jugábamos a escondernos, a desaparecer” (57). Zambra, el más japonés de los escritores chilenos, proyecta esa mirada con un lenguaje que combina delicadeza, ternura y una inestimable transparencia.
Zambra, Alejandro. Formas de volver a casa. Barcelona: Anagrama, 2011.
Ignacio
10 agosto, 2012 @ 21:04
A mí a veces me parece que con Zambra es al revés: que complejiza lo simple porque es hábil, porque sabe escribir muy bien. Pero esa habilidad, creo yo, juega en contra. Quizá a causa de su aguda conciencia de escritor a veces parece que operara con un \"efecto de sinceridad\" que arruina el trabajo de la memoria. En fin. Gracias por la lectura.