Lo primero con lo que se encuentra (casi podría escribir “se tropieza”) el visitante que entra a la galería Gabriela Mistral para visitar la exposición Gabinete, de Paula Dittborn y Marcos Sánchez, es la escultura de un niño, arrodillado en el suelo, mirando fijamente un pedazo de tronco que se halla frente a él, con la cabeza muy grande en proporción al tronco y las extremidades, al hombro un pañuelo con algunas cosas dentro, atado al extremo de un palo (en la clásica imagen del niño escapado de casa de las novelas que leíamos a esa edad). De pronto, el trozo de tronco se anima, como contorsionándose, ante lo que el niño, irritado, lo golpea con el palo más delgado y puntiagudo que tiene en su mano derecha. Esta escena, repetida a intervalos regulares, marca el umbral de la entrada a un mundo imaginario muy fuertemente marcado por la sensación que Freud denominaba lo ominoso, lo siniestro, lo inquietante, y que según él se asocia a sucesos como la incertidumbre respecto a si un objeto es animado o inanimado, vivo o inerte, la confrontación con la propia imagen percibida como el enfrentamiento a un otro desconocido, la compulsión de repetición mecánica y, sobre todo, la sensación de que algo que debía permanecer secreto ha sido revelado (o la sensación, complementaria, de que en lo más familiar, cotidiano, común y corriente, yace oculto algún secreto indescifrable).
En “El hombre de arena”, el cuento de E.T.A. Hoffmann que el texto de Freud (denominado justamente “Lo ominoso”) toma como punto de partida, un estudiante se enamora de la seductora Olimpia, hija del profesor Spalanzani. Así se describe la primera escena en que la ve: “Hace unos días, subiendo a su apartamento, observé que una cortina que habitualmente cubre una puerta de cristal estaba ligeramente entreabierta. Ignoro yo mismo cómo me encontré mirando a través del cristal. Una mujer alta, muy delgada, de armoniosa silueta, magníficamente vestida, estaba sentada con sus manos apoyadas en una mesa pequeña. Estaba situada frente a la puerta, por lo que pude contemplar su rostro arrebatador. Pareció no darse cuenta de que la miraba, y sus ojos estaban fijos, parecían no ver; era como si durmiera con los ojos abiertos.” Es sólo luego de diversas peripecias que el narrador revela que esa fijeza de sus ojos, su enigmático mutismo y la rigidez de sus movimientos al bailar con el protagonista se deben a que no se trata de un ser humano sino de un autómata, un personaje que anticipa a los seductores robots de Ray Bradbury o a los aterradores replicantes de Blade Runner.
Por cierto, la fascinación con los autómatas se remonta más atrás que al romanticismo: su existencia es tan antigua como la de la técnica (se suele considerar que algunos de los primeros existieron ya en el antiguo Egipto), pero su fabricación alcanzó un nivel de perfección y popularidad notables en los siglos XVI a XVIII, la misma época en la que florecieron los gabinetes de curiosidades y de maravillas (Wunderkammern) a los que alude el título de esta exposición en la que lo asombroso, lo siniestro y lo deslumbrante se entremezclan de manera poco común para el panorama artístico local, que por momentos pareciera haber renuciado deliberadamente a la capacidad de sorprender por medio de la fabricación de artefactos hábilmente ejecutados. Ahora bien, si el gabinete de curiosidades (que se suele comprender como un antepasado de los actuales museos) se asocia comúnmente a un espacio atiborrado de objetos raros, valiosos, exóticos, llama la atención que las vitrinas que ocupan el resto de la primera sala de la exposición estén ocupadas por un número relativamente reducido de objetos (y, en general, el espacio de la galería se utiliza con la misma contención): en dos de ellas, a la altura de los ojos, se exhiben una fogata, nubes con rostro humano, zapatillas, una jugadora de badmington con los pies embutidos en lo que podría ser un cono de helado o una plumilla gigante, un auto a control remoto (también con rostro humano), todos fabricados en porcelana blanca (con mínimos toques de color), y algunas narices y orejas modeladas en arcilla. En las otras dos vitrinas, dispuestos como en una mesa, se presentan lo que parece ser en general materiales preparatorios para las animaciones proyectadas en la segunda sala de la galería, junto a una serie de escenas en acetato pintadas por dibujantes anónimos para series de dibujos animados.
La segunda sala de la muestra está ocupada, al centro, por una casa blanca sobre cuatro pilotes, a la izquierda de la cual (para el espectador que entra a la sala) hay, casi a nivel de suelo, una rama de árbol que se estremece como movida por el viento, gracias a un ingenioso mecanismo que está al descubierto. En dos de las murallas hay dibujos: un par de coloridas escenas oníricas, una serie de figuras formadas por arbustos, pedazos de piedra y madera –un auto, una casa, un hombre alimentando un delfín, un gato– y una serie de sobres americanos en cuya ventana se representaron escenas cinematográficas en blanco y negro donde uno, dos o hasta tres personajes se desplazan en un automóvil, cuya ventana delantera coincide con la película transparente que permite ver la dirección a la que se destina la carta que el sobre contiene).
En los tres muros restantes, se proyectan tres animaciones. Una de ellas está dibujada a partir de postales de lugares típicos que se van metamorfoseando unos en otros (en mi pasaje favorito de la secuencia, en lo que parece una plaza de una ciudad europea, unas manchas oscuras se van desplazando hacia el centro y acaban por volverse las palmeras de la playa de Río de Janeiro, con el Corcovado al fondo, sobre la que juegan vóleibol unas siluetas sombreadas). Los colores brillantes con los que se copian las postales consiguen transmitir algo de la artificialidad de esos paisajes estereotipados (en parte por la paleta irreal de la fotografía a color antigua) y al mismo tiempo darles un aspecto entre atractivo e inalcanzable (la fijeza de las fotos vuelta temblorosos movimientos, los edificios sólidos que se desplazan y desaparecen, las escenas citadinas que se disuelven cuando la pantalla se va a blanco). El gesto más radical de la otra animación tiene que ver también con este disolverse de la imagen: en una técnica que explica la presencia de los fragmentos de películas pintados sobre acetato, aquí aparecen una serie de escenas de una historia entrecortadas por espacios en blanco, un mundo en vías de desaparición, o un mundo semioculto por objetos interpuestos invisibles, en un duelo entre el color, la transparencia y la blancura que alternan en la muestra.
La casa que está al centro de la habitación es también blanca, de muros rasgados periódicamente por rendijas (que de nuevo me recuerdan al cuento de Hoffman, con su escena voyerista, de ver sin ser visto) a través de las cuales se ven diminutas escenas de dibujos animados (una mujer que cura a un niño de una herida en la rodilla, un hombre moviéndose en sueños, una mujer mirándose al espejo), fragmentos de una historia que recomienza antes de alcanzar a agarrar vuelo (y que al mismo tiempo uno no puede evitar imaginar que sigue desarrollándose cuando nadie está mirando). Se trata del espacio más completamente enclaustrado, clausurado, de la muestra, al que sólo se nos permite asomarnos pero no ingresar (una metáfora de nuestra posición de observadores frente al resto de las obras en tanto que imágenes provenientes de un mundo interior o exterior que nos excede, y del que este gabinete es una imagen en miniatura, una mínima muestra).
Es tal vez por esa disparidad entre lo que se muestra y lo que se sugiere, la multitud de motivos enlazados y de escenas asociadas, que la muestra corre el riesgo por momentos de una dispersión que es a la vez su fortaleza y su debilidad: su diversidad de técnicas, temáticas y estrategias de representación no parece converger en un núcleo único, ni a nivel formal ni a nivel teórico, ni depender del contraste entre dos voces que su elaboración en tandem podría implicar, aunque hay claramente una serie de oposiciones que van sugiriéndosele al espectador a medida que la recorre (opaco/transparente, color/blanco y negro, animado/inanimado, entre otras). Los artistas decidieron no dejar del todo claro tampoco qué obras pertenecen a cuál de los dos, y aunque quien conozca su trabajo reconocerá sin duda la huella de sus obsesiones e intereses individuales, o de sus destrezas específicas, uno se queda con la impresión de que ambos se dieron permiso para salirse del territorio en que se mueven con mayor familiaridad y aventurarse en zonas de trabajo en que lo impredecible tiene un rol central. Este relativo descontrol, unido a una impresionante maestría técnica, y a la capacidad de distanciarse de ella para disfrutarla, revelar sus mecanismos, desnudarla y desarmarla, tal vez se hallen entre las lecciones más importantes que este gabinete nos propone. Creo que hay otra lección, no planeada, que proviene del contraste entre el espacio de la galería (que se había dicho que el gobierno cerraría so pretexto de trasladarla a Valparaíso, ignoro si eso sigue siendo así) y el espacio de la calle en la que se encuentra, al lado del metro Moneda, el espacio que estos días hemos visto ocupado por protestas, gases lacrimógenos, guanacos, pacos, estudiantes con pancartas, carnavales, gritos, encapuchados. El significado de esa conjunción entre la galería, el gabinete, y la Alameda, está por definirse todavía.
El jueves 7 de julio, a las 19:00 horas se realizará un encuentro con los artistas en la misma Galería Gabriela Mistral, ubicada en Alameda 1381.